Recorro
las páginas de El vuelo de la reina, la absorbente novela por la que
Tomás Eloy Martínez fue galardonado con el premio Alfaguara 2002 y comprendo el
vendaval polémico que su publicación ocasionó acerca de su esencia. ¿Es una
historia de amor, realmente? ¿O más bien nos encontramos ante un ejercicio de
poder, de posesión, ante una mezcla perversa de voyeurismo y de pigmalionismo, que
nada tiene que ver con la pureza de las historias amorosas? La discusión, desde
luego, podría ser extensa, agria y peliaguda. ¿Es amor lo que siente don
Quijote por una Dulcinea inventada? ¿Es amor lo que impulsa a Otelo cuando
rodea el cuello de Desdémona con sus manos? ¿Es amor lo que brota en el pecho
de Tristán e Isolda, tras ingerir un bebedizo mágico? ¿Cómo podrían
establecerse de un modo universal los requisitos y ornamentos que definen el
“auténtico” amor?
Concretemos
la situación de esta obra: Camargo es el todopoderoso director de un importante
diario argentino. Su madre abandonó el ámbito familiar cuando él era un niño.
Actualmente, está separado de su mujer y tiene dos hijas, una de las cuales se
encuentra gravemente enferma, en un hospital norteamericano. Su vida gira
alrededor de su periódico y de las noticias políticas que en él se airean (el
gobierno es un hervidero de corrupción y él traslada esas informaciones a sus
lectores), hasta que un día aparece en su vida Reina Remis, una periodista que
trabaja en su rotativo. No es guapa, no es alta, no es sensual, pero Camargo
queda hechizado por ella y la convierte en objeto de sus obsesiones: la
promociona, la seduce y, abruptamente, la convierte en eje de su existencia.
Hasta aquí, no veo el problema en considerar “amor” la palpitación que alborota
su pecho.
Los
problemas surgen después, cuando Camargo se obstina en controlar todo su vivir:
dónde va, con quién habla, a quién telefonea, qué está escribiendo. Fruto de
ese control paranoico es el descubrimiento de que Reina Remis está manteniendo
una aventura con un periodista colombiano. Y entonces explota. “Me pertenece”,
asegura en la página 145. Y eso lo conduce a terrenos mucho más pantanosos y
conflictivos, como el odio (“No vas a perdonarla, Camargo, aunque te lo
suplique de rodillas. Has aprendido esa lección de Dios, que es misericordioso,
pero jamás perdona”, página 159). Sí, Camargo se identifica en ese instante con
Dios. Y como ha llegado a la conclusión de que “es una lástima que no puedas
verla dormir, entrar en ella y navegar en el río de su sangre” (página 163),
alquila una vivienda frente a la de Reina para poder espiarla con un
telescopio.
No
aportaré más detalles argumentales, para que las personas interesadas puedan
descubrir por sí mismas las ignominias y las bajezas que empiezan a acumularse
a partir de ahí, la mayor de las cuales no es la violencia física (en la cual
Camargo incurre más de una vez). Y esas personas descubrirán con asombro que el
protagonista considera lógico que ella acepte la situación con absoluta
mansedumbre (“Ella debería estar allí arrastrándose a tus pies, implorando
piedad, suplicando que no la abandones”, página 219). Como, evidentemente, no
lo hace, Camargo desplegará una nauseabunda estrategia para humillarla. Pero
esa estrategia tendrán que descubrirla (si tienen un estómago acorazado, y les
aseguro que lo van a necesitar) sin mi ayuda.
Novela durísima y polémica, tan contundente desde el punto de vista literario como complicada desde el punto de vista humano.