jueves, 20 de noviembre de 2025

Ciclo de primavera

 


No cabe aproximación racional u ortodoxa a las piezas literarias de Rabindranath Tagore, porque su fraseo es musical, lírico, vaporoso. Las líneas brotan y se elevan como columnas líricas, como llamaradas; llenas de colores, de aromas, de rumor de lirios. Así ocurre también con Ciclo de primavera, que leo en la traducción de Lauro Olmo y que publica el sello Edaf. Al principio, parece que asistimos a una ceremonia teatral o poética más o menos convencional (un rey caprichoso y débil, que se deja seducir por las palabras de Sruti-bhushan, es después convencido por el Poeta). Pero si intentamos seguirla de forma apolínea fracasaremos de modo estrepitoso, porque el Nobel hindú nos conduce por senderos de bruma, donde los pasos tienen que ser etéreos, y jamás firmes. La vida (parece decirnos el polímata de Calcuta) es una explosión de felicidad, un juego, una zona de luz y de risas. Y debemos aceptarlo con una sonrisa plena.

“Cuando nosotros muramos, Dios nunca repetirá la equivocación de crear otros seres tan absurdos como nosotros”, escribe con sorna. “No es tarea nada fácil dirigir a los hombres. Más fácil resulta empujarlos”, escribe con inteligencia.

Aceptemos la propuesta y dejemos que su música nos embriague y nos dirija. Solamente quienes se hagan niños y danzarines entrarán en el Reino de Tagore.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

La nostalgia feliz


Siento un interés creciente (también una fascinación creciente) por los libros de la belga Amélie Nothomb, así que continúo explorando sus páginas y recorro ahora las de La nostalgia feliz, que leo en la traducción de Sergi Pàmies para el sello Anagrama. Se cuenta allí el conjunto de emociones que experimentó durante el rodaje de un documental que la televisión francesa realizó sobre sus primeros años en Japón: el reencuentro con su vieja aya (a la que, con preciosa fórmula de aire oriental, llama “mujer sagrada”) o con su primer amor (Rinri Nakano), una visita a su antiguo colegio, paseos por los parques y calles de su infancia… Como es natural, las sensaciones de nostalgia o de extrañeza salpican no solamente el corazón de la narradora, sino también las líneas de su texto. ¿Cómo podría ser de otro modo? Regresar a los lugares del ayer y reencontrar cambiadas o envejecidas a las personas que poblaron ese ayer constituye un choque emocional enorme, del que resulta imposible salir indemne: han variado los colores, las formas, las luces. Y la mirada que los registra, también. Se comprende entonces que esos lugares y esas personas ya no pertenecen al espacio, sino al tiempo; y que ser capaces de contemplarlos con serenidad nos impregna de una nostalgia feliz, en absoluto dañina.

Una obra hermosa, melancólica e inteligente, que me anima a seguir conociendo más propuestas narrativas de Nothomb.

martes, 18 de noviembre de 2025

El cuerpo del día

 


Hace demasiado tiempo (ay) que no releo los versos de Fulgencio Martínez, así que dedico la tarde del lunes a pasearme por las espléndidas páginas de El cuerpo del día, que publicó Renacimiento en 2010 con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Con el habitual virtuosismo, el escritor murciano desarrolla su voz lírica y filosófica, que omite los adornos espurios y se ciñe a un proceso comunicativo de admirable sequedad. Porque su poesía no es (nunca ha sido) una pirotecnia de colores, ni tampoco una fanfarria de orquestina de pueblo, llena de confetis y musiquitas pegadizas, sino todo lo contrario: un esfuerzo, casi juanrramoniano, de pulcritud esquelética. Como el jardinero que mira un bonsái y lo poda con escrúpulo de microbiólogo, nuestro poeta detiene su mirada en las aristas de la frase, en los vértices de las palabras, en los ritmos subterráneos, y ejecuta sobre ellos su labor paciente, implacable, invisible. El resultado es un poemario donde nos sorprenden verbos inesperados (“Quizá su presencia diga un brillo”), sustantivos de llamativa rareza (“Fijo en el darién / donde comienza la tierra firme”), adjetivos para la sonrisa (“Es azul como un pensamiento”) y, en fin, una música callada pero real, que impregna las páginas de un libro destinado al silencio y la relectura.

Acudo a las páginas 16 y 17 (“Añoro las épocas en que la libertad / era una epidemia / y únicamente se la podía combatir / para destruirla; / no como ahora, ignorándola”). Acudo a la página 23 (“Nuestro arte tiene un deber moral: la esperanza”). Acudo a la página 26 (“Ignoran que ser hombre es construir / cada día una ventana en la niebla”). No será necesario que siga añadiéndoles citas: estoy convencido de que ahora son ustedes quienes desean acudir al libro.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Elocuencias de un tartamudo

 


Disfruto, como quien saborea una pequeña caja de bombones selectos, el libro Elocuencias de un tartamudo, de Eduardo Halfon. E insisto en mi idea de ir, poco a poco, leyendo todas sus obras: me encanta su forma de escribir.

Aquí, en este volumen publicado por Pre-Textos, nos encontramos con un bello ramillete de historias entrañables (“A veces Micaela”) o terribles (“Peligro de extinción”), donde se conserva en toda su pureza el aroma de la oralidad, y que fueron escuchadas por el narrador “en Guatemala, en México, en Iowa City, en La Habana, en La Rioja, en Ginebra” (p.12). Pero que nadie piense que esa oralidad se traduce en un estilo desgalichado o ramplón. El guatemalteco dota siempre de un brillo especial a sus páginas y se preocupa de que los adjetivos y los verbos fuljan con una gracia extrema (uno de los personajes “hablaba áspero, como roncando las palabras”, nos dice en la p.31). De tal manera que, seducidos por la maravilla de su escritura, vamos enterándonos de cómo el baile puede salvar una vida (“La pinta brava de un varón”), cómo existen árboles que necesitan ayuda e instrucciones para fructificar (“La serenidad del brujo”) o cómo ciertos profesores indignos, tras ser denunciados por acoso sexual, optan por poner fin a su respiración (“Siempre un pecho”).

Una delicatessen, vaya.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Alves & Cía

 


Godofredo de la Concepción Alves (un próspero empresario de 37 años) sabe que su socio Machado (que tiene 26) anda sumido en un misterioso jaleo de faldas, pero no entiende que los devaneos eróticos del joven sean de su incumbencia. Lamentablemente, cuando se dirige por sorpresa hacia su casa para celebrar con su esposa Ludovina el aniversario de bodas, descubre a esta en los brazos del desahogado galán. Y todo su mundo se viene abajo (“Deseó verdaderamente morir”, anota Eça de Queirós en el capítulo III). Un dolor infinito lo desgarra y, tras descubrir los mensajes apasionados que ella ha escrito para su amante, Alves siente que llega al borde del acantilado (“Si una palabra bastase, una orden dada bajito a su corazón para que se detuviese, diría esa palabra tranquilamente”, III).

A partir de ese instante, oscilando entre la ira y el absurdo, Alves concebirá mil propósitos sin pies ni cabeza, que se contradicen unos a otros: matar al ofensor, quitarse la vida, plantear un duelo, expulsar a la mujer de su casa (circunstancia que su suegro aprovecha de forma mezquina para arrancarle una sustanciosa pensión mensual), requerir el consejo de sus amigos más cercanos, mantener el secreto del agravio… De tal forma que, en realidad, estamos siendo invitados para que contemplemos, en respetuoso silencio, la desolación de un hombre que, siendo feliz, es expulsado del paraíso, y que tiene que reconstruir su vida, advirtiendo desde el principio “de un modo agudo y doloroso la evidencia de su soledad” (cap.VIII).

Bondadosa y con un final feliz (o, al menos, resignado), esta novela de José María Eça de Queirós me ha deparado dos intensas tardes de lecturas. La recomiendo.

jueves, 13 de noviembre de 2025

El exclaustrado

 


En ocasiones, el pasado se niega a cumplir su misión y diluirse en el olvido; y, cuando tal sucede, puede llegar a adquirir una densidad inquietante, donde el sofoco, el remordimiento o la culpa golpean sin misericordia. Juan Cabrera, durante treinta años, profesó en el cenobio de Ciriego. En esas décadas, la oración, la meditación, las lecturas sacras y la estricta observancia de las normas conventuales constituyeron la base de su vivir. Al cabo de ese tiempo, herido por una crisis espiritual, solicitó una dispensa para abandonar sus votos. Ahora, a los setenta y dos años, vive en un pequeño apartamento de Argüelles, rodeado de libros y con la única compañía humana de una asistenta que se ocupa de la limpieza y la comida. Su cotidianidad es ahora apacible, pero un personaje del pasado (un novicio cuya expulsión del convento propició con una denuncia por inmoralidad) vuelve a adquirir presencia ante él: se llama Antón Rubial y es profesor de Derecho de Jaime, sobrino del exclaustrado. Lejos de haber olvidado aquella afrenta pretérita, Rubial maquina una venganza implacable contra Juan Cabrera, en la que inyectar todo el odio rencoroso que siente por él: esa “enemistad sine die” (p.62) va a adquirir gradualmente en la narración unas dimensiones perturbadoras. Y Cabrera, que abandonó el convento para recluirse en un piso y que siente que “la resultante de todo aquel proceso de exclaustramiento-enclaustramiento fue el vacío” (p.155), resultará avasallado por ese vendaval de ira biliosa.

Novela de grandes profundidades conceptuales y de gran (y filosófico) rigor léxico, El exclaustrado nos invita a reflexionar sobre la vigencia, el significado y la fortaleza (o debilidad) de la fe en nuestro tiempo, a la vez que actualiza narrativamente la vieja escena tentadora del Edén bíblico, con su serpiente, su manzana y sus desprevenidos humanos.

Con la adición de múltiples citas (Antonio Machado, Heidegger, santa Teresa, Sartre, Shakespeare, García Lorca o Benavente), Álvaro Pombo despliega ante nuestros ojos un texto exigente, de elevada esencia, que a Miguel Espinosa (es mi impresión) le habría encantado. A mí también.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Todos los fuegos el fuego

 


Da igual por dónde lo relea: si retomando sus libros más juveniles o los de su madurez. Da igual dónde y cómo lo relea: en la playa, con calor sofocante, o en el sillón navideño. Julio Cortázar siempre me deja una sensación de maravilla en los ojos y en el cerebro. Tras la explosión de lectura que le dediqué durante mis tres últimos cursos universitarios, luego lo he ido revisitando durante los treinta años siguientes con el mismo fervor. Ahora lo hago con Todos los fuegos el fuego, que compré en Expo-Libro (me lo vendió mi amigo Alfonso) el 6 de marzo de 1990: así consta en una anotación a bolígrafo en el tomo de Pocket/Edhasa.

¿Será necesario que detalle los argumentos de los relatos? ¿Será necesario que me detenga en aplaudirlos uno por uno? ¿Será necesario repetir mi éxtasis tras cada punto final? Entiendo que no. Cada uno de ellos constituye una apuesta y una aventura, que absorbo con deleite: he sufrido el atasco sofocante que tupe la carretera que conduce hacia París (“La autopista del sur”); me he apurado con las triquiñuelas bienintencionadas que planifica una familia para conseguir que una anciana de salud quebradiza no sufra (“La salud de los enfermos”); he participado en los prolegómenos de la revolución cubana, arrastrándome por la selva bajo las balas y los mosquitos (“Reunión”); he vuelto a maravillarme con la prodigiosa mezcla de voces y perspectivas de “La señorita Cora”; y, por supuesto, he corrido en medio de la niebla nocturna, huyendo junto a Rice y John Howell, sin saber muy bien de qué, de quién y por qué.

Brillante, versátil y siempre contundente, el narrador argentino me lleva por los caminos que quiere. Y yo, tan dócil como satisfecho, me dejo conducir. Como es habitual, el resultado es una experiencia (re)lectora de primera magnitud: no en vano es uno de mis dioses literarios, desde 1987.