miércoles, 24 de diciembre de 2025

El único animal

 


Leer las páginas de Chelo Sierra produce una sensación parecida a contemplar el fluir elegante y lleno de susurros de un riachuelo (si la broma me fuera disculpada, hablaría de un riaChelo): todo parece tan sencillo, tan natural, tan hermoso, que no concebimos que pueda ser de otra manera; y llegamos a perder la noción del tiempo, enfrascados en el éxtasis de su historia. Ignoro si la consecución de ese estilo ha comportado para la escritora madrileña un trabajo ímprobo o si ha brotado de forma espontánea. Tampoco se lo quiero preguntar, porque valoro mucho el secreto de cada artista. Pero desde el lado de acá, desde el lado de quien desliza sus ojos por las líneas, la absorción es absoluta, y eso es lo que finalmente cuenta.

Quien decida comprobarlo adentrándose en las páginas de El único animal se encontrará con la intemperancia de unos huéspedes exigentes, que conduce a los dueños de un hotel a tomar decisiones (“El ruido de los pájaros al caer”); con la performance animalista de dos jóvenes que trabajan en una multinacional (“Crema antiarrugas”); con el triste espectáculo de un negocio decadente, relacionado con el mundo de los caballos (“Rezar por rezar”); con la intimidante construcción que se está erigiendo en una zona céntrica de la ciudad (“El proyecto Elisabeth”); con la oleada (o el oleaje) de peces muertos que aparecen, por miles, en una playa turística (“Demasiadas veces”); con la atinada mezcla de humor y ecología que traspasa un relato sorprendente (“Kamikazes”); con los meticulosos preparativos que urde un anciano que vive solo ante la visita semanal de su hija (“Verticales 3”); con los inconvenientes que suponen para los dueños de un perro sus días de descanso en un hotel, resueltos en amargura final (“Pet friendly”); o con un magnífico cuento inverso, donde se reflexiona sobre los misterios (o las miasmas) del arte y del espíritu humano (“Rebobinando a Hirst (versión libre)”).

Hay más, por supuesto. Mucho más. Muchísimo más. El talento sólido e incuestionable de Chelo Sierra se extiende por los canales venecianos de la ironía, de la hondura psicológica o de la reflexión existencial; y lo hace con una fermosa cobertura literaria de primera magnitud. Léanla, por Dios santo y bendito. Y se harán, como yo, cofrades de su prosa.

lunes, 22 de diciembre de 2025

Los niños de la guerra

 


Fue como un imán. Vi este libro en la estantería de la biblioteca, leí el título de la obra y me dije: “Sí”. Añadamos que el apellido Pàmies también ayudó: he buceado con gran placer en varios libros de su hijo y sentí curiosidad por comprobar si la madre me resultaba igual de convincente. Los niños de la guerra. Imposible evitar un escalofrío. Las criaturas que, durante el atroz período comprendido entre 1936 y 1939, fueron víctimas del horror, de la manipulación, del traslado, de la barbarie. Leo en la contundente y conmovedora primera página: “Aquellos niños no pudieron ser neutrales. No les dejaron ser neutrales”. Es verdad. Nadie les consultó si querían participar en aquella ceremonia de crímenes, bombardeos, hambrunas, fríos legendarios, exilios forzosos, madres escuálidas, padres movilizados, paredones, gritos nocturnos y fosas comunes. “¿Qué huella pueden dejar en la mente de un niño escenas tan apocalípticas? ¡Cuántos desequilibrios psíquicos ocasionó la guerra en miles de criaturas!”, anota con temblor Teresa Pàmies en la página 40.

Utilizando revistas de la época, documentos de centros escolares, testimonios de los supervivientes y folletos editados en los dos bandos, la investigadora dibuja un panorama devastador, melancólico y triste, en el que seguían difundiéndose mensajes publicitarios (se habla con amargura en la página 101 del biberón Rillo “que, al parecer, era mágico. El único inconveniente que tenía el fabuloso frasco era que había que llenarlo de leche”); en el que los niños jugaban a fusilar a sus compañeros (“Aquello no era jugar. Aquellos no eran niños, sino fieras”, p.90); en que participaban “en la nada infantil tarea de sacar muertos de entre los escombros” (p.93); y en el que los niños, dependiendo de la publicación, eran empujados a considerarse unos defensores de los valores patrios o unos aguerridos luchadores antifascistas, con unos mecanismos manipuladores tan toscos y tan viles que solamente les puedo sugerir que, si se animan a leer la obra, se preparen un buen antiácido y un pañuelo. Los van a necesitar.

Como curiosidad próxima, descubro que en Murcia existía un campamento infantil bautizado con el nombre del general húngaro Lukasc, muerto en el frente de Aragón (se indica en la página 79).

Resumen terrible (y maravillosamente escrito) de una época infame, Los niños de la guerra se sigue leyendo con escalofrío y con infinita amargura. Porque fueron miles y miles los “locos bajitos”, como diría Serrat, que sufrieron el aguijonazo de unos alfileres de vudú que les clavaron los “sensatos adultos”. Que no se repita.

domingo, 21 de diciembre de 2025

Mi planta de naranja lima

 


Hay libros (pocos, muy pocos) que, una vez leídos, me dejan con un escalofrío bajando por mi espalda y con la humedad subrayando mis ojos. Pero me adelanto a aclarar que no se trata de folletines lacrimógenos, sino de obras muy bien escritas, de honda humanidad, sin asomo de gazmoñería o de burdas concesiones a la lagrimita fácil. He vuelto a experimentar esa sensación, después de varios años, con Mi planta de naranja lima, de José Mauro de Vasconcelos, que he podido leer gracias a la traducción de Carlos Manzano para Libros del Asteroide. En esta novela se nos cuenta la historia de un niño muy pobre y muy cabra loca, Zezé, que no deja de realizar travesuras por todo su barrio porque, según nos dice, se encuentra bajo la influencia del Niño Diablo. Eso no impide que sea un chico tierno, dulce y cariñoso, que soporta con paciencia los golpes que le propinan todos (el padre, porque se encuentra sin empleo; sus hermanos, por considerarlo un rabo de lagartija; los vecinos, para ver si lo enderezan). Huérfano de afecto, el pequeño Zezé dispone solamente de tres asideros emocionales: su maestra, doña Cecília Paim, que lo juzga un espíritu noble; el portugués Manuel Valadares, que tiene el coche más bonito del pueblo y que se convierte en su mejor amigo; y su pequeño arbolito de naranja lima, con el que habla cuando están a solas.

El niño, que de mayor sueña con ser “poeta y sabio” (p.33), protagoniza algunas escenas conmovedoras: cuando lleva a su hermanito Luís a una entrega de regalos caritativos navideños, pero al llegar descubren que el reparto ha terminado (“¿Por qué no me quiere el Niño Jesús?”, p.48); cuando, avergonzado por haber dicho en voz alta que es muy triste tener un padre pobre, sale a limpiar zapatos para comprarle cigarrillos; o cuando roba todos los días una flor para regalársela a la profesora y que su jarrón de clase luzca más hermoso. Son tres momentos que entresaco del amplio ramillete que ofrece el libro.

Y, por favor, no me pidan que les cuente más. Sería un sacrilegio arrebatarles la alegría de descubrir esta novela por sí mismos. Les aseguro que puede resultar una de las experiencias más bellas y conmovedoras que hayan sentido en los últimos años.

sábado, 20 de diciembre de 2025

Madrid, noche de tres años

 


En apenas dos tardes (es un libro que se lee con fluidez) me termino la novela Madrid, noche de tres años, de Antonio Cano Gómez, que intenta arrojar luz sobre un episodio oscuro acaecido durante la guerra civil de 1936, protagonizado por un obrero, Ramón Goenaga, del que se pierde la pista en unos días confusos. Nadie sabe, aparentemente, qué ocurrió con él. Nadie sabe dónde puede hallarse, muerto o con vida. Y el proceso de búsqueda y reconstrucción, emprendido muchos años después, arroja tantas luces parciales como impenetrables sombras. Muy probablemente, porque resulta tarea imposible esclarecer lo que aconteció durante el fragor de aquellos años sangrientos, en los que todas las venganzas fueron terribles y en los que todo el rencor se derramó sin freno.

Luchando para mantenerse en una posición neutral, Antonio Cano Gómez nos invita a que avancemos por su territorio narrativo y a que reflexionemos sobre un asunto inquietante: ¿cuántos matices tiene el mal? ¿Cuántos ostenta el bien? Y lo que resulta aún más cenagoso: ¿hasta qué punto una guerra mezcla y salpica entre sí esos ámbitos? No podemos calcular cuántos misterios dejó a sus espaldas (en cunetas o en callejones oscuros, en prostíbulos o en salones nobiliarios) la maldita guerra civil de 1936, pero sí que podemos acercarnos a muchas historias que analizan ese ámbito, porque aquella “longa noite de pedra” (así la bautizó Celso Emilio Ferreiro) ha generado cataratas de tinta. Gracias a Antonio Cano Gómez y a la editorial MurciaLibro tenemos la posibilidad de conocer una más.

jueves, 18 de diciembre de 2025

Lo que no se ve

 


Consignemos, aunque sea levemente, las líneas argumentales de las seis historias que Cristina Fernández Cubas recopila en su reciente volumen Lo que no se ve (Tusquets, 2025): dos hermanas que han invertido sus vidas en la obsesiva imitación de la película ¿Qué fue de Baby Jane? (“Tú Joan, yo Bette”); una mujer que recuerda con bochorno la forma en que malbarató la amistad de una poco agraciada compañera de instituto (“¿De qué se habla en las fiestas?”); cinco estudiantes universitarios, tan engreídos como vulnerables, que decidieron jugar a las invocaciones demoníacas, iniciando de ese modo una larga cadena de desgracias (“Momonio”); una muchacha que ha sufrido durante años la enojosa comparación con su bella y angelical hermana adoptada (“La hermana china”); un hombre que, inmerso en una relación sentimental no muy dichosa, recuerda un amor de juventud (“Il Buco”); y una mujer que, en el arrabal de la senectud, comprende la importancia de realizar un recuento de su vida, un balance (“Candela Viva”). Ahora bien, ¿existe algún nexo que vincule esta media docena de narraciones, algún leitmotiv que las hilvane? Si tuviera que decantarme por uno elegiría el poder que, sobre el presente, ejercen los ayeres infelices; la sentina de lágrimas que lastra nuestro barco; la espalda dolorosa de nuestro pecho optimista. Porque Cristina Fernández Cubas, además de una prodigiosa escritora, es una admirable analista del espíritu humano, que coloca ante los lectores seis maravillosos cuadros emocionales que, en algún caso, funcionan como espejos, donde podemos ver reflejados nuestros miedos, nuestros errores, nuestros arrepentimientos, nuestros fracasos.

Apostar por un libro de la catalana siempre es una buena idea. Lo digo por si están pensando en regalar (o regalarse) algo por Navidad: van a acertar seguro.

miércoles, 17 de diciembre de 2025

Una hermosa doncella

 


Marcus Kidder es un anciano de porte distinguido: alto, elegante, rico y famoso. Dispone de una casa señorial, engalanada con obras de arte y maderas nobles. Lo asisten en su vida diaria un chófer y un ama de llaves. Así que cuando se acerca en el parque hasta la joven Katya Spivak, de dieciséis años, que trabaja como niñera lejos de su hogar, toda su labia, su educación y su riqueza parecen envolver a la muchacha en un halo de perplejidad, donde se mezclan la atracción y la repulsa. Por un lado, ella parece consciente de que el señor Kidder es un viejo verde, un asqueroso que pretende seducirla o conseguir sus favores sexuales (a pesar del medio siglo de distancia que los separa); por el otro, no puede evitar sentir una gran fascinación por sus modales, por su exquisitez, por su halo paternal. Ese juego peligroso de aproximaciones y rechazos continuará cuando ella acceda a posar como modelo para el señor Kidder, que es escritor y pintor: entra en su casa e incluso cobra por su trabajo, pero se alejará enfurecida cuando él le muestre unas prendas de lencería con las que pretende que se cubra.

Buena parte de la fascinación lectora que genera Una hermosa doncella, de Joyce Carol Oates, que leo en la traducción de María Luisa Rodríguez Tapia, reside en ese balanceo inquietante de acercamientos y desdenes, donde se mezclan la curiosidad, el coqueteo, el poder, la sumisión y la hipnosis. Pero la autora, que es sumamente hábil, no juega con cartas maniqueas, presentándonos a una joven candorosa y meliflua, que terminará cayendo en las garras del buitre poderoso. Ni mucho menos: Katya fuma cristal de metanfetamina, cuenta con avaricia los billetes que Kidder le entrega pudorosamente doblados, expele unas palabrotas que hacen temblar el Tabernáculo y engaña deliberadamente a cuantas personas necesita para lograr sus propósitos. Pero es que, además, en un momento turbio de venganza (que generará una situación sofocante y violenta en el tramo final de la obra), telefonea a su peligroso exnovio Roy, explicándole que el señor Kidder la ha drogado y posiblemente haya abusado de ella.

Turbulenta, incómoda y lírica, esta novela de Joyce Carol Oates deja mal sabor de boca (argumentalmente) y espléndido sabor de boca (literariamente).

lunes, 15 de diciembre de 2025

El matarife

 


Otto siempre ha sido un chico peculiar. Nació cuando sus padres, tras veinte años de intentos baldíos, ya no lo esperaban; y tuvo la mala fortuna de que su madre muriese en el parto. Durante su infancia fue torpe para los estudios y descubrió su vocación profesional en el momento más insospechado: viendo cómo un matarife mataba un buey utilizando un hacha. Perplejo pero resignado, su padre lo acompaña hasta Berlín, para buscarle colocación.

Acceden así a un mundo sórdido, de sangre, brutalidad y olores agrios, por el que pululan gentes pobres y embrutecidas. Otto, lejos de sentir repulsión, nota que lo que está viendo es lo suyo. Dos años después, muerto su padre, hereda y compra una carnicería, pero le llega la orden de que debe incorporarse al ejército y se le traslada al frente serbio, donde continúa haciendo lo mismo que en la vida civil, pero con una variante: ahora mata personas con la misma frialdad con la que mata reses. Y, con la lógica implacable de la guerra, se le condecora como héroe de la nación.

Permítanme que no les cuente nada más del argumento, aunque les advierto que la parte más inquietante, la más honda y cenagosa del relato comienza justo ahí, gracias al enorme poder fabulador y psicológico de Sándor Márai, quien nos va envolviendo, página a página, en las turbulencias anímicas de su protagonista.

Se lee en una tarde y se graba en la memoria para toda la vida.