miércoles, 27 de agosto de 2025

Hasta que empieza a brillar

 


Cuando cursaba mis estudios universitarios, hace cuarenta años, dos diccionarios adquirieron en mis oídos categoría mítica: el Corominas y el María Moliner. Los profesores aludían a ellos, los citaban y nos animaban a manejarlos. Y aunque lo hice con profusión (de hecho, me compré ambos), jamás se me ocurrió formularme preguntas sobre la identidad o las circunstancias personales de sus autores: Corominas era el hombre que había compuesto un gran diccionario etimológico y Moliner era la mujer que había confeccionado un gran diccionario de uso. Años después, descubrí algunos detalles biográficos sobre la zaragozana: la forma en que confeccionó en su casa las fichas del diccionario, las reticencias de la RAE para admitirla en su seno, etc. Ahora, gracias a la espléndida novela Hasta que empieza a brillar, de Andrés Neuman, he podido conocer más y mejor a la excepcional lexicógrafa.

Descubro que su padre, antes de embarcarse como médico rumbo a América y no volver nunca, insistió en que María pudiera estudiar en la Institución Libre de enseñanza, donde impartían clases Menéndez Pidal, Américo Castro o el propio Giner de los Ríos. Descubro que comenzó a ganar su primer sueldo impartiendo clases particulares y que, tras culminar sus estudios, aprobó unas oposiciones para Archivos, siendo destinada a Simancas (luego pidió traslado a Murcia, en cuya universidad dio clases). Descubro sus ideas de izquierdas y su angustia durante la guerra civil de 1936, en la que vio cómo se utilizaban libros para crear barricadas cerca de la Ciudad Universitaria (“Según las estimaciones de sus colegas bibliotecarios, las balas perforaban aproximadamente hasta la página 350”, p.114). Y descubro, sobre todo, la dedicación febril, apasionada, tenaz, sobrehumana, que dedicó a la confección de ese monumento que es el Diccionario de uso del español, que le valió tantas admiraciones… y también tantas reticencias (Camilo José Cela encajó con acrimonia la “inoportunidad” de que la magna obra fuese editada casi al mismo tiempo que su Diccionario secreto, y tal vez por esa circunstancia no apoyó su candidatura para convertirse en la primera mujer académica de la Lengua).

María Moliner “anhelaba inventar el diccionario que le hubiera hecho falta, ese que le habría encantado consultar como estudiante, investigadora, bibliotecaria, madre. Trabajaba con sus huecos. Escribía desde ahí” (p.169). Y el difícil camino que emprendió (tarea de Sísifo, porque incluso cuando estuvo publicado siguió añadiéndole enmiendas y ampliaciones) está dibujado primorosamente por Andrés Neuman, que ha conseguido humanizar, colorear y dar volumen a una figura que, desde el silencio y la timidez, se convirtió en leyenda. Hasta que empieza a brillar es una obra magnífica, que recomiendo con fervor.

martes, 26 de agosto de 2025

Nada, nadie

 


Hay un cuento muy hermoso de Julio Cortázar, que se titula “No se culpe a nadie”, en el que un hombre se está poniendo un jersey azul. Es una empresa trabajosa, porque la prenda no se lo pone nada fácil y se resiste bellacamente a ser doblegada. Al final, tras un buen número de forcejeos, bastantes sudores e incontables agobios, el protagonista consigue que una de sus manos aflore de la manga, y entonces descubre con horror que sus dedos tienen uñas afiladísimas, y que estas se vuelven contra él. Para salvarse de la imprevista agresión, se arroja por la ventana. ¿No es una magnífica metáfora para definir al poeta, al ser que busca en sus tinieblas interiores aquello que los demás no nos atrevemos a perseguir, y que lo saca a la luz tras una minería dolorosa e implacable?

Por eso, este libro de José Antonio Martínez Muñoz no es poesía moderna, ni postmoderna, ni poesía de la experiencia, ni novísima, ni vanguardista. Es una poesía muy antigua y muy vieja, porque no hay nada más viejo ni más antiguo que la ansiedad de buscarse, de circular por los caminos dando gritos de angustia. Diógenes, saliendo de su tonel y alumbrándose con un fanal, insistía en buscar a un hombre y provocaba la risa de sus contemporáneos. Todos lo creían loco o filósofo; y en realidad era ambas cosas: o sea, un poeta. Porque el hombre que buscaba era él mismo. Y es que un poeta habla siempre (si es auténtico y hondo) de sí, aunque nos hable de naufragios o de dioses, de cíclopes o de genistas, de lunas o de vientos. El creador se pone en claro escribiendo, escribiéndose. No hay mejor terapia, ni tampoco mayor desgarro, que el ejercicio insobornable de la poesía.

Martínez Muñoz, que es poeta de espeleologías convulsas, se planta frente a su entorno y formula inquisiciones terribles: ¿hay un cosmos bajo el caos que nos rodea? ¿Nos mienten las brújulas? Y, como Amundsen o el capitán Scott, avanza entre los hielos, las ventiscas polares y el cuchillo carnívoro del frío, porque se niega a dejarse arrullar por las hogueras cálidas y engañosas de nuestro mundo, que nos pretende anestesiados y que nos regala distracciones envueltas en seda, para que nos creamos felices y para que nos estemos callados. Y también para que nos conformemos con el pedacito de felicidad o de azar que nos ha tocado en suerte.

Quien lea este libro comprobará que el autor (ya lo anuncia desde el título) es Odiseo negándose a las sirenas. Y Odiseo, conviene recordarlo, es un héroe que lucha buscando un camino. Pero no un camino cualquiera, no un camino hacia la victoria, sino un camino hacia el ayer, un camino de regreso. Odiseo vuelve a la patria, vuelve al hogar, buscando la ardua reconstrucción de su ser. Todo su entorno (islas, olas, navegaciones, mujeres, naufragios, combates) son peldaños para subir o bajar hacia sí mismo, asideros ardientes a los que se agarra.

Ibn Arabi, en uno de sus escritos, afirma que hay oro en el cerebro humano. Y esta aberración fisiológica tal vez no lo sea tanto si leemos la frase en sentido existencial. Sí que hay oro dentro de nosotros, pero el trabajo que lleva a encontrarlo es durísimo. Y solamente los poetas de verdad se afanan con la suficiente energía: nadie les pide que canten, pero cantan; nadie les pide que busquen, pero sienten la necesidad de buscar; nadie les pide que se desgarren, pero se desgarran. Y ese martirio nos muestra la nota moral de sus vidas. Su voz es un código ético.

domingo, 24 de agosto de 2025

La estrategia del parásito

 


Lo de César Mallorquí es increíble. No solamente es el rey de la novela juvenil en España (la enumeración de sus premios resultaría abrumadora) sino que, libro tras libro, es capaz de actualizar sus temas y de situarse en la vanguardia, sin un solo desmayo, gracias no solamente a su excelente prosa y a su humor inteligente, sino también a su proteica capacidad para absorber los intereses de los adolescentes y convertirlos en magnífica literatura. César Mallorquí sigue pensando como un joven, y por eso sus obras encandilan a los jóvenes. Ahí radica su poder y su secreto. Frente al batallón de escribidores que todo lo cifran en temas trillados (amores de instituto, tensiones domésticas o situaciones de marginación), él abre el abanico y, al agitarlo, el aire a su alrededor se renueva: caligrafías secretas, tesoros escondidos en la selva, fraternidades nazis, catedrales malditas o, como ocurre en La estrategia del parásito, situaciones angustiosas relacionadas con el mundo de la informática y del control de nuestras vidas a través de Internet.

Nada más abrir el libro conocemos a Óscar, un estudiante de Periodismo de veintidós años. Acaba de enterarse de la muerte de su antiguo compañero de colegio Mario Rocafort y, sin tiempo para asimilar la noticia, recibe una carta suya que contiene, además, un misterioso pendrive. Por lo que cuenta, Mario ha realizado un descubrimiento que puede afectar al futuro de la humanidad, y le pide a Óscar que localice a cierto profesor universitario. A partir de ahí, el vértigo adquiere unas dimensiones que cortan la respiración del lector y que incluyen asesinatos, persecuciones, intervención de cuentas bancarias, accidentes muy sospechosos y un sinfín de anomalías que convencen a Óscar de que la situación es mucho peor de lo que pensaba: alguien está empeñado en matarlo para hacerse con el pendrive y carece de todo tipo de escrúpulos y de límites. Alguien (o “Algo”) que basa su poderío en el control invisible del mundo de Internet y que puede hacer cuanto se le antoje con un simple clic. Como se dice en una novela de Philippe Claudel, “estamos vigilados constantemente, vayamos a donde vayamos y hagamos lo que hagamos”. Pues bien, aquí César Mallorquí nos explica lo que hay (lo que sonríe de forma macabra) detrás de esa vigilancia. Resulta inevitable recordar aquella frase atribuida a Kurt Cobain (aunque ignoro si es suya): que seas un paranoico no quiere decir que no te persigan.

Quien se adentre en esta primera entrega (se trata de una trilogía, de la que iré dándoles cuenta) va a encontrar emociones, sorpresas y sustos casi en cada página, pero lo más importante es que la envoltura literaria es tan primorosa, tan sólida, tan convincente, que pueden ustedes dejar el libro con toda calma en las manos de cualquier joven lector: no solamente le estarán facilitando una obra trepidante y magnética, que le encantará (de hecho, yo he leído la novela por el consejo de mi hijo Álvaro), sino también un texto musculoso que lo convertirá en un lector adulto.

Lo dicho: el rey.

sábado, 23 de agosto de 2025

Peligro extremo de incendio

 


Recorro, con un estremecimiento de admiración que se va ampliando conforme avanzan las páginas, el volumen de relatos Peligro extremo de incendio, de la madrileña Juncal Baeza. Y encuentro en su interior siete historias sobre personas que acarician los límites y reciben su daño: la joven que, tras sufrir el desprecio de todos sus conciudadanos, siente el desgarro de ver cómo su hija de tres años está a punto de morir ahogada en el río del pueblo (“Lemna”); la parturienta primeriza que ve cómo matronas y enfermeras la tratan con frialdad y la abocan hacia una cesárea que en el fondo ella no desea (“Criatura hermosa”); la anciana rumana que, tras haber salido de su país y haber vivido mil humillaciones durante años, encuentra en unos perros su única compañía reconfortante (“Corre, Vior, corre”); la niña que vive una religiosidad confusa y que es liberada del temor por su única amiga, que le abre los ojos con una explicación artística (“El naufragio”); el adolescente que vive aturdido en una familia de apariencia perfecta, en la que no se siente cómodo ni integrado, y cuya válvula de escape es su tía Ted (“Holografía familiar”); la madrileña que, tras vivir una intensa experiencia vital en El Salvador, retorna a casa con otra forma de ver las cosas (“Los tristes más tristes del mundo”); y la hija que, tras cuidar durante un año el desmoronamiento de su madre por culpa del cáncer, es devorada por el incendio de la culpa (“Peligro extremo de incendio”).

Todas estas experiencias, llenas de acantilados emocionales, de vértigos silenciosos y de erosiones terribles, están narradas por Juncal Baeza con una impresionante solidez, tanto en el plano arquitectónico (el orden narrativo jamás presenta una fisura) como en el literario (les sugiero que se fijen de forma especial en los instantes en que adjetiva utilizando sustantivos: “El insulto alacrán de los compañeros” (p.95), “Le rebotaba el corazón antílope en el pecho” (p.149)  y otros ejemplos igualmente deliciosos).

Uno de esos libros que se disfrutan sin altibajos y que se terminan entre aplausos.

viernes, 22 de agosto de 2025

Florencio Cornejo

 


Francisco Umbral, valorando los méritos literarios del “aficionado” José Gutiérrez-Solana junto a los del “profesional” Pío Baroja, escribió del primero que “presenta mayor solidez, trabajo, precisión e imaginación para lo minutísimamente monstruoso […] Solana es un escritor duro y preciso, que hace con un cuchillo carnicero finísimas disecciones anatómicas y psicológicas” (Las palabras de la tribu, p.100). En esta novela suya encontramos confirmado ese juicio en cada una de sus páginas.

Sería muy discutible, en cambio, afirmar que Florencio Cornejo es una obra primorosamente escrita, según los cánones tradicionales de la belleza literaria. Solana, desentendiéndose de la callada música de la frase, incurre en notorias cacofonías, que alteran el equilibrio sonoro del texto. Así, no tiene empacho en afirmar que observa “sobre una mesa isabelina, una vitrina”, o que tiene ante sus ojos “una caja fabricada en trabajo de paja”. Y tampoco mostrará mayor esmero en la composición rítmica de algunos párrafos. Podríamos constatarlo incluso en el que comienza el libro, donde domina el vuelo torpe de la frase, carente de gracia, fluidez y brillo. Es un primer párrafo que, compositivamente, resulta más bien palmípedo, torpón, desgualdrajado y poco airoso. Pero es que, si nos desplazamos al terreno de las figuras literarias, observaremos idéntica pobreza plebeya, apenas alterada por esos “enjambres de truchas”, que iluminan la página 36 con la fulguración de su novedad.

¿Dónde reside, pues, el atractivo de esta novela de árido cañamazo y breve arquitectura, si tan crecido es el caudal de sus insuficiencias?

Yo considero que la virtud profunda de la prosa de Solana y, por tanto, de esta novela, reside en su capacidad casi mágica (muy típica del 98) para ver en los personajes una metáfora honda, negra, fiel, atroz, mostrenca y descarnada de su país y de su tiempo. Solana mira con ojos de pincel y escribe con pluma de bisturí. Y por eso esta novela es una creación tan peculiar, tan ilustrativa y tan paradigmática. El pintor Solana mira y escribe; el escritor Solana mira y dibuja, con los negros signos del idioma, su desgarro, su fotografía anímica de España, su acta notarial, triste y emocionada, del mundo que lo rodea.

En un país sin cultura, misérrimo y dejado de la mano de Dios, es lógico que la zafiedad se convierta en canon. Y Solana, consciente de este hecho sociológico, nos lo retrata en varias escenas impactantes. Lo hace, por ejemplo, en la página 39, en un aguafuerte vitriólico y soez, casi en la línea del esperpento de Valle, donde nos describe a la criada Gila en un párrafo demoledor: “Cuando se reía era inaguantable; eran unas carcajadas histéricas, interminables, hasta que concluía por caer al suelo, meándose en las sayas o haciéndolo de pie, como una mula”. Y lo vuelve a hacer en un retrato colectivo, tan tributario de Valle-Inclán como de Quevedo, cuando describe la cena en una fonda del camino con estas palabras: “Un eructo que soltó un hombre flaco que devoraba un plato de espinacas y relamía la pata negra de un pollo, al que contestó el espolique con un gran pedo, sirvió para establecer una mayor corriente de simpatía entre los concurrentes, y se empezó a hablar, con voz más fuerte y conversación animada, sobre las cosechas, la carestía de la vida y el encarecimiento de los fletes” (p.50).

Si tenemos en cuenta la débil línea argumental del libro (el anuncio de una agonía y su triste resolución), comprenderemos que ese era en verdad el interés del autor: no el de contarnos una historia, sino el de hilvanar una serie de retratos fidelísimos (y a la vez caricaturescos) sobre ciertos personajes representativos de “su” España negra, pobre y vestida de pana.

Umbral llamó a Solana, en otra de sus obras, “pintor de entierros” (Trilogía de Madrid). Y no sería muy extravagante suponer que Florencio Cornejo también es la pintura narrativa de un doble entierro: el de un hombre consumido por la fiebre y la enfermedad, y el de un país mortecino, gárrulo y demacrado, que se extingue enfangado en su propia ordinariez. Florencio Cornejo es, en este sentido, un cuadro más de José Gutiérrez-Solana, otro óleo compungido donde busca retratar el alma de su país. Como tal, me parece, ha de ser leído.

miércoles, 20 de agosto de 2025

El ocaso de la democracia

 


Recuerdo que, cuando terminé de leer el espléndido libro Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue que yo (espero que no suene a petulancia) lo hubiera titulado Todo lo que parecía sólido, porque ninguna construcción político-social es eterna o inmutable. Ahora descubro, en el libro El ocaso de la democracia, de Anne Applebaum, esa misma idea. Es verdad que en la mayor parte de los países occidentales vivimos bajo regímenes democráticos, pero esa situación (amable, aunque perfectible) puede verse subvertida en cualquier momento. “Dadas las condiciones adecuadas, cualquier sociedad puede dar la espalda a la democracia”, nos explica la autora. Y lo terrible es que, si observamos con atención, ese proceso parece haber comenzado en muchas partes del mundo, con la aparición de partidos o figuras de clara vocación totalitaria, que se sirven de las redes sociales y de la constante manipulación psicológica para crear atmósferas adecuadas a sus intereses. Anne Applebaum lo va analizando en los casos de Polonia, Hungría, Inglaterra, Estados Unidos, Italia o España.

Partiendo de las inseguridades, los miedos o las equivocaciones de los gobiernos democráticos, las termitas del autoritarismo comienzan su trabajo de forma lenta, eficaz e implacable, convenciendo a un número creciente de ciudadanos de la necesidad de dinamitar el Estado y construir otro modelo rector, basado en la Patria, la Raza, la Religión o cualquier otra mayúscula por el estilo. Esa operación se urde meticulosa y orgánicamente, a través de un conjunto de actuaciones muy bien sincronizadas (“Los autoritarios necesitan a gente que promueva los disturbios o desencadene el golpe de Estado. Pero también necesitan a personas que sepan utilizar un sofisticado lenguaje jurídico, que sepan argumentar que violar la Constitución o distorsionar la ley es lo correcto. Necesitan a gente que dé voz a sus quejas, manipule el descontento, canalice la ira y el miedo e imagine un futuro distinto”); y también a través de la repetición de amenazas conspiratorias o fantasmales, que sean capaces de convencer mediante la repetición a las mentes menos analíticas o menos informadas (“El atractivo emocional de una teoría conspiranoica reside en su simplicidad. Explica fenómenos complejos, da razón del azar y los accidentes, ofrece al creyente la satisfactoria sensación de tener un acceso especial y privilegiado a la verdad”). Basta con buscar a alguien a quien atribuir todos los males de la nación (Soros, los comunistas, los musulmanes, los ateos, los fascistas, los judíos) y proyectar sobre esas personas todos los odios, todos los rencores, todas las incapacidades propias. El cóctel no puede ser más eficaz ni más peligroso.

¿Se trata de un proceso irreversible? Posible y tristemente, sí. Primero, porque el grito resulta para la mayoría de la población más convincente que el análisis; y la pirotecnia es más llamativa que los trajes grises. Y segundo porque la unidad es “lo que constituye una anomalía: la polarización es normal. También el escepticismo con respecto a la democracia liberal es normal. Y el atractivo del autoritarismo es eterno”. Una larga y aburrida negociación no dispone del mismo fulgor que un puñetazo en la mesa; una sonrisa o un apretón de manos no puede competir “espectacularmente” con el mentón elevado de Mussolini, los ladridos histéricos de Hitler o el rictus soberbio de Trump.

De todos modos, Applebaum prefiere cerrar su ensayo con un párrafo donde deja abierta la puerta a la esperanza: “Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que la historia puede volver a irrumpir en nuestra vida privada y reorganizarla. Siempre hemos sabido (o deberíamos saberlo) que ciertas visiones alternativas de nuestras naciones intentarían arrastrarnos consigo. Pero puede que, al abrirnos camino a través de la oscuridad, descubramos que juntos podemos oponerles resistencia”. Es hora de elegir.

lunes, 18 de agosto de 2025

La nieta del señor Linh

 


Cantaba el maravilloso Joan Manuel Serrat que, de vez en cuando, la vida nos besa en la boca y a colores se despliega como un atlas. También sucede con el mundo de los libros. Algunos son como los días negros del calendario: normales. Otros están teñidos de rojo, y te provocan una gran alegría, convirtiéndote en devoto de ese autor o autora. Y un pequeñísimo porcentaje (los milagros no pueden ser tumultuosos) se convierten en hitos mágicos: te emocionan, te llenan el corazón y subrayan de lágrimas tus ojos (no por tristeza, sino por una enorme gratitud, por una inabarcable felicidad). Me acaba de ocurrir con esta novela de Philippe Claudel, que traduce José Antonio Soriano Marco y que publica el sello Salamandra bajo el título de La nieta del señor Linh. ¿Experimentará la misma embriaguez cualquier persona que se acerque a este libro? Indudablemente, no, porque el mundo de la lectura está sujeto a infinidad de variables subjetivas: lo que para una persona es prodigioso, para otra ingresa en el fastidio más insufrible. Creo que está bien que así sea.

Conocemos desde el principio al anciano señor Linh, quien tras haber sido testigo de la muerte de su esposa, su hijo y su nuera coge en brazos a su pequeña nieta Sang Diu y abandona para siempre su triste país destrozado por la guerra. Está aturdido. Está confuso. Pero sabe que tiene que seguir luchando por la pequeña. De ahí que, cuando desembarca en un país cuyo idioma no conoce y se le ubica en un centro de refugiados, sigue esforzándose por sacarla adelante. Apenas come, apenas le quedan fuerzas, pero “la lleva en brazos como se lleva un tesoro” (p.61). Un día, se sienta junto a él en un banco público un hombre gordo, que fuma muchísimo y que le habla con amabilidad, recordando sobre todo a su esposa. El señor Linh no lo entiende. El señor Bark tampoco lo entiende a él. Pero sus soledades se acompasan y van fraguando una deliciosa relación. Gracias a los gestos, a las fotos que se enseñan el uno al otro, al tono pausado en que se hablan, ambos sienten que se han convertido en amigos, hasta el punto de que el señor Linh, pensando en la esposa de Bark, se plantea una hermosa hipótesis: “Puede que haya muerto. Está en el país de los muertos, como la suya, y quizá, se dice, quizá en ese lejano país su mujer y la mujer del hombre gordo se han encontrado, como se han encontrado ellos. La idea lo emociona. Lo reconforta. Espera que haya ocurrido así”, pp.63-64). El señor Bark, agradecido por la forma amable en que el señor Linh escucha sus penas, le regala un pequeño vestido para su nieta. Pero esa felicidad se torcerá cuando las autoridades decidan recluir al señor Linh en otro sitio de la ciudad, sin que le dé tiempo a avisar (¿y cómo hacerlo, si no conoce su idioma?) a su amigo.

Lo dejo aquí. Busquen ustedes el libro y paseen por las páginas conmovedoras y entrañables de esta historia que a mí, honestamente, me ha tocado el corazón.