miércoles, 20 de noviembre de 2024

El bigote


 

En ocasiones, un argumento de novela que comienza con tintes humorísticos o absurdos se va complicando hasta que, mientras entornamos los ojos y tragamos saliva, nos asalta la impresión, honda e inquietante, de que al fondo de la historia late algo más. Es lo que ocurre, indudablemente, con El bigote, la propuesta narrativa que firma Emmanuel Carrère y que, traducida por Esther Benítez, podemos disfrutar gracias al sello Anagrama. En las primeras páginas, la sonrisa no se ha borrado de nuestro rostro: el protagonista, después de haber insinuado ante su mujer que debería afeitarse el bigote (que lo ha acompañado desde hace tantos años que ella, incluso, no lo conoce sin él), aprovecha una salida de ella para rasurarse y observar su reacción cuando regrese. El problema es que, cuando lo hace, ni un solo músculo se altera en el rostro de Agnès. ¿Cómo es posible que haya conseguido camuflar tan ágilmente su sorpresa? Para su pasmo, tampoco los amigos con quienes cenan emiten comentario alguno sobre tan drástica transformación. Enojado por este evidente complot burlesco, el protagonista se decide a pedirle explicaciones a Agnès, pero ella se sorprende y le responde que por qué le pregunta algo tan extraño, cuando es obvio que jamás ha llevado bigote.

A partir de ese punto, asistimos a un crescendo de tensión que los conduce a “una especie de guerrilla conyugal” (sic), en la que el narrador se siente molesto por convertirse en diana de una broma absurda y pertinaz. Pero las revelaciones no han hecho más que empezar, porque sus dos compañeros de trabajo (Samira y Jérôme) también insisten en que nunca ha ostentado un bigote. El narrador, harto de esta asfixiante situación, pide a Agnès que le muestre las fotos que se tomaron durante las vacaciones en Java, donde podrá comprobar que sí lo llevaba, pero la mujer es tajante: nunca han estado en Java. ¿Quiere su esposa volverlo loco? ¿Ha enloquecido ella? ¿Se trata de una broma de un barroquismo sofocante?

La persona que coja el libro y lo vaya recorriendo avanzará de sorpresa en sorpresa y deberá elaborar su propia hipótesis, pero me apuesto lo que quieran a que no acertarán con el final de la historia, cuyos hilos Emmanuel Carrère maneja con un virtuosismo indiscutible.

Muy curiosa.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Monstruos en la pared

 


Como cualquier persona, tengo defectos y, quizá en menor medida (no me dejaré engañar por la vanagloria), virtudes. Pero creo poder afirmar sin demasiada inexactitud que entre las últimas se encuentra (no sé si en primer término, pero sí en principalísimo lugar) mi condición de buen lector. Más de cuarenta años con libros en la mano me han servido, estoy seguro, para ir afinando mi mirada y mi olfato, que me permiten descubrir con cierta rapidez a los buenos. Y con Ismael Orcero Marín llegué a esa conclusión desde el principio: es un bueno. Lo intuí con su primera entrega en Boria (https://rubencastillo.blogspot.com/2018/02/el-fin-del-mundo.html); lo refrendé con la segunda en la misma editorial (https://rubencastillo.blogspot.com/2021/07/teatro-fantasma.html); y lo rubriqué con la aproximación a sus impresionantes textos Deuda de sangre (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/01/deuda-de-sangre.html) y el no menos estupendo Penitencia (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/10/penitencia.html).

Ahora, el sello Niña Loba tiene el exquisito buen gusto de poner encuadernación al conjunto de relatos Monstruos en la pared, que muestra una ilustración de cubierta tan llamativa como entrañable. En su interior, nueve historias en las que traumas, recuerdos y obsesiones de la infancia adquieren brillante forma literaria y nos permiten sumergirnos en un mundo que, siendo pretérito, tan cercano se encuentra aún: personas que sufren el trauma de una pérdida, asombrosas peripecias ambientadas en la pandemia de 2020, mujeres que arrastran con el fruto de una equivocación de su juventud, desmanes que se cometen (que quizá todos hemos cometido) durante la niñez, venganzas que se disfrutan con deleite al cabo de los años, leyendas sobre un personaje estrambótico… El imaginario de este volumen es tan amplio como sugerente. Pero, por encima de todo, quisiera que se fijasen ustedes (si tienen el buen juicio de acercarse hasta las páginas de la obra) en el primor vigoroso con el que están escritas, en la energía secreta que nutre el estilo de Ismael Orcero. Y si lo hacen querrán, en la mayoría de los casos, visitar sus trabajos anteriores y seguir disfrutando de sus historias.

Acepten la sugerencia y búsquenlo.

sábado, 16 de noviembre de 2024

El cuento de Navidad de Auggie Wren

 


Paul Auster se vio una vez atrapado por un compromiso que, según nos cuenta, propició él mismo diciéndole que sí al New York Times y que consistía en crear un cuento navideño para publicar en el periódico. El asunto es que, una vez aceptado el encargo, no supo qué podía escribir, porque su espíritu navideño era, cómo diríamos, más bien endeble. Por fortuna, cuando compartió esa zozobra con su amigo Auggie Wren, que regentaba un local en el que Paul compraba puritos holandeses, todo comenzó a solucionarse, porque este último se avino a contarle un suceso en el que se vio involucrado y que tenía ambientación navideña.

Con ese planteamiento de partida, el escritor de Nueva Jersey se adentra por la vieja línea de los cuentos “escuchados”, que desde la época medieval ha dado miles de frutos interesantes, y nos deja en los ojos una historia a mitad de camino entre lo sensible y lo irónico, que en esta preciosa edición de Booket se completa con las ilustraciones de la argentina Isol.

No les cuento más para no estropearles la sorpresa.

Buen regalo para el próximo mes.

jueves, 14 de noviembre de 2024

A hombros de gigantes

 


Sabemos que los objetos que manejó madame Curie (Maria Slodowska) quedaron hasta tal punto impregnados de radiactividad que llegaban a emitir luz; y aún se conservan, en cajas revestidas de plomo en la Biblioteca Nacional de Francia, en París, las notas manuscritas que dejó la genial investigadora. Esa imagen fue la primera que vino a mi mente cuando terminé A hombros de gigantes, el último poemario de Rosario Guarino: la de una persona que, gozosamente empapada por los mitos, los dioses y las figuras legendarias del mundo grecolatino, irradia luz en forma de versos y nos alcanza, y nos asombra, y nos contamina (en el sentido admirable y hermoso que tal verbo adquiere en la canción interpretada por Víctor Manuel y Ana Belén).

Por eso, asomando sus rostros y sus historias míticas, vemos que en cada renglón de estas páginas surgen Zeus y sus transformaciones; el soberbio Ares, derrotado por la sin par belleza de Afrodita; la excelencia endecasílaba de “Lo ineludible”; los estériles y desgarradores esfuerzos de Casandra por ser creída; el célebre caballo de Troya (que más bien debió de ser yegua, según sugiere la poeta, pues se encontraba preñado de soldados); los hipérbatos elegantísimos y sonoros que enjoyan casi todos los poemas; la extenuación acuática del enamorado Leandro; la delicada viñeta autobiográfica de “Agosto”; el inesperado humorismo de ”El pacto”; el admirable desparpajo reivindicativo de Lesbia, que se yergue ante el caprichoso Catulo… Y de pronto, con lentitud inteligente, se van colando en los poemas alusiones al intertexto, a las ondas hertzianas, al ciberespacio, a las vespas, a la “Cartagena tres veces milenaria”, a María del Mar Bonet o Aurora Saura, a esa hija que escucha las historias de la madre… y, cuando examinamos el conjunto y realizamos un balance, parece encenderse una luz en nuestra cabeza y nos detiene la duda: ¿no estará la poeta, al hablar de los clásicos, hablando de nosotros? ¿No estará retratando con sus historias antiguas el corazón atribulado, o torpe, o febril de quienes ahora latimos? Les ahorraré todo el tiempo que podrían invertir en llegar a una conclusión y les facilitaré la respuesta: no les quepa duda. Charo Guarino, escribiendo del ayer, escribe del hoy. Glosando historias polvorientas, pinta el mundo que nos rodea. Hablando de ellos, habla de sí misma. Y de mí. Y de ti. Por eso hay que leerla.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Las luces de septiembre

 


Mentiría si dijera que la novela juvenil Las luces de septiembre, de Carlos Ruiz Zafón, me ha desagradado. Pero mentiría también si dijese que me ha gustado. Lo más exacto sería declarar, honestamente, que he experimentado con ella unas sensaciones ambiguas. La prosa, desde luego, es bastante atractiva, sobre todo si se toma en consideración que está dirigida a un público adolescente; y también es atractiva la manera en que construye el relato, con un impoluto ensamblaje de escenas que se van alternando en espacios y tiempos distintos. En esos aspectos, chapeau. No es que me gusten mucho las historias tan fantásticas como esta, con sus sombras diabólicas, sus inquietantes presencias nocturnas o sus robots poseídos por fuerzas maléficas, pero tampoco las rechazo de plano.

El problema, en mi opinión, es que al novelista se le ve sudar en este libro. Es decir, se advierte el esfuerzo (el esfuerzo a veces estruendoso) que hace en cada página por impresionar a los lectores, sobrecargando de adjetivos y sustantivos infatuados cada párrafo y estirando las escenas más inquietantes o aterradoras (estirándolas demasiado, como si fueran un chicle negro). Y la conjunción de esos esfuerzos asemeja algunos segmentos de la novela al rostro de ese culturista que, obligado a sonreír ante las cámaras de los fotógrafos, está rojo y parece a punto de explotar. No sé en qué medida resulta inteligible para un quinceañero leer, por citar un ejemplo, que “la linterna, una suerte de émbolo que coronaba la cúspide de la cúpula, desprendía un hipnótico halo de reflejos caleidoscópicos” (p.294). Y el ejemplo está escogido entre muchos similares.

Obviamente, no juzgo a Carlos Ruiz Zafón un mal autor juvenil, ni mucho menos. No se me pasa por la cabeza incurrir en ese dislate, aunque sí que lo considero, después de leer esta obra, inferior a José María Latorre o César Fernández; y, por supuesto, muy por debajo de la reina del género juvenil (Care Santos) y del rey del mismo género (César Mallorquí).

¿Repetiré con él? No les quepa duda. Aunque, probablemente, me decida por el abordaje de alguna de sus novelas dirigidas al público adulto, a ver qué tal.

Si ustedes son tan amables de esperarme, ya les contaré.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Escenas de cine mudo

 


“Desde cada fotografía, nos miran siempre los ojos de un fantasma”, escribe con languidez Julio Llamazares en el capítulo 2 del libro Escenas de cine mudo. Da igual que la imagen reproduzca a nuestros abuelos, a nuestros padres, a nuestros amigos ya fallecidos, a nosotros mismos o incluso a nuestros hijos o nietos. Nada importa. El formol de la imagen ha cuajado un instante que ya no existe, porque los segunderos del reloj avanzan siempre inexorables y nuestras células apenas saben nada de poesía ni de eternidad. Caminamos en el tiempo; y, caminando, nos vamos desgastando, erosionando, yendo. Consciente de esa evidencia, el gran escritor leonés recupera (o inventa, qué más da: queden las precisiones de ese rango para otros) su infancia en un pueblecito minero, su amor por las carteleras del cine, sus primeros cigarrillos, sus amigos iniciales, la escuela (donde su padre impartía clase), la blancura de la nieve, el frío, el motorista que se mató ante sus ojos, los músicos que acudían a tocar pobremente en las fiestas. Él era entonces “un niño rubio vestido con pantalones largos y un jersey de lana gorda verde y blanco” (cap.1), con un hermano mayor que se había ido a estudiar fuera y que terminaría convenciéndolo para que emprendiese idéntico camino. Ahora, bastantes años después, el narrador ha podido revisitar las fotos que su madre “guardó y conservó hasta su muerte” y ha añadido melancólicos “pies de fotos personales para este álbum perdido” (cap.4). El resultado es una obra lánguida, reflexiva, honda y magnífica, donde se medita sobre uno de los grandes temas: el paso del tiempo. Lo impresionante es que el escritor no recurre a efectos burdos o lacrimógenos (que tan habituales resultan en otros libros de este tipo), sino que se limita a contarnos lo que nosotros ya sentíamos desde siempre, pero habíamos sido incapaces de convertir en las palabras adecuadas. Por eso Llamazares, no lo duden, es un grande.

sábado, 9 de noviembre de 2024

La suma y la resta

 


Podría utilizar solamente una palabra para definir este libro y sería “Mujeres”. Pero, como todas las definiciones, su brevedad conceptista puede llevar a equívocos. Es evidente que este libro se centra en las mujeres (todos los relatos están titulados con el nombre de una, para empezar), pero ese detalle no debe conducirnos a la aplicación de una etiqueta limitante o reivindicativa. En absoluto. Irene Jiménez se propone en estas páginas trazarnos un retrato mucho más ambicioso, porque abarca la realidad (es decir, el entorno en que vivimos) y la humanidad (es decir, quienes en él vivimos).

Seguro que todos hemos escuchado alguna vez a alguien que nos ha subrayado con énfasis que su vida es una novela, y que si supiera escribir la plasmaría en un libro impresionante. Es rigurosamente falso. Todas las vidas, hasta la más gris o la más anodina (pensemos en Fernando Pessoa o en los personajes de Miguel Delibes o Juan Rulfo) son susceptibles de ser miradas de una determinada forma y ser convertidas en palabras con habilidad y destreza. Ahí reside la literatura, y no en las peripecias, los violines de fondo o los zambombazos del azar. Por eso, el despliegue que lleva a cabo Irene Jiménez en las páginas de este libro conmueve e impresiona tanto. Quedándose en silencio, mirando a sus personajes con mucha concentración y escogiendo luego los vocablos para convertir sus días en texto, el resultado es una literatura excelente, en la que todos los relatos se unen con hilos tenues, que aproximan el conjunto al espíritu de una novela (Tana está a punto de llegar a mayoría de edad en el primer cuento; Manuel decide alquilar una vivienda en el segundo; Hortensia es la dueña de esa vivienda y aparece en el tercero; Tana es una niña de cuatro años en el último; etc). De esa manera, la escritora construye una tela de araña de brillante perfección, en la que se aprecia una impoluta geometría. O, mejor, un mosaico de teselas impecables, en el que los colores muestran un delicado equilibrio. O, mejor, la vida, sin más.

Porque de eso se trata en el fondo: de explicarnos un espacio y un tiempo llenos de cigarrillos, música, conversaciones, anocheceres, tristezas, juegos infantiles, duchas, joyas, parterres, proyectos frustrados, viajes, balcones y cafés. Y en esa zona amplia y poliédrica (fría a veces, tibia a veces, cálida a veces) sitúa a sus personajes y los observa maniobrar, apuntando sus emociones y sus giros.

Acudamos a la página 80 del volumen y escuchemos lo que piensa Gloria: “Una de sus teorías, por ejemplo, era la de la suma y la resta. A decir de Gloria, mucha gente entendía la vida como una resta, la de todo aquello que nunca iba a poder hacer. Pero la vida había que entenderla como la suma de lo que se había hecho, porque así el resultado no era equivalente, sino siempre superior”. Mediten sobre ese fragmento y luego acudan al libro. Ya verán.