domingo, 16 de noviembre de 2025

Elocuencias de un tartamudo

 


Disfruto, como quien saborea una pequeña caja de bombones selectos, el libro Elocuencias de un tartamudo, de Eduardo Halfon. E insisto en mi idea de ir, poco a poco, leyendo todas sus obras: me encanta su forma de escribir.

Aquí, en este volumen publicado por Pre-Textos, nos encontramos con un bello ramillete de historias entrañables (“A veces Micaela”) o terribles (“Peligro de extinción”), donde se conserva en toda su pureza el aroma de la oralidad, y que fueron escuchadas por el narrador “en Guatemala, en México, en Iowa City, en La Habana, en La Rioja, en Ginebra” (p.12). Pero que nadie piense que esa oralidad se traduce en un estilo desgalichado o ramplón. El guatemalteco dota siempre de un brillo especial a sus páginas y se preocupa de que los adjetivos y los verbos fuljan con una gracia extrema (uno de los personajes “hablaba áspero, como roncando las palabras”, nos dice en la p.31). De tal manera que, seducidos por la maravilla de su escritura, vamos enterándonos de cómo el baile puede salvar una vida (“La pinta brava de un varón”), cómo existen árboles que necesitan ayuda e instrucciones para fructificar (“La serenidad del brujo”) o cómo ciertos profesores indignos, tras ser denunciados por acoso sexual, optan por poner fin a su respiración (“Siempre un pecho”).

Una delicatessen, vaya.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Alves & Cía

 


Godofredo de la Concepción Alves (un próspero empresario de 37 años) sabe que su socio Machado (que tiene 26) anda sumido en un misterioso jaleo de faldas, pero no entiende que los devaneos eróticos del joven sean de su incumbencia. Lamentablemente, cuando se dirige por sorpresa hacia su casa para celebrar con su esposa Ludovina el aniversario de bodas, descubre a esta en los brazos del desahogado galán. Y todo su mundo se viene abajo (“Deseó verdaderamente morir”, anota Eça de Queirós en el capítulo III). Un dolor infinito lo desgarra y, tras descubrir los mensajes apasionados que ella ha escrito para su amante, Alves siente que llega al borde del acantilado (“Si una palabra bastase, una orden dada bajito a su corazón para que se detuviese, diría esa palabra tranquilamente”, III).

A partir de ese instante, oscilando entre la ira y el absurdo, Alves concebirá mil propósitos sin pies ni cabeza, que se contradicen unos a otros: matar al ofensor, quitarse la vida, plantear un duelo, expulsar a la mujer de su casa (circunstancia que su suegro aprovecha de forma mezquina para arrancarle una sustanciosa pensión mensual), requerir el consejo de sus amigos más cercanos, mantener el secreto del agravio… De tal forma que, en realidad, estamos siendo invitados para que contemplemos, en respetuoso silencio, la desolación de un hombre que, siendo feliz, es expulsado del paraíso, y que tiene que reconstruir su vida, advirtiendo desde el principio “de un modo agudo y doloroso la evidencia de su soledad” (cap.VIII).

Bondadosa y con un final feliz (o, al menos, resignado), esta novela de José María Eça de Queirós me ha deparado dos intensas tardes de lecturas. La recomiendo.

jueves, 13 de noviembre de 2025

El exclaustrado

 


En ocasiones, el pasado se niega a cumplir su misión y diluirse en el olvido; y, cuando tal sucede, puede llegar a adquirir una densidad inquietante, donde el sofoco, el remordimiento o la culpa golpean sin misericordia. Juan Cabrera, durante treinta años, profesó en el cenobio de Ciriego. En esas décadas, la oración, la meditación, las lecturas sacras y la estricta observancia de las normas conventuales constituyeron la base de su vivir. Al cabo de ese tiempo, herido por una crisis espiritual, solicitó una dispensa para abandonar sus votos. Ahora, a los setenta y dos años, vive en un pequeño apartamento de Argüelles, rodeado de libros y con la única compañía humana de una asistenta que se ocupa de la limpieza y la comida. Su cotidianidad es ahora apacible, pero un personaje del pasado (un novicio cuya expulsión del convento propició con una denuncia por inmoralidad) vuelve a adquirir presencia ante él: se llama Antón Rubial y es profesor de Derecho de Jaime, sobrino del exclaustrado. Lejos de haber olvidado aquella afrenta pretérita, Rubial maquina una venganza implacable contra Juan Cabrera, en la que inyectar todo el odio rencoroso que siente por él: esa “enemistad sine die” (p.62) va a adquirir gradualmente en la narración unas dimensiones perturbadoras. Y Cabrera, que abandonó el convento para recluirse en un piso y que siente que “la resultante de todo aquel proceso de exclaustramiento-enclaustramiento fue el vacío” (p.155), resultará avasallado por ese vendaval de ira biliosa.

Novela de grandes profundidades conceptuales y de gran (y filosófico) rigor léxico, El exclaustrado nos invita a reflexionar sobre la vigencia, el significado y la fortaleza (o debilidad) de la fe en nuestro tiempo, a la vez que actualiza narrativamente la vieja escena tentadora del Edén bíblico, con su serpiente, su manzana y sus desprevenidos humanos.

Con la adición de múltiples citas (Antonio Machado, Heidegger, santa Teresa, Sartre, Shakespeare, García Lorca o Benavente), Álvaro Pombo despliega ante nuestros ojos un texto exigente, de elevada esencia, que a Miguel Espinosa (es mi impresión) le habría encantado. A mí también.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

Todos los fuegos el fuego

 


Da igual por dónde lo relea: si retomando sus libros más juveniles o los de su madurez. Da igual dónde y cómo lo relea: en la playa, con calor sofocante, o en el sillón navideño. Julio Cortázar siempre me deja una sensación de maravilla en los ojos y en el cerebro. Tras la explosión de lectura que le dediqué durante mis tres últimos cursos universitarios, luego lo he ido revisitando durante los treinta años siguientes con el mismo fervor. Ahora lo hago con Todos los fuegos el fuego, que compré en Expo-Libro (me lo vendió mi amigo Alfonso) el 6 de marzo de 1990: así consta en una anotación a bolígrafo en el tomo de Pocket/Edhasa.

¿Será necesario que detalle los argumentos de los relatos? ¿Será necesario que me detenga en aplaudirlos uno por uno? ¿Será necesario repetir mi éxtasis tras cada punto final? Entiendo que no. Cada uno de ellos constituye una apuesta y una aventura, que absorbo con deleite: he sufrido el atasco sofocante que tupe la carretera que conduce hacia París (“La autopista del sur”); me he apurado con las triquiñuelas bienintencionadas que planifica una familia para conseguir que una anciana de salud quebradiza no sufra (“La salud de los enfermos”); he participado en los prolegómenos de la revolución cubana, arrastrándome por la selva bajo las balas y los mosquitos (“Reunión”); he vuelto a maravillarme con la prodigiosa mezcla de voces y perspectivas de “La señorita Cora”; y, por supuesto, he corrido en medio de la niebla nocturna, huyendo junto a Rice y John Howell, sin saber muy bien de qué, de quién y por qué.

Brillante, versátil y siempre contundente, el narrador argentino me lleva por los caminos que quiere. Y yo, tan dócil como satisfecho, me dejo conducir. Como es habitual, el resultado es una experiencia (re)lectora de primera magnitud: no en vano es uno de mis dioses literarios, desde 1987.

martes, 11 de noviembre de 2025

Cobardes

 


Goethe escribió famosamente sobre las “afinidades electivas” y, en ocasiones, he pensado en cuánto de afinidad electiva inversa hay en el mundo de los libros. Porque estoy convencido de que son las obras (o, dicho de una forma quizá más exacta, los estilos) los que te buscan a ti. Y, también, los que te apartan. Estilos como los de Marguerite Duras, Hemingway o Faulkner, a mí, concretamente, me tiran para atrás. No me interesan. No me seducen. No son lo mío. Pero otros sí que lo son, desde mi primer encuentro: Cortázar, Borges, Neruda, Delibes. Entre mis contemporáneos también he encontrado algunos de esos imanes luminosos; y Jesús Feliciano Castro Lago figura en dicha nómina.

Lo corroboro con la lectura de Cobardes (Siete relatos sobre gente como tú y como yo), que el sello Talentura tuvo el acierto inteligente de publicar y que nos entrega unas espléndidas narraciones sobre quebrantos del corazón y sobre flaquezas del espíritu que están protagonizadas (nunca un subtítulo fue tan verdadero y tan atinado) por personas como nosotros: novias infieles que deben enfrentarse a un vuelco en sus vidas; mujeres que tropiezan con antiguas compañeras de instituto; esposas que sufren la humillante realidad de que sus maridos las engañan de forma flagrante; niñas que sienten en su primera revisión ginecológica la incomodidad de unos tocamientos sospechosos; profesores sometidos a una experiencia vejatoria; viudas súbitas; o madres que deben cuidar de la nueva (y al principio indeseada) mascota de su hija. Seres heridos, infelices y atribulados que soportan los oleajes de un océano llamado mundo; y que, como sea, tienen que sobrevivir.

Castro Lago es maravilloso, oigan ustedes. Si yo tuviera 19 años, en lugar de 59, escribiría que soy muy fan. Búsquenlo.

lunes, 10 de noviembre de 2025

A la orilla de un pozo

 


Con aquella mala leche que constituía lo peor de su espíritu, Francisco Umbral definió a Rosa Chacel, en su libro Las palabras de la tribu, diciendo que era “una bruja cruzada de Mary Poppins”. Y en varios lugares de ese libro (y de otros) pregonó que se trataba de una novelista artificial, inventada por Ortega y Gasset. En mi juventud, esas impertinencias extraliterarias del madrileño me produjeron (ahora me avergüenza reconocerlo) algunas sonrisas, pero con la madurez me ha llegado la convicción de que los denuestos, si es necesario exhalarlos, deben estar referidos a una obra; jamás a una persona.

Me acerco hoy a los treinta sonetos rotundos, impecables, de factura clásica y resonancia solemne, que la vallisoletana reunió en el volumen A la orilla de un pozo y que ahora son reeditados por Laura Cristina Palomo Alepuz y el sello Cátedra, en el espléndido tomo Una firme razón para el deseo. En ellos se puede encontrar una dicción majestuosa y brillante, mediante la cual, con tinta marmórea (el soneto tiene mucho de recinto de mármol, pese a que el juguetón Pablo Neruda lo llamase “casa de catorce tablas”), Rosa Chacel dibuja espacios de amistad y elogio, para que queden allí ambarizadas las figuras de algunas personas con las que mantuvo durante años una estrecha relación, literaria y/o humana (Concha de Albornoz, Rafael Alberti, María Teresa León, Luis Cernuda, Concha Méndez, Nikos Kazantzakis, María Zambrano). Y lo hace no solamente con un vocabulario amplio y culto, sino también incorporando rimas de lujuriosa diversidad (“argentina/endrina”, “brillo/cabritillo”, “borrasca/masca”, “escorpiones/lecciones”, “arañas/mañas”) y también imágenes muy bellas, como esa música que, nos dice, se encuentra dentro del pentagrama “en ejemplares líneas prisionera” (soneto 21).

Me encantan también muchos de los versos finales, que se quedan vibrando en la memoria, con sonoridad magnífica. Y en algunos casos con mensajes especiales dirigidos de forma íntima a la persona homenajeada. Véase cómo le dice a Concha de Albornoz que “Piso el fantasma que arde en mis desvelos” (soneto 1), cómo le dice a Rafael Alberti que “¡La vida es gracia y el reír no cuesta!” (soneto 2) o cómo sentencia ante Luis Cernuda, poeta amicísimo: “Pero es tuyo el secreto de la noche” (soneto 12).

Estos versos de Rosa Chacel son, en el mejor y más alto sentido de la expresión, “música clásica”. Y como tal creo que deben ser leídos. Ahora, gracias a esta primorosa edición de Cátedra, podemos hacerlo con toda comodidad.

sábado, 8 de noviembre de 2025

De dama a zorro

 


Resulta inevitable pensar en La metamorfosis, de Franz Kafka, mientras se lee la novela corta De dama a zorro, de David Garnett (a la que he tenido acceso gracias a la traducción de Enrique Murillo). Y no solamente porque nos encontremos con un personaje que se transmuta en un animal (eso también puede ser observado en La odisea, en El asno de oro y en otras fabulaciones), sino porque la carga reflexiva del texto se deposita sobre el modo en que tal cambio físico influye sobre las personas que rodean a la protagonista.

Aquí, de forma súbita, mientras pasea con su esposa Silvia por la campiña, el señor Tebrick se queda perplejo al comprobar que ella se convierte en un zorro. El asombro y la mudez lo paralizan, lógicamente; pero no puede haber lugar a dudas: el brillo que advierte en los ojos del animal y la forma en que se frota con su pierna le dejan claro que, bajo su pelo áspero y su olor acre, sigue estando el espíritu de su mujer. A partir de ese instante, su vida tiene que experimentar una aguda adaptación: mata a sus perros para que no dañen a Silvia (una escena harto cruel), despide a los sirvientes para que no adviertan la mudanza y, arrodillado, reitera ante el zorro sus votos de amor (“Te juro, cariño, que toda mi vida te seré fiel, te respetaré y te veneraré, porque tú eres mi esposa. Y no lo haré porque piense que Dios será compasivo y te devolverá a tu anterior forma, sino simplemente porque te amo”). La situación, tan compleja de sostener desde el punto de vista lógico, es aceptada sin cortapisas por el lector, que se deja llevar por el encanto narrativo de Garnett. Y, siguiendo la ruta trazada por ese encanto, admite también el cómico enfado de Tebrick cuando Silvia devora los alimentos de forma desagradable (“¿No te da vergüenza, Silvia, ser tan atolondrada, comportarte como una palurda sin educación?”) o cuando trata de jugar a las cartas con ella. Pero la situación se irá volviendo cada vez más cenagosa conforme afloren los instintos animales del zorro, que luchará para escapar del control de Tebrick y volver a su ámbito salvaje, como la naturaleza le dicta.

Un curioso relato, que nos invita a admitir el absurdo como una circunstancia plausible y que, a la vez, nos traslada interesantes reflexiones psicológicas sobre el ser humano.