lunes, 24 de noviembre de 2025

A las fracciones papá les llamaba quebrados

 


Abres este volumen de poesía porque te ha llamado mucho la atención su título: A las fracciones papá les llamaba quebrados, algo tenía que romperse. Con una sonrisa recuerdas que tu padre también te enseñó a sumar y restar quebrados, en las siestas bochornosas de un lejanísimo agosto. Lees el nombre del autor: Alkaíd Marino (Ciudad de México, 1980). Luego detienes tus ojos en el primer poema, donde la madre “partía el pan sobre la mesa de la escasez” y donde el padre “dividió el corazón de la familia”. E intuyes que vas a asistir a un triste espectáculo de aritmética triste, a operaciones de fractura. Y así es, en efecto.

El niño mal estudiante nos confiesa con amargura que, tras las quejas del maestro al padre, “el cinturón duele; duele en la espalda, en las piernas”; luego nos habla de incomunicación y desajuste en el ámbito doméstico (“Un número / sobre otro número: / mis padres jamás llegarían / a ningún resultado”); o comparte con la persona que está leyendo la zozobra que suponía acudir todos los días a clase (“Odié esa escuela: nadie quería ser mi amigo”); o susurra el impresionante poema “Concilio del insomnio”, donde se dirige al padre, que desapareció en su infancia. Y todo ese maelstrom de tristezas provoca que la voz que dicta este poemario se adentre en sí misma: “Me da miedo. Me da miedo ese lugar que soy. / Me da miedo la soledad. El frío que puedo ser: / estar solo conmigo. Esas cosas que malgasto, / que rompo, que termino siendo. Me da miedo”.

Un ejercicio durísimo de introspección, memoria y lágrimas que recomiendo leer en respetuoso silencio y en soledad.

domingo, 23 de noviembre de 2025

Cuando corríamos por la vida


 

¿Ante qué clase de obra nos encontramos al abrir las páginas de Cuando corríamos por la vida? La respuesta no es fácil, porque los poliedros no admiten resumen. Pero arriesgaré una hipótesis: un libro de amor, por encima de todo. Pero un amor expansivo, grande, tentacular, que adquiere ropajes diferentes: amor a la pareja, amor a los hijos, amor a la vida misma, al transcurrir del tiempo, a la exaltación de los sentidos físicos, al sexo, al olor de los tomates recién cogidos, al periquito que se murió en su jaula, después de haber alegrado con su trino redondo las estancias de la casa. Cuando corríamos por la vida es pura vida, palpitación, plenitud. El gozo lo traspasa y le da sentido. Nos habla de una niña que no entendió nunca por qué a los chicos les estaban permitidas cosas que a ella no; que se sumergió en los libros que su padre guardaba “en un mueble bajo, cerrado con llave”; que ha contemplado el “verde gris de los olivos”; que ha tratado de conseguir que sus hijos se conviertan en personas fuertes y felices; que ha circulado por la existencia como un barco valiente y decidido; que nos hace temblar de emoción mientras leemos el bellísimo homenaje “La cuerda que nos une”, dedicado a su progenitor; que nos conduce hasta el llanto (a mí, al menos) con el conmovedor poema que tributa a José Cantabella; y que, al cabo, nos relata muchos pliegues de su corazón y de su memoria con versos magníficos, que nos susurran y nos erizan bajo la excepcional ilustración que Carmen Cantabella asocia al poemario.

A veces, la tiniebla del miedo se ha acercado hasta su corazón (esas noches en que el hijo tarda demasiado en volver a casa) o hasta su familia (ese avispero que no les deja ocupar la terraza y que es necesario suprimir); pero también la lucha es vida, también el combate es éxito, también el coraje es memoria. Al cabo, la mixtura de luces y sombras conforma, siempre, nuestros calendarios. Y desde el hoy, contemplado retrospectivamente, todo adquiere dimensiones de conformidad y de plenitud. Somos porque fuimos. Desde aquel primer beso hasta ese salón donde envejecemos con orgullo y con dignidad. Juntos.

Qué bello volumen. Qué gran acierto pasear por sus páginas. Qué gran poeta es Teresa Vicente.

viernes, 21 de noviembre de 2025

El viaje de mi padre

 


“Es lo que pasa por no escuchar cuando puedes hacerlo: que luego te arrepientes de ello”. Son las palabras que anota Julio Llamazares para lamentarse por no haber prestado atención (o haberle formulado preguntas para conocer detalles) cuando su padre, antes de morir, le dijo que había cruzado media España (desde León hasta la costa de Valencia) durante la guerra civil, movilizado a los dieciocho años como radiotelegrafista, junto a su amigo Saturnino. Y Julio, con esa triste torpeza que a veces los hijos o los nietos no somos capaces de advertir hasta que es demasiado tarde, no prestó atención. Pero en 2024, fallecido el protagonista, su hijo decidió emprender ese viaje de recuperación o de expiación, de amor y de reconocimiento, de lealtad y de memoria. Consultó algunos detalles con el viejo Saturnino y, ochenta y seis años después, intentó reproducir aquel viaje atroz, en el que su padre y su amigo pasaron hambre, miedo y frío, enfrentándose a los bombardeos, las órdenes ladradas por los superiores, los disparos y el horror.

El resultado es El viaje de mi padre, un trabajo admirable, melancólico y estremecido, en el que Llamazares recorre vías de ferrocarril ya inundadas por los hierbajos, estaciones cuyos letreros y muros se caen, pueblos languidecientes en medio de la niebla (la desoladora despoblación de viejas zonas de Castilla), bares donde toma un vino con los parroquianos, antiguos aeródromos ahora reconvertidos en campos de manzanos, decrépitas trincheras que aún conservan el olor acre de la muerte, trozos de metralla e incluso restos de huesos que siguen brotando entre los matorrales y, sobrevolando esas imágenes, dos pensamientos que se repiten una y otra vez en el volumen: primero, el contraste entre el paisaje actual y el antiguo (cómo es posible que en estas plazas o calles tan pacíficas y tan silenciosas atronasen las bombas y se apilasen los cadáveres); segundo, el asombro de que algunas líneas ideológicas actuales se obstinen en olvidar aquello e, incluso, coqueteen con la idea de repetirlo.

Un libro para leer y para pensar, redactado por uno de los escritores más brillantes de nuestro país.

jueves, 20 de noviembre de 2025

Ciclo de primavera

 


No cabe aproximación racional u ortodoxa a las piezas literarias de Rabindranath Tagore, porque su fraseo es musical, lírico, vaporoso. Las líneas brotan y se elevan como columnas líricas, como llamaradas; llenas de colores, de aromas, de rumor de lirios. Así ocurre también con Ciclo de primavera, que leo en la traducción de Lauro Olmo y que publica el sello Edaf. Al principio, parece que asistimos a una ceremonia teatral o poética más o menos convencional (un rey caprichoso y débil, que se deja seducir por las palabras de Sruti-bhushan, es después convencido por el Poeta). Pero si intentamos seguirla de forma apolínea fracasaremos de modo estrepitoso, porque el Nobel hindú nos conduce por senderos de bruma, donde los pasos tienen que ser etéreos, y jamás firmes. La vida (parece decirnos el polímata de Calcuta) es una explosión de felicidad, un juego, una zona de luz y de risas. Y debemos aceptarlo con una sonrisa plena.

“Cuando nosotros muramos, Dios nunca repetirá la equivocación de crear otros seres tan absurdos como nosotros”, escribe con sorna. “No es tarea nada fácil dirigir a los hombres. Más fácil resulta empujarlos”, escribe con inteligencia.

Aceptemos la propuesta y dejemos que su música nos embriague y nos dirija. Solamente quienes se hagan niños y danzarines entrarán en el Reino de Tagore.

miércoles, 19 de noviembre de 2025

La nostalgia feliz


Siento un interés creciente (también una fascinación creciente) por los libros de la belga Amélie Nothomb, así que continúo explorando sus páginas y recorro ahora las de La nostalgia feliz, que leo en la traducción de Sergi Pàmies para el sello Anagrama. Se cuenta allí el conjunto de emociones que experimentó durante el rodaje de un documental que la televisión francesa realizó sobre sus primeros años en Japón: el reencuentro con su vieja aya (a la que, con preciosa fórmula de aire oriental, llama “mujer sagrada”) o con su primer amor (Rinri Nakano), una visita a su antiguo colegio, paseos por los parques y calles de su infancia… Como es natural, las sensaciones de nostalgia o de extrañeza salpican no solamente el corazón de la narradora, sino también las líneas de su texto. ¿Cómo podría ser de otro modo? Regresar a los lugares del ayer y reencontrar cambiadas o envejecidas a las personas que poblaron ese ayer constituye un choque emocional enorme, del que resulta imposible salir indemne: han variado los colores, las formas, las luces. Y la mirada que los registra, también. Se comprende entonces que esos lugares y esas personas ya no pertenecen al espacio, sino al tiempo; y que ser capaces de contemplarlos con serenidad nos impregna de una nostalgia feliz, en absoluto dañina.

Una obra hermosa, melancólica e inteligente, que me anima a seguir conociendo más propuestas narrativas de Nothomb.

martes, 18 de noviembre de 2025

El cuerpo del día

 


Hace demasiado tiempo (ay) que no releo los versos de Fulgencio Martínez, así que dedico la tarde del lunes a pasearme por las espléndidas páginas de El cuerpo del día, que publicó Renacimiento en 2010 con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. Con el habitual virtuosismo, el escritor murciano desarrolla su voz lírica y filosófica, que omite los adornos espurios y se ciñe a un proceso comunicativo de admirable sequedad. Porque su poesía no es (nunca ha sido) una pirotecnia de colores, ni tampoco una fanfarria de orquestina de pueblo, llena de confetis y musiquitas pegadizas, sino todo lo contrario: un esfuerzo, casi juanrramoniano, de pulcritud esquelética. Como el jardinero que mira un bonsái y lo poda con escrúpulo de microbiólogo, nuestro poeta detiene su mirada en las aristas de la frase, en los vértices de las palabras, en los ritmos subterráneos, y ejecuta sobre ellos su labor paciente, implacable, invisible. El resultado es un poemario donde nos sorprenden verbos inesperados (“Quizá su presencia diga un brillo”), sustantivos de llamativa rareza (“Fijo en el darién / donde comienza la tierra firme”), adjetivos para la sonrisa (“Es azul como un pensamiento”) y, en fin, una música callada pero real, que impregna las páginas de un libro destinado al silencio y la relectura.

Acudo a las páginas 16 y 17 (“Añoro las épocas en que la libertad / era una epidemia / y únicamente se la podía combatir / para destruirla; / no como ahora, ignorándola”). Acudo a la página 23 (“Nuestro arte tiene un deber moral: la esperanza”). Acudo a la página 26 (“Ignoran que ser hombre es construir / cada día una ventana en la niebla”). No será necesario que siga añadiéndoles citas: estoy convencido de que ahora son ustedes quienes desean acudir al libro.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Elocuencias de un tartamudo

 


Disfruto, como quien saborea una pequeña caja de bombones selectos, el libro Elocuencias de un tartamudo, de Eduardo Halfon. E insisto en mi idea de ir, poco a poco, leyendo todas sus obras: me encanta su forma de escribir.

Aquí, en este volumen publicado por Pre-Textos, nos encontramos con un bello ramillete de historias entrañables (“A veces Micaela”) o terribles (“Peligro de extinción”), donde se conserva en toda su pureza el aroma de la oralidad, y que fueron escuchadas por el narrador “en Guatemala, en México, en Iowa City, en La Habana, en La Rioja, en Ginebra” (p.12). Pero que nadie piense que esa oralidad se traduce en un estilo desgalichado o ramplón. El guatemalteco dota siempre de un brillo especial a sus páginas y se preocupa de que los adjetivos y los verbos fuljan con una gracia extrema (uno de los personajes “hablaba áspero, como roncando las palabras”, nos dice en la p.31). De tal manera que, seducidos por la maravilla de su escritura, vamos enterándonos de cómo el baile puede salvar una vida (“La pinta brava de un varón”), cómo existen árboles que necesitan ayuda e instrucciones para fructificar (“La serenidad del brujo”) o cómo ciertos profesores indignos, tras ser denunciados por acoso sexual, optan por poner fin a su respiración (“Siempre un pecho”).

Una delicatessen, vaya.