miércoles, 5 de noviembre de 2025

Tránsitos

 


Una historia escrita por Jesús Zomeño siempre constituye, en mi opinión, un acontecimiento literario. Así que imagínense lo que ha podido impresionarme el volumen Tránsitos, que reúne cuatro novelas cortas que, según manifiesta el autor en la nota inicial, “forman un viaje a las profundidades de la condición humana” (p.10).

Sobre la primera (Noche oscura del alma, que se rotuló originalmente Tránsito al ser publicada en 2023, también en el sello Contrabando) ya di cuenta en mi blog (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/05/transito.html), así que me centraré con más detalle en las siguientes.

La segunda se titula Extraños en un tren, y en ella descubrimos a un policía que, para evitar ser asesinado por sus compañeros, huye en un tren. Allí es abordado por un extraño personaje que dice ser un vampiro reconvertido en tatuador (“Parece lo mismo, vampiro que tatuador, pero no son iguales. Somos lo opuesto, hemos evolucionado. Uno clava los dientes y chupa la sangre, el otro clava la aguja y mete dentro la tinta, inyecta sombras. Si un vampiro pudiera reflejarse en un espejo vería enfrente a un tatuador. Antes fuimos vampiros, ahora somos tatuadores, dibujamos debajo de la piel el sabor de la sangre, cuando se oxida es negra”, p.118). Con su cháchara misteriosa, este tatuador o vampiro comienza a embrujarlo mediante una serie de conversaciones en apariencia inconexas: los abrigos de visón, los tatuajes, Evita Perón, la sífilis, las norias… No les contaré el final, pero sí les advierto de la condición hipnótica e inquietante del relato.

La tercera lleva por título El paraíso perdido y comienza con la muerte de Stoian Georgiev Antov. Dos amigos (Yavor Asenev y Rania Kasarova, comunistas octogenarios que pertenecieron a los servicios secretos búlgaros) son convocados por carta para que sufraguen una deuda que ha dejado pendiente y ambos se suben al tren para dirigirse a Oreshec. Durante el trayecto se desarrolla un largo diálogo (o dos monólogos complementarios) donde afloran todos los recuerdos de una época de espionaje, delaciones, agentes dobles, interrogatorios, control férreo del estado y falsedad. Aquel mundo terrible y oscuro nos va siendo poco a poco desvelado a través de sus voces.

La cuarta lleva como rótulo Mi nombre es Mary Shelley y en ella escuchamos la voz de una tanatoesteticista (“En definitiva, trabajo para darles vida, como Mary Shelley”, p.349) que se dirige hacia Bucarest para conocer personalmente a su novio, tras una larga relación vía Internet. Se trata de un personaje fascinante y verborreico que, opinando sobre mil cosas (los gatos, los niños, el marxismo, los chicles, Hiroshima, los bizcochos de chocolate, los tacones, Cleopatra, la lucha libre, los caramelos de rosas) nos va dibujando, borgianamente, su propio yo, que se encuentra atravesado por diversos traumas y grietas íntimas.

Creador de atmósferas especiales, inconfundibles y musculosas, Jesús Zomeño nos deja a lo largo del volumen un caudal tan impresionante de reflexiones y de frases que no da tregua a quienes acostumbramos a subrayar los libros. Déjenme que les anote algunas: “El mundo sigue siendo el mismo, carece de importancia el nombre de los que pretendían cambiarlo”. “Debes conseguir que los recuerdos no sean una carga. Si destruyes el pasado vaciarás el subconsciente para que no empuje”. “La nueva religión no se predica en el desierto sino en el ciberespacio”. “Soy libre para no ser nadie”. “La misantropía forja el carácter y crea hombres independientes, porque la solidaridad, lo de apoyarse unos en otros, fomenta el miedo y la debilidad”. “Los niños no existen, desde que nacen son cadáveres en busca del lugar que ocuparán en el mundo como adultos”. “La gente suele centrarse en los traumas infantiles, pero yo tengo más imaginación y puedo traumatizar mi vida entera”. “El mundo es redondo porque es inútil ir a ninguna parte”.

Léanla, por lo que más quieran.

martes, 4 de noviembre de 2025

Malos entendidos

 


Descubro, gracias al titánico esfuerzo editor de José María Cumbreño, tan admirable como tenaz, a la joven poeta mexicana Lolbé González. Y lo hago con las páginas de Malos entendidos, el delicado volumen que Liliputienses, con la colaboración del ayuntamiento de Salorino (Cáceres), acaba de poner en las mesas de novedades.

Y como me ocurre cuando termino de bañarme en un buen libro de poesía, me encuentro con la reflexión del millón de euros: ¿qué decir de él? Con una novela es relativamente fácil, porque el lector puede recibir información argumental. Pero, ¿cómo se afronta una reseña sobre versos, sobre estancias líricas, sobre jirones de corazón? Nunca lo he sabido y me temo que nunca lo sabré, pero qué excelente libro, oigan, qué catarata de emociones y de belleza te resbala por dentro y por fuera cuando transitas por sus hojas. Qué esplendor de luces. Qué delirio de lápiz rojo subrayando versos, adjetivos, imágenes. Qué despliegue de signos de exclamación en los márgenes. Qué cabeceos afirmativos mientras vas descubriendo reflexiones llenas de inteligencia y sensibilidad. Me han bastado estas noventa páginas para admirarme con la excelente literatura de esta escritora de Mérida. Y quizá a ustedes les pasaría lo mismo.

Pueden abrir el libro por la página 16 (“La pasión amorosa y la violencia duermen en habitaciones distintas de la misma casa. En esa casa no hay puertas”). Pueden abrir el libro por la página 40, y leer en bucle esa delicia emotiva que ella titula “Comunicado urgente para la niña que fui”. Pueden abrir el libro por la página 42 y asombrarse con el largo quejido (bien justificado, mal que nos pese) de “Señores”. O por la página 54 y leer en voz alta el poema que comienza con estos dos versos: Nunca he parido un hijo / pero he sido un poco madre de todos mis amantes. O por la página 81, donde golpean el mentón versos como este: Me interesa lo que duele atrás del dolor. O, ya que están puestos, por la página que quieran, porque Malos entendidos es una obra que no adolece de altibajos ni de fallas: es deliciosa y admirable de principio a fin.

Ábranlo y lo comprobarán.

lunes, 3 de noviembre de 2025

Tesa

 


El azar, que siempre es caprichoso, nos depara a los lectores imprudentes algunas decepciones y algunas alegrías. Cuando se combina con la mala suerte, puede que un lector (fue mi caso) abra la novela El nombre de la rosa por la página justa en que se revelaba la identidad del misterioso monje asesino. Puedo asegurar que juré en arameo, aun desconociendo el léxico de dicho idioma. Ahora, quizá como compensación, el azar se ha aliado con la buena suerte y he abierto la novela Tesa, de Pilar Molina Llorente por la página 89, cuando la protagonista acaba de abrir un pequeño armario y encuentra en su interior unas lentes y figuras de cristal y nos habla de “prismas que se apresuraron a reflejar en colores la luz que les llegaba”. Santo Dios. No dice que reflejaron, ni que comenzaron a reflejar, sino que “se apresuraron”. Un detalle así resulta, para mí, suficiente: tenía que leer la obra. Y he quedado muy satisfecho con la experiencia, por su agradable mezcla de realidad y de fantasía, que el jurado del premio Edebé sancionó en 2013, con toda justicia.

Nos habla de una chica adolescente (Teresa, pero prefiere que la llamen Tesa) que, por organización familiar, tiene que trasladarse a la casa donde viven su abuela y su bisabuela. Allí encontrará un hogar antiguo y lujoso, digno de un anticuario, en el que vivió su antepasado el erudito don Baltasar de Garciherreros, y donde comenzará a experimentar sensaciones extrañas, como la de ver sombras que se mueven e incluso ojos que la espían en la oscuridad. ¿Se trata de meras aprensiones suyas? Así prefiere creerlo… hasta que un día logra acorralar a una de esas presencias, que resulta ser una criatura llegada de otra dimensión. Esa criatura le explica de dónde viene y, sobre todo, el peligro que se cierne sobre la casa debido a la existencia de un túnel que conecta este mundo con otros mundos paralelos, en los que no viven solamente criaturas inofensivas.

Una lectura absorbente y casi cinematográfica que resulta muy amena. Creo que puede gustar mucho a los lectores más jóvenes.

sábado, 1 de noviembre de 2025

El diario de la peste

 


Mi retorno hasta la narrativa de Espido Freire me conduce hasta la ciudad de Toledo y hasta el año 1598, en plena epidemia de peste. Dos niños (la joven Elena y su hermanito pequeño Diego) se han quedado en la casa familiar, mientras sus padres han tenido que desplazarse hasta La Puebla de Montalbán, donde parecen haber quedado atrapados. A la tensión de la espera se une el descubrimiento de que los criados planean poner fin a sus vidas, para poder huir de la epidemia ahora que aún tienen tiempo. Y la valerosa Elena decide entonces coger a su hermano y, utilizando un viejo pasadizo secreto que solamente conoce su padre, desplazarse hasta las afueras de la ciudad.

Se inicia de esa forma una aventura de supervivencia en la que unas monjas (que indican a Elena el emplazamiento de una cueva protectora) y, algo después, un pastorcillo temeroso (que le entregará unas mantas y unas provisiones), intentarán ayudar para que todo termine bien.

El relato está muy bien construido y creo que resulta una lectura agradable, sobre todo para los más jóvenes, que se admirarán del modo en que Elena lucha para sobrevivir, utilizando árboles, plantas medicinales, pesca y caza; y utilizando, sobre todo, su voluntad firme de demostrar (y demostrarse) que una mujer puede hacer lo mismo que un hombre. Gran oda a la libertad, la valentía y la superación personal, que ha merecido el premio Anaya de Literatura Infantil de 2025.

jueves, 30 de octubre de 2025

Perro fantasma

 


Trato de encontrar una fórmula para definir (o un punto de vista desde el que abordar) Perro fantasma, de José Daniel Espejo. Y no hay forma. O yo, al menos, no la descubro. Me llegan desde sus páginas auténticos borbotones de palabras, como una cascada de dolor y de lucidez, y me dejan empapado, tiritando y perplejo. Olvídense de medir versos, olvídense de buscar metáforas clásicas, olvídense de rimas. Olvídense, en fin, de todo eso que los libros tradicionales se obstinan en pregonar que es la poesía. A Joseda le importa tres pares de puñetas toda esa parafernalia formalista, porque lo suyo es un géiser, un volcán de agujas, un caldero hirviente de lava que sale por donde puede. Bien está que exista la belleza, y que algunos jardineros acierten a la hora de darle forma versallesca (recortando setos, sugiriendo luces, combinando colores). Pero cuando el dolor emerge por los lacrimales y por los poros de la piel resulta obsceno y sacrílego pensar en sacar las tijeritas, el compás o el metro. De tal forma que Perro fantasma se revela desde su primera página como un texto duro, removedor y peligroso, donde nos invita a meter la mano en una caja llena de cristales y cuchillas de afeitar. Respiren hondo y compruébenlo.

Hay muy pocos signos de puntuación en este libro, ya lo verán ustedes: alguna coma, algunos dos puntos, poco más. Son nuestra mirada y nuestra respiración las que dictaminan el ritmo de este torrente hipnótico de palabras, que nos habla de fantasmas, de autobuses, de ríos, de pensamientos suicidas, de pasadizos en medio de la casa, de Rosa Montero y de películas orientales. Pero sobre todo está el cojo, con sus cuadernos para escribir poesía (al principio, impetuosa; luego, cada vez más espaciada), con su juventud invadida por la droga o por un padre que le disparaba consejos inútiles sobre la filosofía del esfuerzo, con sus amores que se diluyen en dormitorios sucios, con su barrio marginal alrededor (lleno de gente fea y deambulante), con la colmatación del Mar Menor, con los amigos muertos e incomprendidos, con el gato cuyas facturas veterinarias no se pueden sufragar y hay que dejarlo morir, con su tristeza irredimible. Respiren hondo y sigan explorándolo: ya les he dicho suficiente.

José fue el padre (espurio) de Dios. Daniel tuvo que mantenerse erguido frente a los leones. Espejo es la lámina donde nos miramos para descubrirnos. Balanza es el instrumento que dictamina pesos e importancias. Todo junto (José Daniel Espejo Balanza) es un poeta.

martes, 28 de octubre de 2025

Siddhartha

 


Recuerdo que cuando leí Siddhartha, de Hermann Hesse, me produjo una honda impresión. No es que me gustase, no es que me hiciese pensar: es que me sumió en largas cavilaciones sobre las preguntas que uno, en la adolescencia, comienza a formularse. Me sedujo la paz que desprendía el protagonista. Me embriagó la forma en que contemplaba la existencia, el devenir del tiempo, a sus semejantes. Fue como destapar un frasco de perfume intensísimo y sentir que sus efluvios entraban en mis vías nasales y se trasladaban hasta el cerebro. Sospecho que fueron días en que llegué a sentir cierto misticismo (¿quién, leyendo esta novela, no se ha sentido místico?). Y me imprimió una enorme huella otro detalle al que otros lectores, quizá, no han prestado tanta atención como le presté yo: el silencio. Siddhartha parecía generar a su alrededor una atmósfera de silencio, un aura de quietud, un halo de pausa. También el personaje del barquero Vasudeva participaba de esa magia.

Ahora, cuarenta y tantos años después (qué vértigo), he decidido volver a las páginas de Hesse, temiéndome que la pátina de los años, que nos suele volver escépticos cuando no descreídos, me hiciera descubrir que esta novela ya no me fascinaba. Craso y gozoso error: he vuelto a sentir que mis pulsaciones bajaban al ritmo impuesto por Siddhartha. Ya no soy el mismo, pero el efecto que provoca la historia de Hesse sobre mí no ha variado: me absorbe.

Siddhartha quiere entender(se), quiere saber(se). Y para ello se aventura por los más diversos senderos: el ayuno, la soledad, la renuncia a los placeres; pero tras ampliar su espíritu tienta también los placeres del sexo, de la comida y la bebida, del juego. Llega a tener un hijo con una cortesana. Y concluye sus días convertido en barquero (es decir, en pontífice). La leeré dentro de unos años por tercera vez.

Qué deliciosa y atemporal narración.

domingo, 26 de octubre de 2025

Un hijo cualquiera

 


Este es el cuarto libro que leo de Eduardo Halfon y, como me ocurrió tras reseñar el segundo, y el tercero, me formulo la misma pregunta: ¿por qué no lo leo con más frecuencia, si sus páginas me parecen magníficas? ¿Por qué no reseño un par de libros suyos al año, si los tengo en la estantería? Imagino que la única respuesta atinada es encogerse de hombros, porque igual me ocurre con Shakespeare, o con Stevenson, o con García Márquez. Los libros están ahí. Los autores están ahí. Y sabemos de algunos a los que volveremos y de otros a los que hemos despedido para siempre. Halfon volverá pronto a mi blog, con una quinta reseña; y luego con una sexta; y a saber hasta dónde. Lo admiro y soy consciente de que visitaré sus obras, tarde o temprano.

En Un hijo cualquiera he tenido la dicha de encontrarme con secuencias bellas y conmovedoras, con tristezas y reflexiones que han conseguido emocionarme o hacerme pensar, con frases que he subrayado en el libro con emoción y gratitud. He leído sobre la circuncisión de su hijo recién nacido (“Un pequeño corte”); sobre sus alergias, que comenzaron a manifestarse en la infancia (“Historia de mis agujas”); sobre el suicidio como horizonte nebuloso (“La puerta abierta”); sobre la pantorrilla femenina que embriagó su atención a los veintiocho años en la capital francesa (“Unos segundos en París”); sobre la muerte por sobredosis de una chica de su juventud (“Primer beso”); sobre el primer desastroso cigarrillo que tuvo la mala idea de fumarse a los trece años (“Gefilte fish”); sobre la tristeza de tener que proteger a su hijo durante la epidemia de 2020 (“Wounda”); o (debo detener en algún punto el resumen) sobre la iniciación musical clásica de ese hijo (“Domingos en Iowa”).

¿Mis secuencias preferidas? Sería difícil destacar alguna, porque el libro en su conjunto me parece excelente y egregio; pero quizá optaría por “La nutria verde” (una preciosidad, de contenido lirismo y de vigorosa ternura) y por “El último tigre” (en la que somos invitados a agacharnos y leer unas placas del suelo, tan sencillas como emotivas).

Definitivamente, no creo que acabe 2025 sin volver a visitar otro(s) libro(s) de Eduardo Halfon. Se lo merece. Me lo merezco.