martes, 7 de mayo de 2024

Lo que se hunde

 


No será necesario invocar el nombre egregio de Juan Ruiz, el arcipreste de Hita, para que recordemos con nitidez que no es inteligente confundir el tamaño con la importancia, y que, si un diamante es más valioso que una piedra y una calandria dispone de una voz más melodiosa que un cóndor, el poemario Lo que se hunde, de María Marín, no debe ser juzgado por su liviandad material. Es un librito que cabe en el bolsillo trasero del pantalón, y que apenas pesa unos pocos gramos. Esas serían las consideraciones físicas del asunto (del “volumen”, para decirlo con ironía emersoniana). Otra cosa son las consideraciones espirituales o literarias. Y ahí la obra es espectacular, densa, magnética, contundente.

La niña que aún va calzada con zapatitos de botón y calcetines blancos; la niña que parece alzar su mirada cada pocas líneas, hasta clavar sus pupilas en las nuestras; la niña que sigue recurriendo a la figura protectora de la madre; la niña que nos explica entre las páginas 60 y 62 las diferencias entre lo que salta al vacío y lo que se hunde; la niña que no se siente cómoda o protegida abriendo la puerta de su casa. Ella es la dueña de la voz que burbujea en cada poema de este libro conmovedor. Ella es la mano que sentimos tendida desde cada verso, mientras nos susurra que no desoigamos su súplica. Que comprendamos su necesidad de explicaciones (“Que a veces la luz / impide ver el fondo, / que a veces todo / se ve mejor a oscuras”). Que respetemos en silencio su fragilidad vulnerada (“El mundo es demasiado ruidoso / para mí. / Solo quiero que se callen”).

Pocas veces he sentido, con tanta intensidad, el desamparo de una escritura y de un balbuceo. Me he sentido interpelado por María, me he sentido llamado de un modo firme y a la vez delicado por su zozobra. Y, aunque no conozco a la poeta personalmente (quizá les pase a ustedes lo mismo, si deciden leer esta obra), he sentido que querría abrazarla: sin añadir palabras a ese gesto, pero dejando bien claro que de esa forma le estaría ofreciendo otro fino vínculo para atarse al mundo (véase la página 77).

Libro para leer y para releer, porque el perfume de una rosa nunca cansa.

domingo, 5 de mayo de 2024

Ayanz, el inventor

 


Lo he dicho muchas veces, oralmente y por escrito, y no me importa repetirme: Santiago Delgado es un autor inexcusable, poliédrico y valioso en el mundo de nuestras letras: ensayos, cuentos, novelas, poemas, artículos, conferencias, biografías y prólogos que llevan su firma han enriquecido la literatura murciana durante el último medio siglo, en una labor tan musculosa como atractiva. Y lo ha vuelto a demostrar con la publicación de la novela Ayanz, el inventor, centrada en la figura del navarro Jerónimo de Ayanz y Beaumont, mente preclara del siglo XVI que puso sus reflexiones no solamente al servicio de la ciencia, sino también y sobre todo al servicio de su país y de su rey.

Para llevar a buen término esta extensa narración, Santiago Delgado se auxilia con dos luces igual de potentes: de un lado, la documentación histórica (que, como siempre sucede en el novelista murciano, es densa, variada y firme, no tolerando que ningún pormenor biográfico importante se sustente sobre el humo de las suposiciones); del otro, la habilidad para convertir un material que podría haber sido árido o insignificante en un relato fluido, ameno y lleno de atractivo. Porque ese es (ese ha sido siempre) el gran poder novelesco de Santiago: lograr que imaginación y documentación, verdad y magia, se aúnen en sus páginas, al servicio de una figura que queda, por obra y gracia de su talento, dibujada con nitidez para la eternidad. Calatravo insigne, aficionado a concebir mecanismos hidráulicos de todo tipo (“Mucha parte de las noches las empleo en dibujar los ingenios que me invento, ineludible paso antes de pasar a ser máquinas, de palos y metales, ruedas dentadas y manivelas. Máquinas que sirvan para algo, desde luego. Creo que seguiré con esta costumbre toda la vida”, p.15); que coincidió con personajes insignes de su tiempo (Miguel de Cervantes, p.29; Teresa de Jesús, p. 51; Ginés Pérez de Hita, p.62; Lope de Vega, p.109; Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán cervantino, p.181; etc.); que se esforzó por remediar los ataques berberiscos a las costas murcianas; que fue testigo de la destrucción de la Armada Invencible; que sufrió la muerte de sus cuatro hijos por una epidemia de peste; que estuvo a punto de fenecer por inhalar gases tóxicos en una mina; y que, pese al amor insondable por su esposa, nunca pudo olvidar la bella y brevísima experiencia sexual que mantuvo en su juventud con la sirvienta Chiara, don Jerónimo de Ayanz (quien se encuentra enterrado en la catedral de Murcia) se convierte en las manos de Santiago Delgado en una figura potente y llena de luz, majestuosa e inolvidable.

Acérquense a esta novela para disfrutar, para aprender y, en sus cuatro últimas páginas, para emocionarse de un modo extraordinario. Ya verán.

viernes, 3 de mayo de 2024

Nieve

 


En 1996 se publicó la novela Seda, de Alessandro Baricco, que se convirtió pronto en una sensación en toda Europa, por su ambiente oriental, su lenguaje lírico, sus frases cortas y sus capitulillos breves, que encandilaron a los lectores de forma casi unánime. Tres años más tarde, el francés Maxence Fermine entregó a los lectores su primera producción novelística que, con el título de Nieve, seguía inequívocamente la estela del italiano. No se trata, como es lógico, de una crítica ni de una observación malévola, pero sí de una evidencia incontestable, con la que se mostrará conforme cualquiera que conozca ambas obras: parecen primas hermanas, tanto en su espíritu como en su formulación.

En Nieve nos encontramos con Yuko Akita, un muchacho japonés que, renegando de las tradiciones familiares (que lo impelían a dedicarse al sacerdocio o el ejército), decide convertirse en poeta. Tres son, durante la juventud, sus amores: los haikus, la nieve y el número siete. Y tres serán, también, las mujeres que turben su ánimo durante los años siguientes: una muchacha que encuentra junto a la fuente (con la que mantiene sus primeros contactos eróticos), la joven que acompaña al emisario imperial (que lo visita para conocer sus progresos en el mundo de la poesía)… y el cadáver congelado y aparentemente desnudo de una dama, que encuentra mientras viaja en busca de su futuro maestro Soseki. Con levedad y con buen pulso narrativo, Fermine nos va conduciendo por esta historia de colores, funambulismo, búsquedas espirituales, desamparos y fatalidad, que se lee con mucho agrado y que resulta por momentos conmovedora. Al final, una tierna sorpresa servirá como cierre de una narración tan eficaz como admirable. Aunque no se la pueda aplaudir por su originalidad formal, sí que es razonable hacerlo por la manera en que Fermine desarrolla y cierra su historia, la cual se eleva hasta un buen nivel.

miércoles, 1 de mayo de 2024

La guerra de Nico

 


Cuando llegó a mis manos el libro La guerra de Nico, la novela galardonada con el premio Edebé de literatura infantil de este año, realicé un experimento: dejé el libro encima de la mesa y, tras observar que mi hijo Álvaro (13 años) lo cogía para leerlo, esperé con paciencia. Cuando volvió a dejar el tomo en la mesa, un par de días después, le pregunté: “¿Qué tal?”. Su respuesta fue tajante: “Chulo. Muy triste”. No se me ocurre una crítica literaria más exacta. Porque esta novela del barcelonés Josan Hatero es, rigurosamente, eso que mi hijo condensó en tres palabras: chula y muy triste.

Imaginen a un niño de once años, llamado Nicolás Franz, que por sorpresa recibe una notificación donde se le comunica que debe incorporarse, sin excusa y con carácter inmediato, a las filas del ejército, para luchar por su país en guerra. La madre y el propio Nico tratan de explicar al reclutador que el citado “Nicolás Franz” tiene que ser su padre, porque él no es más que un niño; pero de nada valen esas juiciosas consideraciones, ante la burocracia más absurda y más cerril. De este modo se inicia una narración delirante donde comprobaremos cómo el chiquillo es trasladado en un larguísimo viaje en tren, rapado al uno, vacunado contra el tétanos, instalado en un barracón con otros chicos y, después, sometido a una disciplina castrense que incluye, entre otras sevicias, marchas y sesiones de tiro. Nadie parece dispuesto a remediar esta insensatez (“Ahora ya no eres un niño, eres el recluta Franz”, 46), ni tampoco a suavizar las normas en atención a sus pocos años, obligándolo a que haga las cosas a toda velocidad (“No sé si nos están preparando para la guerra o para participar en unas olimpiadas”, 57).

Durante ese tiempo, Nico asistirá a escenas terribles (intentos de deserción, tentativas de suicidio, incluso una muerte en sus brazos), que eliminan cualquier posibilidad de ver estas páginas como una narración edulcorada y que convierten la novela en una descarnada denuncia de la locura bélica, que convierte a los seres humanos en alimañas.

Sin duda, un libro valiente, valientemente premiado por Edebé. Léanla con sus hijos.

martes, 30 de abril de 2024

La sirena negra

 


Varias veces, a lo largo de mi vida, he tenido entre las manos un libro de Emilia Pardo Bazán; y varias veces me he propuesto, también, empezarlo y recorrer sus páginas para descubrir en ellas las posibles bondades que tantos comentaristas le han encontrado en el último siglo. De forma inexplicable, nunca lo he hecho, salvo mi pequeña aproximación a sus cartas, que abordé el verano pasado. Hoy comienzo a eliminar esa torpeza con mi lectura de La sirena negra, una obra de gran tensión psicológica en la que ocupa lugar central el adinerado y confuso Gaspar de Montenegro, un “meditativo sensual” que lleva años coqueteando con la bohemia, el alcohol y el descarrío y que, reacio a vincularse matrimonialmente con Trini, la hermosa muchacha que su hermana le propone, se siente en cambio deslumbrado con la figura de Rita Quiñones, enferma de tuberculosis y madre del pequeño Rafael. No siente por ella pasión amorosa o sexual de ningún tipo, pero hay una extraña atracción que lo impele a mantenerse a su lado hasta que, cuando la Parca se la arrebata (impresionante capítulo V, con Gaspar teniendo un sueño sobre la Danza de la Muerte), decide adoptar a su hijo (“Declaro que el niño me es necesario, que carezco de algo que me adhiera a este mundo tan deleznable, tan mísero…”, p.72). Su hermana Camila lo juzga loco por esta decisión, que juzga inverosímil; pero Gaspar, que ha tenido una vida crápula y licenciosa, destinada a una muerte insulsa, siente que el niño “se interpone y me defiende” (p.84) de tal atroz destino.

Esa decisión antinatural lo obliga a contratar a dos personas: un ayo que se ocupe de la futura educación de Rafael (el señor Solís) y una institutriz que encarrile la ternura de su infancia (Miss Annie). Trini, incapaz de casarse con un hombre que aportaría al matrimonio un hijo “anómalo”, se aparta de él.

Estos serían, digamos, los ingredientes argumentales de la obra, pero sin duda la médula de este libro hay que buscarla en la exploración psicológica que Emilia Pardo Bazán realiza no solamente en Gaspar de Montenegro, sino también en las figuras que lo acompañan y rodean, por cuyo interior nos paseamos con pasmosa intensidad. Por ejemplo, Gaspar comienza siendo un nietzscheano de manual (“Ni quiero ser eso que llaman bueno, ni menos apiadarme de nadie, porque la piedad es un descenso; el hombre superior es insensible, está revestido de bronce. Todo cuanto hago, incluso lo que ofrece aspecto de buena obra, hágolo por propia conveniencia”, p.113), pero después los meandros de la vida lo irán conduciendo en otra dirección, cuando comprenda que la Muerte y la Nada no son territorios atractivos o deseables, sino meras equivocaciones de la desolación (“Ahora creo discernirlo con lucidez total: estaba enfermo del alma, y es la salud lo que han de darme las dos supremas representaciones de la existencia: el Niño y la Mujer”, p.173). No obstante, bastarán unos minutos de arrebato (permítanme que no les desvele su origen) para que su vida vuelva a sufrir un vuelco aparatoso.

Todos los protagonistas, en mayor o menor grado, sufren los zarpazos de una sociedad y una vida en la que no encajan, bien por su excesivo conformismo (Camila), bien por su agónica búsqueda de otros derroteros (Gaspar), bien por el rencor derivado de su pobreza (Desiderio), bien por la amargura que le depara su rigidez (Annie). Ninguno de ellos es plenamente feliz. Ninguno se resigna a no serlo. Ninguno lo logrará.

He quedado encandilado con la escritura de Pardo Bazán y con la excelencia de su bisturí psicológico. Ahora sé seguro que repetiré con ella.

domingo, 28 de abril de 2024

Lo que uso y no recomiendo

 


Me gusta volver con frecuencia a las publicaciones del sello Liliputienses, porque siempre descubro en ellas brillos que capturan mi atención y que me hacen cabecear con asombro. Son voces por lo general jóvenes, frescas, desinhibidas y arriesgadas, que no temen adentrarse por caminos insólitos y que, como premio a su osadía, recolectan algunos frutos tan inesperados como suculentos. Tampoco en esta ocasión, cuando me he adentrado por los senderos líricos del argentino Gustavo Yuste (Buenos Aires, 1992), he salido defraudado de la experiencia. Con poemas breves, pero vigorosamente bien coordinados, el poeta nos traslada la crónica de una erosión sentimental, en la que va dibujando con versos sencillos y profundos (admirable el equilibrio que logra entre extensión e intensidad) los pasos que inevitablemente conducen al fin de una aventura amorosa: la tristeza, la constatación del desgaste, la decoloración de los días, el apagamiento de las sonrisas, el espaciado de los abrazos, los reproches, la aceptación de que todo Titanic encuentra tarde o temprano su iceberg y, por fin, contemplar el pequeño apartamento común y decirnos que “la inmobiliaria ya le encontró comprador” (p.67).

Podría irles glosando cada fase de esta agonía, cada centímetro del cuerpo que se hunde en las arenas movedizas, pero Gustavo Yuste lo ha dicho demasiado bien en sus versos como para profanar sus palabras con la torpeza de mi discurso. Si me permiten, les anoto (ordenadamente) algunos de los versos que he subrayado durante mi lectura: seguro que con ellos entienden la necesidad de acercarse al volumen y leerlo con emoción, en silencio.

“Nuestra tristeza / no entra en esta habitación / pero sí en un haiku”. “El cristianismo y nuestra relación: / dos religiones que necesitan de un milagro / para mantener en pie su relato / y edificar arriba de eso”. “Ya es oficial: / no nos alcanza / con una primavera estándar / para ponernos contentos”. “Un ejemplo concreto: / parecía haber mucha más felicidad / en el paquete entero cuando lo compré / que en estas galletitas de chocolate rellenas / comidas de manera robótica / en medio de una plaza enrejada”. “Igual que a un amateur / que pelea por el vino / o a un peso pesado / que tira golpes millonarios / detrás de las luces de Las Vegas, / también deberían prohibir tu mano / si vas a tocarme / sin acusar ningún tipo de sentimiento”. “La tristeza / es necesitar un consejo útil / y recibir en su lugar / un tupper recalentado / lleno de lugares comunes”. “Yo tampoco sé tomar decisiones / hasta que algo no se rompe del todo”.

viernes, 26 de abril de 2024

Rostros y rastros

 


Estamos ante un libro anómalo. No digo malo o bueno (eso tendrá que decidirlo cada persona que pasee por sus páginas y se detenga de verdad a desentrañar sus palabras, y no solamente a leerlas de forma veloz y descuidada): digo anómalo. Es decir, distinto, osado, sinuoso, lírico, mestizo. Un libro-salmón, que muestra su musculatura saltando a contracorriente y trazando airosos brincos sobre el agua ocular de los lectores.

Trabajando sobre una serie de fotografías de Paco Sánchez Blanco (entiéndase: mirándolas con concentración y silencio, también con algo de alcohol y noche), Care Santos elabora pequeñas pestañas verbales sobre sus protagonistas. No intenta dibujarlos de una forma clásica, sino interpretarlos, dejar que sus ojos los contemplen “desde el otro lado” lorquiano, para conseguir llegar a su entraña más pura, más inexplorada, más significativa. Son los rostros de cantantes (Alaska), poetas (José Hierro, Mario Benedetti, José Ángel Valente), actrices (Rossy de Palma), filósofos (Agustín García Calvo) o famosos efímeros (Tamara).

El resultado es un opúsculo realmente poético, de gran belleza visual, que puede abrirse por cualquier página y nos permite el juego cómplice de leer y contemplar la imagen, para ver si coincidimos con su análisis.