sábado, 22 de junio de 2024

Peluquería y letras

 


Resulta un poco complicado resumir el argumento de esta novela de Juan Pablo Villalobos (la primera que leo suya) porque, en puridad, pocas cosas ocurren en ella. Quiero decir (no se me malinterprete) que lo esencial del libro no es, en mi opinión, el argumento, sino más bien la sabia combinación entre cotidianidad, descripción urbana, humor, guiños literarios y autoficción irónica. Y, desde luego, las cien páginas del tomo se llevan con toda justicia mi aplauso.

Descubrimos desde el inicio a un escritor mexicano llamado Juan Pablo, casado con una brasileña y padre de un hijo adolescente y de una hija de menor edad. Viven en Barcelona, donde a él acaban de hacerle una colonoscopia: un arranque tan prosaico que no puede ser observado sino con simpatía. Sobre todo porque, de inmediato, el narrador nos explica que le urge someterse a un corte de pelo (“Lo que me avergonzaba no era tanto el volumen desproporcionado que adquiría mi cabello al esponjarse por la humedad del verano que se acercaba, sino la longitud y deformidad de las patillas, que al verme en el espejo me hacían pensar en futbolistas de los años ochenta, estrellas de rock de los años ochenta, políticos populistas de los años ochenta, personajes de series de televisión de los años ochenta y, lo que es peor, mi propio yo, preadolescente y adolescente, de los años ochenta”, p.28). Y esa operación cisoria constituirá el punto de inicio del breve asunto de la obra, que reunirá a una peluquera bretona, un dedo amputado, un ecuatoriano que quiere escribir un libro, una editora ansiosa porque Juan Pablo no le entrega suficiente texto de su nueva novela y dos secretarias que, tercas, se niegan a expedir un certificado de lo más banal.

Y, aliñándolo todo, un espléndido conjunto de detalles literarios, que harán las delicias de cualquier lector atento: reminiscencias del cuento “En la barbería”, de Chéjov (léanse las páginas 40-41), homenajes a Laurence Sterne (el más evidente, en la página 76) y otra porción de sonrisas, que convierten esta experiencia en un continuo disfrute, altamente recomendable.

No tardaré mucho en volver a Juan Pablo Villalobos.

(Postdata: Para entender mejor el juego de palabras del título, que enraíza con la fórmula Filosofía y letras, búsquese en Internet cualquier foto del autor)

viernes, 21 de junio de 2024

La última primavera

 


Muchos conocemos el dolor ancestral de perder a una madre, el desgarro inaudito de saber y asumir que quien te dio la vida ya no la posee, como si te hubiera entregado la antorcha, antes de cerrar los ojos y despedirse para siempre. Por eso, resulta conmovedor leer el modo en que la escritora Rosario Guarino rinde un homenaje poético a su propia madre, con tinta de lágrimas, en su obra La última primavera, que le publica el sello MurciaLibro.

Dueña de un sólido bagaje clásico (es continuo el fluir de nombres y citas, que añaden un delicioso aroma grecolatino al texto: Virgilio, Catulo, Homero), la mirada lírica de la autora repasa todos los pormenores del amor filial, de la erosión, de la languidez, de la belleza, del valor impagable de la amistad, de la tristeza, de la esperanza. Nos recuerda cómo se siente el corazón desde la ausencia de la madre (“Y soy como una casa abandonada / a la que devora la maleza / hasta quedar expuesta a la intemperie”); y lo importante que resulta comunicar el afecto, mientras aún es posible, a las personas vivas a quienes amamos (“Que si bello es vivir siempre / en el recuerdo de otros / aún más bello es que te abracen / y te digan que te quieren / cuando es posible sentirlo / y entender las diferencias, / y tomar unas cervezas / sin viajar al Paraíso. / Por si acaso el Paraíso / no supiera de cervezas”); y la tristeza insondable de no completar debidamente el ritual de la despedida (“¿Dónde irá sin adioses quien se marcha? / ¿Qué hacer con el adiós que se nos queda?”); o el necesario cumplimiento de la última voluntad, tan delicada, de la autora (“Plantad junto a mi tumba / un jazminero / y no olvidéis regarlo / con poesía”); o la forma en que se roza, en el último instante, el misterio más hondo y puro del vivir (“Ahora, tal vez, conozcas el secreto”).

Pero la grandeza de este libro no se detiene ahí, porque la editorial ha tenido la feliz idea de componer un volumen de doble lectura, en español y en griego (no olvidemos que la autora es profesora en la universidad de Murcia y doctora en Filología Clásica). Y además presenta el tomo con una bellísima ilustración de cubierta firmada por la pintora Carmen Molina Cantabella.

Ni estética ni literariamente se puede pedir más.

IMPRESIONANTE.

miércoles, 19 de junio de 2024

El linaje de Alou

 


Nora es una mujer a la que se detiene, acusada de brujería, durante los fieros años de la Inquisición. Pero consigue que su hija Liliana se oculte providencialmente en el bosque y quede a salvo de las garras de sus captores, instigados por el malvado don Teobaldo, señor del castillo de Alou. La niña, con la inestimable ayuda de un hombre de buena voluntad, consigue sobrevivir y llegar a la juventud. Y entonces la historia da un giro inesperado. El señor de Alou, casado con la hermosa doña Enara y padre del aguerrido Gossel (14 años) y de la pizpireta Griselda (6 años), ha tomado una decisión aparentemente inocua: quiere que todos los miembros de su familia queden inmortalizados en lienzos, que luego colgará en las dependencias del castillo. Para eso, y asesorado por su inseparable ayudante Hazdel, un soldado de enorme fidelidad, hace traer ante sí a Zacarías Mahaguz, un pintor ambulante de pericia legendaria y salud algo achacosa, quien acepta el encargo que el señor de Alou le propone. Con pinceladas sabias, Mahaguz consigue una imagen de Griselda que impresiona a todos por la exactitud de sus líneas; pero dura poco esta alegría, porque la pobre niña cae enferma y muere en un plazo brevísimo de horas. Pero es que cuando los pinceles de Mahaguz retratan a doña Enara, esta sufre un proceso de envejecimiento muy veloz; y cuando es su marido don Teobaldo el que posa para el retratista la debilidad lo erosiona hasta el punto de postrarlo en una cama… ¿Qué está ocurriendo? Gossel, con la ayuda de Hazdel, tendrá que descubrir qué diabólico mecanismo está erosionando a su familia, hasta el punto de colocarla al borde de la destrucción.

Nada más procede decir, salvo que el tinerfeño Daniel Hernández Chambers atrapa la atención hasta la última página y sale airoso del reto novelístico. Como está mandado.

martes, 18 de junio de 2024

Dentro de un siglo

 


Escrito y estrenado en 1921, el juguete cómico Dentro de un siglo, de Pedro Muñoz Seca, se construye sobre una idea tan simple como eficaz: la de imaginarse cómo será la ciudad de Madrid un siglo más tarde, cuando hayan triunfado las ideas de izquierda y se haya producido un cambio en las clases sociales. Así, nos encontramos en “Eureka”, una zapatería comunista en la cual trabaja como operario un antiguo duque, que debe mostrar sumisión ante un patrono más basto que unos calzoncillos de esparto. En el mundo laboral, las cosas han dado un giro brusquísimo, instaurándose la jornada de dos horas y cuarto y con un ritmo de trabajo que no estrese (“Los carteros no reparten al día más que once cartas cada uno”). Y en el mundo elegante de la nueva alta sociedad, los banquetes han experimentado una sensible alteración (“¡Vaya sopa de ajos, y vaya merluza a la vinagreta, y vaya morapio para rociarlo to!”). Un carbonero de Gibraltar ha sido nombrado embajador; los abogados se colocan en las esquinas ofreciéndose como repartidores; y un guarda de la Cibeles es el nuevo ministro de Marina. El gozo máximo consiste en no trabajar, porque lo importante es la felicidad y la holganza (“Aquí somos comunistas, y las alegrías de unos deben ser de todos”).

En suma, una pieza cómica, coyuntural y distraída, que no ha de tomarse más allá de lo que es: un divertimento.

lunes, 17 de junio de 2024

Tres maestros ante el público

 


Tres ensayos, deliciosamente escritos y hondamente atinados, componen este volumen que, con la firma de Antonio Buero Vallejo, lleva por título Tres maestros ante el público. Lo conozco desde hace años por sus piezas dramáticas (es uno de los grandes del teatro español del siglo XX) y también por sus apuestas artísticas (quién no recuerda su retrato de Miguel Hernández), pero su faceta de ensayista aún no la había explorado. Y qué delicia, oigan. Admirable.

En el primero de los trabajos reflexiona sobre los modos que tiene Valle-Inclán para retratar a sus personajes: bien observándolos desde abajo (“De rodillas”), bien situándose a su altura (“En pie”), bien juzgándolos desde la altura (“En el aire”). Y, sobre todo, aborda la manera en que esa óptica influye en la percepción que los lectores tenemos de ellos, en función del retrato de don Ramón.

En el segundo, analiza (con una minuciosidad impresionante y con detalles técnicos que anonadan) el manejo de las perspectivas y las líneas de fuga en el cuadro Las Meninas, para demostrar (me parece muy evidente que lo demuestra) que el espejo del fondo no reproduce la imagen de unos reyes que miran a Velázquez mientras trabaja, sino que refleja lo que el sevillano está pintando en el lienzo.

En el tercero (su discurso de ingreso en la Real Academia Española), se centra en los dramas de Federico García Lorca, que siempre supo colocarse del lado de quienes sufren y, por eso, su teatro “se incendia de sinceridad” (p.108). Con un buen aparato de conexiones y discrepancias, Buero va perfilando la posición de Lorca con respecto al teatro esperpéntico del noventayochista Valle-Inclán (que juzga de “maravilloso y genial”, pese a que lo catalogara de “detestable como poeta y como prosista”), hasta que el granadino alcanzó la plenitud trágica y social con sus propias piezas.

Al final, se cierra el tomo (el delicioso tomo) con la sensación de que han sido cuatro, y no tres, los maestros que han desfilado por delante de mis ojos.

Qué grande era Buero Vallejo.

sábado, 15 de junio de 2024

El último enigma

 


Estamos en Flandes, en el año 1564. En medio de la noche, la puerta del doctor Jacob Palmaert es golpeada nerviosamente por el abogado Bartolomé Loos, quien insiste en que lo acompañe a su casa, porque necesita de sus servicios como galeno especializado en enfermedades mentales. El doctor, mientras lo acompaña, se entera de que el abogado Loos es uno de los miembros de la Hermandad del Enigma de Salomón, y que el motivo de su angustioso requerimiento se basa en que los demás componentes de dicha sociedad, tras recibir un mensaje esotérico y leer su contenido, han ingresado de forma unánime en una extraña locura.

Pronto se incorpora a la trama, en una trayectoria anexa, el joven Ismael, sobrino del canónigo Sebastián Leiden. El muchacho trabaja en una posada, pero en realidad lo que está haciendo es controlar a los viajeros que transitan por la misma. Al fin llega alguien que atrae su atención, y el chico le comunica a su tío que, en su opinión, el recién llegado es un Maestro de Enigmas de la Hermandad. De hecho, y viendo que el desconocido se va de la posada antes de lo esperado, se apresta a perseguirlo a una distancia prudente. Se trata (lo descubrirá pronto) de Juan de Utrecht, un hombre sigiloso, precavido e inteligente, que se mueve con la habilidad de un felino y al que no resulta fácil espiar o controlar. Pero es que a la suma de inconvenientes que debe superar Ismael se suma el nombre de Lucas Lauchen, un inquisidor que, obsesionado con la figura de Juan de Utrecht, ha contratado a dos asesinos profesionales para que lo maten… y para que maten de igual modo al chico que lo acompaña.

Entretanto, los enfermos mentales retenidos en la mansión del abogado Loos no dejan de empeorar, ante el desconcierto del doctor Palmaert, quien no se muestra capaz de sanarlos. Uno de ellos, incluso, se suicida.

En ese punto entra en juego la prodigiosa habilidad novelística de Joan Manuel Gisbert, quien comienza a dar giros a la acción hasta conseguir que los lectores vayan de asombro en asombro, vertiginosamente embriagados. Una anagnórisis muy bien trenzada en los capítulos finales cambiará con inteligencia el rumbo de la obra. Una brillante narración, marca de la casa.

jueves, 13 de junio de 2024

La noche mágica

 


Estamos en el Territorio de los Roijales. El “infame Umayya, cuya soberbia le llevaba a denominarse Rey sin serlo” es un poderoso musulmán de Aspe que ha incurrido en la tiranía de rapiñar cuanto se encuentra a su alrededor, causando pobreza, miedo y estropicio a los lugareños. El rey legítimo es Kharuyn, famoso por sus artes mágicas y prendado de la infanta Rosvinda, quien no puede serle entregada en matrimonio porque ya se encuentra comprometida por su padre con el infante Fernando de Aragón. Celoso por ese presunto desdén que se le inflige, la rapta y reduce al papel de cautiva, concibiendo con ella a una niña (Zulaida). Luego mata al padre de Rosvinda y al infante Fernando.

Con ese sangriento punto de arranque se inicia la historia legendaria de “La Encantá”, una muchacha que se encuentra entre dos mundos (el cristianismo y el Islam) y que, escindida por lealtades contrapuestas, se ve sometida a una mágica venganza que la sumerge en las profundidades de la Tierra hasta que, en la noche de San Juan, alguien pueda acudir en su auxilio. En este relato, que Salvador García Aguilar acomete con una prosa bruñida y de aroma arcaizante, asistimos a batallas, emboscadas, hechizos, traiciones, envidias, mezquindades, amores y tristezas, que nos recuerdan a las viejas historias del mundo medieval y del folclore, que seguramente producirían escalofríos al escucharlas de noche, al amor de la lumbre.

Tampoco habría sido una mala idea leerla con esa ambientación, que me atrevo a sugerirles.

miércoles, 12 de junio de 2024

El legado de Hipatia

 


Sabemos que ciertos personajes de novela están más vivos que muchas de las personas con las que nos tropezamos por la calle. Igualmente sabemos que los libros pueden ser misteriosos, y sorprendentes, y mágicos. Que pueden intrigarnos, hacernos viajar, proponernos enigmas y perturbar nuestras seguridades, lanzando nuestra fantasía hacia fronteras insospechadas. Vicente Muñoz Puelles, en su relato El legado de Hipatia, nos ofrece una historia que participa de todas esas brujerías deliciosas: un escritor insomne está redactando una novela sobre Hipatia, mujer erudita de Alejandría que no goza del respeto del patriarca Cirilo, ni tampoco de los cristianos eminentes de la ciudad, porque esa mujer “enseñaba a razonar, a cuestionar las verdades establecidas. Ellos preferían un pueblo sumiso, crédulo, ignorante” (pp.15-16). Pero la confección de esta obra narrativa obliga a Muñoz Puelles a consultar un viejo ejemplar de la Alejandría de E. M. Forster, heredado de su abuelo. Y ahí comienza la auténtica aventura, porque el escritor advierte que los libros de su biblioteca parecen tener vida propia: vuelven solos a su sitio de la estantería (ansiosos por compartir la balda con sus iguales), se dejan caer al suelo cuando quieren llamar la atención, etc. Los libros se revelan entonces como seres vivos, dotados de sentimientos y voliciones, ahí donde las fronteras entre la realidad y la ficción ya no existen, o están desdibujadas por la niebla del fervor. Su abuelo, lector quijotesco, entusiasta y voraz, le transmitió la pasión por los libros (“Leía desde que se despertaba por la mañana, mientras desayunaba en el comedor y luego en la biblioteca. Leía en el lavabo y hasta en la bañera, donde había instalado una especie de atril. En plena gula literaria leía durante el almuerzo y durante la cena. Leía hasta que le vencía el sueño y entonces seguía soñando con libros, con historias y con caudalosos ríos de palabras”, p.31). Un día, se declara un incendio en la biblioteca del escritor protagonista, y la situación no acaba en desgracia merced a una intervención fantasmagórica, que da color y fantasía a las últimas líneas del texto.

Muy agradable lectura.

lunes, 10 de junio de 2024

Heroidas

 


Que los clásicos grecolatinos conforman la base del pensamiento y el arte europeos no constituye una afirmación que necesite explicaciones (y mucho menos pruebas): bastaría con anotar los nombres egregios de Homero, Platón, Virgilio, Safo, Sófocles, Séneca o Eurípides para que hasta la persona más escéptica lo admita sin discusión. Dentro de ese listado de primera magnitud ocupa un lugar muy destacado Publio Ovidio Nasón, autor del Arte de amar o las Metamorfosis. Y también autor de Heroidas, una hermosa colección de cartas donde dieciocho mujeres y tres hombres (casi todos pertenecientes al mundo de la mitología) dibujan con tinta sus zozobras de amor.

Se trata de páginas exquisitas (desde el punto de vista literario) y muy profundas (desde el punto de vista psicológico), en las que Medea, Fedra, Dido o Paris nos abren sus corazones para que leamos, escrita con la roja tinta de la sangre, su particular glosa sobre las tribulaciones que los malhirieron. Penélope se queja por carta a Ulises con motivo de su tardanza, que no acierta a entender (“Hay mieses ya donde se alzaba Troya, y la tierra que la hoz ha de rasurar brota exuberante, fertilizada con la sangre frigia. Los curvos arados rompen los huesos semisepultos de los guerreros; la maleza esconde las casas en ruinas”). Filis decide ahorcarse tras ver cómo el ingrato Demofoonte no parece dispuesto a volver a su lado, como le prometió (“¡Ojalá fracase todo aquel que crea que las acciones deben juzgarse por sus resultados!”). Enone se queja ante Paris de lo pronto que la ha olvidado, para solazarse ahora con su reina veleidosa (“Contigo pasé mis años juveniles y pido seguir siendo tuya durante el resto del tiempo”). Hipsípila recrimina a Jasón que la abandonase sin remordimiento, para irse con otra (“A los débiles el dolor mismo les ofrece cualquier clase de armas”). Ariadna, abandonada por Teseo en la isla de Naxos cuando huían juntos, llora por la ingratitud de su enamorado y le pide que regrese (“Estas manos cansadas de golpear mi triste pecho las tiendo, desdichada, a ti a través de los anchos mares. Angustiada, te muestro estos cabellos que me quedan. Te ruego por mis lágrimas, que en tu conducta tienen su origen: ¡haz virar tu nave, Teseo, y deslízate en dirección contraria con viento cambiado! Si muero antes, tú al menos te llevarás mis huesos”). Cánae, la hermana enamorada de su hermano y fertilizada por él, da a luz un hijo. El padre lo hace descuartizar y le envía a su hija una espada para que se arrebate la vida. Cánae escribe a Macareo pidiéndole que, después de su muerte, coloque los restos del bebé junto a los suyos en el sepulcro. Laodamía le pide a su esposo Protesilao (que sabemos que fue el primero en morir durante el cerco de Troya) que se proteja y vuelva vivo: que no se exceda en el arrojo, que salga el último de la nave, etc. Safo recuerda a su enamorado Faón, con quien en todo momento se mostró sumamente fogosa (“Mi incontinencia te hacía gozar más de lo ordinario, y mi continua movilidad, y mis palabras adecuadas al juego”) y al que, pese a la distancia, aún recuerda en la soledad de su lecho (“Lo que viene después me avergüenzo de contarlo: pero todo llega a su culminación y hay placer y no me es posible permanecer seca”).

Podría completar varias páginas de explicaciones y ni siquiera me acercaría a trasladar en la reseña un pálido reflejo de las infinitas bellezas de esta obra.

Es Ovidio, por Dios santo y bendito. Hay que leerlo.

domingo, 9 de junio de 2024

El secreto de Lena

 


Lo conocemos, sobre todo, por Momo y por aquel prodigio titulado La historia interminable (no dejen de poner la novela, mejor que la película, en manos de sus hijos), pero Michael Ende también escribió historias más breves, como El secreto de Lena, que ahora termino en la traducción de Marinella Terzi e ilustrada por Jindra Capek. Se trata de una fábula moral sobre una niña díscola e irascible, que disfruta llevando la contraria a sus padres y que no consiente en modo alguno que ellos procedan de la misma forma. Para lograr que siempre acaten sus decisiones acude hasta el consultorio de un hada que tiene seis dedos en cada mano, la cual le entrega unos terrones de azúcar que facilitan un hechizo escalofriante: una vez que sus padres se los coman, disueltos en el té, verán cómo su estatura se reduce a la mitad en cada ocasión en que le lleven la contraria. Resulta fácil imaginar el alborozo de la niña, que aplica de inmediato la receta.

Desde ese instante, sus progenitores se van encogiendo hasta alcanzar unas dimensiones liliputienses, y esto termina por agobiar a la desaprensiva chiquilla, que vuelve hasta el local del hada en busca de una solución. Entonces descubrirá el altísimo precio que deberá abonarle para revertir el angustioso proceso.

Escrita con gracia y fluidez, esta educativa narración resulta idónea para leerla por las noches a nuestros hijos más pequeños. Les gustará tanto como a nosotros.

viernes, 7 de junio de 2024

La molinera de Arcos



Se defiende el dramaturgo asturiano Alejandro Casona, en la contracubierta de este libro, contra las críticas que le pudieran venir por la escasa originalidad del tema de la obra La molinera de Arcos, incidiendo en la importancia de otros ingredientes, como la “expresión artística” de la misma. No hizo mal en precaverse, porque resulta obvio que el asunto central (el acoso que sufre una moza rústica por parte de un poderoso, que ignora sus vínculos matrimoniales y pretende solazarse de modo horizontal con ella) ha aparecido docenas de veces en la historia de la literatura, desde la Biblia hasta ciertos dramas de Lope de Vega. Nihil novum sub sole. Y tampoco supone novedad alguna el perfil íntimo de los personajes que en ella concurren (la muchacha virtuosa, el celestino servil, el ricachón prepotente, el marido confiado y después vengativo). Pero sí que es cierto que Casona agrega algunas especias que vuelven agradable el drama, y lo envuelven en un halo elegante, en el que la firmeza, la honestidad, el donaire de la protagonista, la gracia burlona y hasta algunos ramalazos de humor, se unen para provocar constantes sonrisas en los lectores (préstese audiencia sobre todo a los numerosos juegos de palabras y a las frases de intención equívoca o malévola que cruzan la atmósfera escénica). También es original que el asedio que sufre la joven molinera esté protagonizado por tres gerifaltes (un Fiscal, un Comandante y un Corregidor), e incluso por un cuarto, si añadimos al sinuoso Deán (casi más pendiente de las lindezas gastronómicas y el buen vino que de los esplendores femeninos de la muchacha); o que las esposas de estos babosos, conscientes de las flaquezas de sus maridos, decidan estar pendientes de cada paso que dan en torno a la chica.

Adéntrese el lector en la obra sabiendo lo que encontrará (asechanzas nocturnas, galanteos improcedentes, comicidad sencilla y final moralizante) y tiene aseguradas un par de horas de entretenimiento.

jueves, 6 de junio de 2024

Los bosques perdidos

 


Once cuentos conforman este volumen que el coruñés Miguel Ángel Villar Pinto (nacido en 1977) publicó con el sello Edimáter, de Sevilla. Y en cada uno de ellos se esconde una enseñanza y un motivo para la reflexión de sus jóvenes lectores.

En “El rey leñador” descubriremos que el precio que se paga por la prosperidad es, en ocasiones, excesivo; “La estatua y su pedestal” es una bella y contundente fábula ecológica, ambientada en una isla que sufre las amenazas de un volcán iracundo; “Tonelcillo” fabula sobre cómo pudo ser la infancia del primer gran comerciante de la Historia; “Dindán” supone una aproximación al mundo de los duendes, que existen cuando soñamos y que se extinguen cuando perdemos las fantasías e ilusiones (“Aunque los hombres lo ignoren, basta con que a los sueños se les desprecie una sola noche para que el mundo se vuelva totalmente gris”, p.48); “El problema de Gengar” es quizá el más endeble de todos los relatos del volumen, y es presentado como un cuento de aprendizaje, donde se nos pregonan las bondades de la moderación y la mesura; “Búho grande” es la historia peculiar de un ser que, en medio de la incomprensión de quienes lo rodean, deberá indagar y descubrir su propia identidad; “La pregunta del emperador” se articula en torno a un monarca al que aturde la inacción de un periodo de paz, que él mismo ha propiciado; “Iberto y la mala suerte” nos resume la patética historia de un botarate irreflexivo, que construye su desgracia a golpe de desidia, pero que culpa al mundo (es siempre la postura más fácil) de su estado; “El pequeño Tinsú” se centra en la insensata excavación que un visionario emprende, entre la rechifla de sus coetáneos, pero que terminará siendo aceptada como genialidad laboriosa; “La princesa infeliz” es el relato de alguien que no supo abalanzarse hacia el amor y que perdió por ello toda esperanza de alcanzar la dicha y la plenitud; y “Elisa y los animales del bosque” es la divertida narración (con moraleja) de una niña más bien desaprensiva, que siembra el caos creyendo hacer el bien.

Lectura distraída para los 10-12 años.

martes, 4 de junio de 2024

El testamento de Cervantes

 


Comenzaré declarando que, como lector, suelo sentir escaso afecto por los prólogos, que me aburren cuando son encomiásticos (esos escritores que actúan como padrinos de la criatura recién nacida), me irritan cuando son paternalistas (esos autores pretenciosos que nos dibujan los carriles por los que debemos conducir, para un mejor provecho, la inminente lectura de su obra) y me paralizan cuando son torpes (rasgo estilístico que he descubierto más veces de las que quisiera recordar). Como es lógico, existen también piezas que, por su brillantez, escapan a esta taxonomía: aduciré como único ejemplo paradigmático el de Jorge Luis Borges. Pues bien, el volumen de relatos El testamento de Cervantes, de la madrileña Elena Prado-Mas, se abre con uno de los prólogos más hermosos y más brillantes que he leído en mi vida. Lo voy a repetir, para que no se despiste nadie: uno de los prólogos más hermosos y más brillantes que he leído en mi vida. Y las nueve historias que se alinean después, para alegría de lectores, continúan con ese mismo tono de elegancia literaria, que se mantiene hasta la última página.

Pueden comprobarlo en “El lego”, donde un conocido juego infantil se convierte en la columna vertebral de un relato inquietante, que en sus líneas finales alcanza su apoteosis triste. Pueden comprobarlo en “La capilla de San Isidro”, donde un profesor que está corrigiendo exámenes se adentrará por un sendero imposible, tan turbador como terrorífico. Pueden comprobarlo en “El interfono”, donde un artefacto pediátrico parece conducirnos hacia un territorio paranormal. Pueden comprobarlo, en fin, en historias que nos hablan de miedos atávicos (“La piscina”), de fascinaciones reanudadas (“Arcoíris circular”), de pájaros justicieros (“La cuesta de Moyano”) y hasta de reuniones dominadas por el sentido del humor (“Junta de evaluación”). Y, por favor, por favor, compruébenlo en esa maravilla que cierra el tomo y que pone ante nuestros ojos un episodio centrado en la figura de don Miguel de Cervantes, donde se nos habla de amistad, amor y defensa de la cultura.

Un libro magnífico. Magnífico de verdad. Lleno de literatura auténtica, de la que no envejece, de la que nos hace sonreír y cabecear, de la que permite que la luz entre por la ventana. Memorable.

lunes, 3 de junio de 2024

Muerte en la ría

 


A veces me ocurre. El nombre de un autor (o los elogios sobre su obra) me rondan, dan vueltas a mi alrededor, me reclaman. Y de pronto, sin que sepa explicarme muy bien por qué ahora y no hace seis meses o dentro de un lustro, el azar coloca uno de sus libros entre mis manos y decido poner fin a mi ignorancia. Me acaba de suceder, gozosamente, con Javier Sagastiberri y su novela Muerte en la ría (Erein, 2024), que he leído en dos tardes y que me ha parecido magnífica. Con asombro y con admiración he ido viendo cómo el autor iba disponiendo las piezas narrativas sobre el tablero, para ir construyendo con eficacia e inteligencia su partida de ajedrez: un pistolero a sueldo, perfectamente aclimatado en España y que respeta unos códigos rigurosos de conducta; unos agentes de la ley muy bien definidos e individualizados, que no siempre pertenecen al lado de la luz; una abogada feminista que lucha por los derechos de mujeres maltratadas y que paga con la vida el despliegue de su coraje… Casi podemos apreciar los dedos de Javier Sagastiberri mientras sitúa con astucia los alfiles, los peones, la reina, las torres. Y la respiración del lector se acelera cuando ve que comienzan a moverse por los escaques.

Con capítulos cortos (donde los acontecimientos “marchan al galope”, como le gustaba decir a Pío Baroja), la trama se va abriendo desde un punto inicial que actúa como detonante: aparece en la ría, cerca del museo Guggenheim, el cadáver de una mujer de unos treinta años, que según deducciones forenses lleva varias jornadas sumergido en el agua. Pronto, las investigaciones de las ertzainas encargadas del caso, permiten descubrir su identidad: Sofía Alabaster, una abogada especializada en casos de violencia de género. Su joven compañera, Eva Arrozpide, se derrumba al enterarse del crimen. A partir de ahí, las sospechas se van ramificando y aparecen varios sospechosos: algunos pertenecen a la clase alta de Neguri; otros, a los brutales entornos de las mafias centroeuropeas. Cada pocas páginas nos saldrán al paso asesinos implacables que utilizan munición Parabellum, millonarios sin escrúpulos, personalidades sádicas, impagables descripciones psicológicas y espléndidos diálogos. Idoia Sagarduy y Ana Larburu tendrán que ir avanzando, entre nieblas, verdades y mentiras, para descubrir la solución del caso. Y tendremos que acompañarlas en ese viaje. Créanme si les digo que merece la pena.

sábado, 1 de junio de 2024

Setenta y dos vírgenes

 


Sara es una chica que, pese a estar graduada en Filología Hispánica, no tiene demasiada fe en sí misma. En su adolescencia soñó con ser escritora, pero pronto descubrió que la timidez coartaba sus posibilidades, porque tendía a dejarla muda en los momentos cruciales de exposición al público. Quienes la rodean (su amiga Alba, lectora de español en Reikiavic; su hermano Manuel, firme en su tarea de arroparla) sí que parecen dotados de una entereza anímica de la que ella adolece. Pero un día, mientras está tomando café en un local de nombre emblemático, dos extremistas armados con cuchillos inician una masacre al grito de Allahu àkbar. Paralizada por el horror, Sara solamente acierta a pronunciar una frase, ante el rostro iracundo del yihadista que pretende degollarla. Y esa frase (que no revelaré aquí) salva su vida, aunque la embarca en una experiencia delirante, en la que pronto comienzan a mezclarse una presentadora de televisión y varios agentes de policía, que la rodearán hasta el final (celérico y angustioso final) de la narración, donde se exploran las fronteras de la fe y del desconcierto, así como los mecanismos que construyen (o erosionan) el mundo en que vivimos.

Con esta obra, titulada Setenta y dos vírgenes y merecedora del XXIV premio de novela corta Salvador García Aguilar, la madrileña Chelo Sierra vuelve a mostrar la elegancia y la contundencia de su prosa, que combina de manera inmejorable la belleza estilística, la profundidad psicológica, la eficacia discursiva y el humor, para que los lectores queden al instante atrapados por su historia. Descúbranla.