Este
pequeño drama doméstico que nos ofrece Medardo Fraile (El hermano) se
basa en dos temas nucleares: la pobreza y la honra. El primero es explícito e
impregna la vida de los cuatro protagonistas (un matrimonio y sus dos hijos
mayores): tienen que cenar sopa de nuevo, porque el resto de alimentos ha
adquirido un precio prohibitivo; ruegan a uno de los vecinos que les preste el
periódico, para poder estar al tanto de las noticias; leerlo en la cama se
considera un gasto “prescindible” de luz… Es evidente que las estrecheces que
los acongojan son tan grandes como asumidas con cierta naturalidad resignada.
El segundo de los temas (la honra) se nos ofrece de forma insinuada: cuando se
quedan a solas los hijos, el hermano aprovecha la coyuntura para interrogar a
su hermana por la tardanza en volver a casa. ¿Se ha visto con ese hombre?
¿Dónde lo ha hecho? ¿Qué le ha dicho? Ella se refugia en las contestaciones
breves, elusivas; y, cuando el hermano decide que va a enfrentarse al tipo,
ella le pide que no haga una locura. Su respuesta le chirría entre los dientes:
“¿Me dices… a mí… que no haga una locura? ¡Qué sabes tú de eso! ¿Sabes tú lo
que es una locura?”. La hermana, herida en lo más hondo por la réplica,
responde: “No me hables así. ¡Yo soy buena! ¡Tú sabes que soy buena!”. Apenas
más. Es el lector (o el espectador) quien ha de deducir qué está pasando
subterráneamente.
Eficaz siempre en las distancias cortas, el madrileño Medardo Fraile compone una obra donde la intensidad queda adherida a lo que no se dice; y nos invita a que, como diablos cojuelos, asistamos a este pequeño/gran drama cotidiano.
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