Salgo
de este epistolario (las cartas que Emilia Pardo Bazán envió a Benito Pérez
Galdós) con una sensación general de tristeza. No de tristeza literaria,
desde luego, porque las misivas son interesantes y deliciosas, con sus puntitos
de humor, sus diminutivos sonrientes, sus reivindicaciones feministas, etc. No.
Me refiero a una tristeza emocional, porque durante su lectura he
sentido casi de forma orgánica las mil triquiñuelas que los amantes tuvieron
que organizar para vivir su amor a escondidas, sin que los allegados
sospechasen el vínculo que los unía. He sentido a la persona Emilia, a
la mujer Emilia, recubriendo a la escritora Pardo Bazán: el modo en que
proponía citas (y citas alternativas, si la primera fallaba), en que ideaba
encuentros “casuales” para verse con Benito en una calle o una plaza, en que lo
invitaba con toda la formalidad llamándolo de usted (por si las letras eran
leídas por otros ojos).
En
ese prolongadísimo carrusel de emociones (1883-1915), Emilia Pardo Bazán
manifiesta su distancia frente a la vida de provincias (“Reniego de ella”),
suplica constantemente a Benito Pérez Galdós que le dedique una parte de su
corazón y de su tiempo (“No me eche V. en el cesto de los papeles viejos”), le
ruega de forma constante que sea comedido en sus epístolas (“No me escriba V.
nada que no puedan leer los ojos más indiscretos”), le explica que ella es una
mujer intensa y que se entrega con pasión absoluta (“Donde entro aspiro a
llenarlo todo; y te confieso que muchas veces di en creer que a pesar de
nuestras similitudes, y con toda la estimación que hacías de mí, yo no te
llenaba”)… y también le reconoce que le ha sido infiel, de forma abrupta e
inesperada (“Mira de qué alhaja te has ido a enamorar. Mientras te recostabas
confiadamente en la almohada de mi hombro, la almohada se convertía en un saco
de serpientes… Esta imagen es bastante cursi; bueno. En cambio, tiene algo de
exacto y pictórico. Anda, miquito, retuérceme el pescuezo, y me quedaré más
descansada. Te debo una reparación”).
En
suma, asistimos en estas cartas a la crónica guadiánica, incompleta, de los
avatares de un amor secreto, que ambos vivieron con intensidad y que alegró sus
corazones, por debajo de convencionalismos, almidones y corsés sociales (“Hemos
realizado un sueño, miquiño adorado: un sueño bonito, un sueño fantástico que a
los 30 años yo no creía posible. Le hemos hecho la mamola al mundo necio, que
prohíbe estas cosas; a Moisés que las prohíbe también, con igual éxito; a la
realidad, que nos encadena; a la vida que huye; a los angelitos del cielo, que
se creen los únicos felices, porque están en el Empíreo con cara de bobos
tocando el violín… Felices, nosotros”).
La edición de la obra, bajo el sello Turner, corre a cargo de Isabel Parreño y Juan Manuel
Hernández.
Muy recomendable.
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