“Nunca
perseguí la gloria”, declaraba en uno de sus versos el poeta Antonio Machado;
mas la gloria, como resulta público y notorio, le llegó, porque se trata de un
ámbito de reconocimiento, consagración y fama que aureola a un cierto número de
humanos, con independencia de su voluntad y hasta del color de sus méritos: se
puede acceder a ella siendo un benefactor o un genocida, un científico o una
actriz, un ser presuntuoso o el más humilde de los mortales. En el espacio
escénico que Víctor Ruiz Iriarte nos invita a conocer en las páginas de Un
día en la Gloria seremos testigos de una acción que participa de la
seriedad y del humor, casi en iguales proporciones. El Heraldo, nada más
comenzar el drama, se lamenta de la situación que viven actualmente en la Gloria.
“Hace unos años, en un amanecer como éste, al toque de mi trompeta, subieron
por esta escalera tres poetas españoles, una danzarina rusa, un violinista
húngaro, dos pintores italianos…”, susurra; pero desde que el siglo XX
burbujea, todo se ha vuelto más chato e insignificante, menos esplendoroso y
regio. “La gente ahora” (quien habla es el Chambelán) “es muy ordenada. Duermen
como leños. A las ocho se levantan y hacen gimnasia. El deporte acabará con los
sueños”. De ahí que los habitantes de la Gloria (Sara Bernhardt o don Juan
Tenorio) se encuentren desazonados mientras esperan la llegada de alguien
distinto, que refresque el panorama y facilite nuevas conversaciones.
Por
fin, cuando las esperanzas ya casi se habían extinguido, sube por la escalera
el famoso actor de Hollywood Robert Lorry, quien acaba de consagrarse en el
mundo del cine interpretando el papel de Napoleón… Como es lógico, el auténtico
Bonaparte monta en cólera, porque se considera incapaz de convivir en el mismo
recinto con su “imitador”. Indignado, exhorta a sus compañeros para que elijan
cuál de los dos ha de ser expulsado de la Gloria. La respuesta del Chambelán
(que participa de la serenidad y de la reflexión) provocará la salida inmediata
de uno de ellos.
La
clave del buen funcionamiento de esta pieza radica en el modo ingenioso (y sin
duda notable) con el que Víctor Ruiz Iriarte equilibra los elementos serios
(como las reflexiones de Napoleón sobre la decadencia del mundo actual:
“Olvidasteis que vivir es crear una ambición cada día, y os habéis hecho
conservadores”) y los jocosos (como el afán que pone el bandido Diego
Corrientes en devolver una cartera con dinero que ha encontrado en el suelo).
Amena, distraída y elegante.
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