Fui,
durante mi juventud, lector fervoroso de Pablo Neruda. Devoré todos sus libros
(pero no como aquel político que juraba haberse empapuzado las obras completas
de Lope: yo sí que me leí de verdad las de Neruda) e incluso escribí sobre
algunos de ellos, en revistas, congresos y sitios así. Ahora, desde la
distancia de la madurez, vuelvo a las célebres Nuevas odas elementales,
sabiendo lo que me voy a encontrar (adiós al “factor sorpresa”); y reconozco
que las he disfrutado serenamente. Es decir, sonriendo con sus innegables
aciertos, cabeceando admirativo ante algunos de sus versos y, también,
disculpando con benevolencia los clichés efectistas que, colocados aquí y allá,
en mi juventud me pasaron inadvertidos por bisoñez lectora.
Neruda
sabía lo que estaba haciendo y lo hizo con destreza. Su estilo era potente y
millonario en lujos verbales (sobre todo, adjetivaciones y metáforas); y creo
que hay que leerlo sin prejuicios y en la juventud, para sentir su
deslumbramiento de amanecer y música (Tagore pertenece al mismo ámbito). Cómo
no sentirse feliz al comprobar que, para el insigne autor chileno, el
diccionario es “la bodega del vocabulario”; el mar es “el profundo hotel de las
sirenas”; o la lluvia una “transparencia oblicua de hilos”. Docenas de fórmulas
de ese tipo pueden ser subrayadas en el libro por el joven lector.
La magia de Neruda me ha devuelvo a la juventud. Releerlo ha sido quitarme años del DNI y reverdecer emociones que apenas estaban inauguradas. Que Dios lo bendiga.
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