martes, 28 de junio de 2022

Gente de Murcia

 


Es inevitable que un libro como Gente de Murcia, de José García Martínez, sea, por encima de cualquier otra consideración, irregular. Y esa irregularidad (término que, quede claro, no utilizo con desprecio) se manifiesta tanto en la nómina de personajes que aparecen en estas páginas como en la trascendencia posterior de los mismos: algunos que aquí figuran como egregios resultaron poco tiempo después engullidos por el olvido; otros, en cambio, adquirieron después una dimensión mucho más elevada de la que el jumillano creyó advertir en ellos. Es natural: todo periodista trabaja con material humano, que siempre es fungible y cambiante. Y el añadido de la inmediatez (la “actualidad” suele ser la antesala de la caducidad) tampoco se puede decir que ayude mucho. De tal forma que me he encontrado con unas dos docenas de semblanzas que me han obligado a acudir a Internet para desentrañar quiénes eran sus protagonistas (alguno ni siquiera estaba). En los demás casos, he disfrutado mucho, refrescando páginas que ya conocía (he sido lector fervoroso de García Martínez durante muchos años) y descubriendo otras que se centran en personajes a los que admiro.

He sonreído cuando nos habla de la letra pequeña y redonda (“tal que la buganvilla”) de José Ballester; o de la cautela del empresario Ginés Huertas (“Su entusiasmo por la entrevista no es, desde luego, indescriptible”). He reflexionado cuando nos recuerda las palabras de Carmen Conde (“Ni todos los rojos éramos criminales, ni todos los fascistas eran unos infames. Entre las dos Españas ha habido una inteligencia de amistad para salvar a la media España en desgracia. La hubo en la guerra, y yo por mi parte la demostré, y la hubo en la paz, y ellos la demostraron”). He vuelto a sonreír cuando retrata con infinita admiración a don Francisco Sánchez Bautista (“Está llenico, que se dice por aquí”) o cuando expresa su cariño por Rafael García Velasco (“Si gasta un cuarenta y cinco de zapato, puede que aún gaste un número más alto de corazón”). Me he emocionado con la semblanza del doctor Ricardo Candel, gran amigo de mi padre y asiduo visitante de mi casa. Y he disfrutado con los recuerdos de la poeta María Cegarra, sobre todo los que compartió con Miguel Hernández. De la entrevista a Miguel Espinosa (páginas 71-80) no necesito decir nada, porque es oro puro de principio a fin, y la habré leído quince o veinte veces en mi vida, además de incluirla en uno de mis libros de investigación.

¿Disfrutar? Mucho. ¿Recordar? Bastante. Y también la tristeza de constatar que algunos de aquellos personajes a los que conocí (Castillo-Puche, Paco Sánchez Bautista, el propio García Martínez) ya no están. Lo llaman “Ley de vida”, pero la ley no tendría que ser tan injusta.

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