Es
inevitable que un libro como Gente de Murcia, de José García Martínez,
sea, por encima de cualquier otra consideración, irregular. Y esa irregularidad
(término que, quede claro, no utilizo con desprecio) se manifiesta tanto en la
nómina de personajes que aparecen en estas páginas como en la trascendencia
posterior de los mismos: algunos que aquí figuran como egregios resultaron poco
tiempo después engullidos por el olvido; otros, en cambio, adquirieron después una
dimensión mucho más elevada de la que el jumillano creyó advertir en ellos. Es
natural: todo periodista trabaja con material humano, que siempre es fungible y
cambiante. Y el añadido de la inmediatez (la “actualidad” suele ser la antesala
de la caducidad) tampoco se puede decir que ayude mucho. De tal forma que me he
encontrado con unas dos docenas de semblanzas que me han obligado a acudir a
Internet para desentrañar quiénes eran sus protagonistas (alguno ni siquiera
estaba). En los demás casos, he disfrutado mucho, refrescando páginas que ya
conocía (he sido lector fervoroso de García Martínez durante muchos años) y
descubriendo otras que se centran en personajes a los que admiro.
He
sonreído cuando nos habla de la letra pequeña y redonda (“tal que la
buganvilla”) de José Ballester; o de la cautela del empresario Ginés Huertas (“Su
entusiasmo por la entrevista no es, desde luego, indescriptible”). He
reflexionado cuando nos recuerda las palabras de Carmen Conde (“Ni todos los
rojos éramos criminales, ni todos los fascistas eran unos infames. Entre las
dos Españas ha habido una inteligencia de amistad para salvar a la media España
en desgracia. La hubo en la guerra, y yo por mi parte la demostré, y la hubo en
la paz, y ellos la demostraron”). He vuelto a sonreír cuando retrata con
infinita admiración a don Francisco Sánchez Bautista (“Está llenico, que se
dice por aquí”) o cuando expresa su cariño por Rafael García Velasco (“Si gasta
un cuarenta y cinco de zapato, puede que aún gaste un número más alto de
corazón”). Me he emocionado con la semblanza del doctor Ricardo Candel, gran
amigo de mi padre y asiduo visitante de mi casa. Y he disfrutado con los
recuerdos de la poeta María Cegarra, sobre todo los que compartió con Miguel
Hernández. De la entrevista a Miguel Espinosa (páginas 71-80) no necesito decir
nada, porque es oro puro de principio a fin, y la habré leído quince o veinte
veces en mi vida, además de incluirla en uno de mis libros de investigación.
¿Disfrutar? Mucho. ¿Recordar? Bastante. Y también la tristeza de constatar que algunos de aquellos personajes a los que conocí (Castillo-Puche, Paco Sánchez Bautista, el propio García Martínez) ya no están. Lo llaman “Ley de vida”, pero la ley no tendría que ser tan injusta.
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