sábado, 11 de junio de 2022

El candelabro enterrado

 


Es solamente un niño judío de 7 años, que se llama Benjamín y está durmiendo. Pero su vida se verá alterada cuando las manos de su abuelo lo despierten y le indiquen que se levante sin hacer ruido: el anciano rabino Eleazar, que acaba de organizar una comitiva de ancianos, necesita que los siga en plena madrugada camino del puerto, donde los vándalos están a punto de partir con todos aquellos tesoros que han saqueado en Roma. Incluido el candelabro sagrado de Moisés, el único símbolo que a los hebreos les queda: la menorá. Corre el año 455.

Así empieza esta novela, magnífica, redonda, emocionante, de Stefan Zweig, que traduce Joan Fontcuberta para el sello Acantilado. En ella nos encontramos con un relato subyugador, lleno de fe y ternura, de esperanza y sorpresas, que se inicia cuando el niño Benjamín, intentando que no embarquen la menorá, sufre una brutal fractura de brazo, que lo acompañará el resto de su vida. Por ello, todos los conocen desde ese momento como Benjamín Marnefesh, el sometido a amarga prueba.

Saltemos ahora hasta la ancianidad del protagonista, porque cuando bordea los 87 años le llega la noticia de que la menorá ha sido trasladada a Bizancio. Es la oportunidad de presentarse ante el basileo Justiniano y solicitar que devuelva al pueblo judío su símbolo sagrado, gracia a la que el emperador se niega, con tanta crueldad como regodeo. La desazón y la tristeza invaden a Benjamín, que pide a Dios la muerte, ya que no le quiere conceder la felicidad de recuperar el milenario candelabro de Moisés. No obstante, su petición no es atendida, porque el Señor tiene otros planes para el venerable anciano; y los descubrirá cuando aparezca ante sus ojos el orfebre Zacarías.

Dueño de una capacidad narrativa envidiable, Stefan Zweig deja en esta novela varios momentos de altísima calidad: la descripción del saqueo de Roma por los invasores vándalos; el discurso que Eleazar pronuncia ante el niño Benjamín, que lo guarda en su memoria, aunque no lo entiende bien; o el instante en que el anciano emisario judío se presenta ante el emperador de Bizancio, que se dibuja con elementos casi hollywoodienses. Y, por supuesto, el final de la novela, con el que reconozco haber llorado: tanta es su belleza.

Adoro a Stefan Zweig.

2 comentarios:

Alena. Collar dijo...

Tengo bastantes libros de él. Algunos sin leer pues han ido saliendo hace poco. Yo también lo adoro. Me apunto este libro.

antonio.garrido.personal@gmail.com dijo...

Hace tiempo que no lloro. De modo que voy a probar...