No resulta necesario acudir a una bibliografía exhaustiva, ni
disponer de una cultura enciclopédica, para afirmar que la comicidad de los
enredos amorosos es una constante muy productiva en la historia de la
literatura. El amante que ha de esconderse de la vigilancia celosa (o de la
aparición súbita) de un marido; la mujer que debe recurrir a trucos reveladores
para mostrar las asechanzas de un indeseable; los enamorados que se hablan de
jardín a balcón en la oscuridad de la noche… Las variantes argumentales podrían
extenderse cuanto quisiésemos.
En esta pieza teatral del siglo II a.C. podemos observar cómo
Publio Terencio Afro aprovecha una de ellas (el chico que, enamorado de una
joven, es obligado por su padre a casarse con otra) para llevarnos de la mano a
través de una trama tan sencilla como ingeniosa, en la que intervienen esclavos
ocurrentes, progenitores enérgicos pero comprensivos, amigos cómplices y
coincidencias luminosas, que van trazando los vaivenes de una historia que el
autor remata con el manido recurso de la anagnórisis (es quizá el aspecto menos
plausible de la obra). El resultado final es esta Andria, un texto amable, que seguramente funcionaría muy bien
durante la representación y que contiene una de las confesiones amorosas más
dulces, emotivas y sinceras de la Antigüedad (“Esta es la mujer que he deseado;
la he alcanzado; me cuadran sus costumbres; vayan enhoramala quienes quieren
separarnos. Porque no me ha de apartar de ella otra cosa que la muerte”).
El exesclavo que se trajo de África el senador Terencio Lucano, y que se ganó la libertad aplicándose en su educación y en el ejercicio de la escritura, hizo sin duda un buen trabajo.
1 comentario:
Tengo muy buen recuerdo de la obra, ya ha llovido desde que la leí, pero hay cosas que no se olvidan.
Besos.
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