Tenía,
probablemente, unos dieciséis años cuando leí El loco, de Khalil Gibran; y recuerdo que me embriagó aquel
conjunto de anotaciones, minirrelatos, leves diapositivas y estampas que el
escritor libanés. Luego, ya no insistí en ningún otro volumen suyo (aunque pasó
por mis manos El profeta, que no
llegué siquiera a comenzar).
Ahora,
casi cuarenta años más tarde, vuelvo a la obra. Y no acierto a comprender por
qué razón me gustaron tanto estas páginas, que se me antojan en la actualidad
un manojo de obviedades donde fábulas (“El zorro”), apólogos e incluso
episodios de la Biblia (“Los dos ermitaños”) se unen para componer un refrito
edulcorado y misticoide con el que, a la postre, se pretende sustituir una
teología por otra: de las pautas que nos marcan desde fuera a las pautas que
nos marcamos desde dentro (y que queremos considerar válidas universalmente, al
modo kantiano). Huérfano de mecanismos propios para construir ese edificio
ideológico, Gibran acude a la nomenclatura religiosa de su entorno (Dios,
Satanás, Crucifixión, Gehena) y la mezcla con unos fervores más bien pedestres,
que impresionarán a los visitantes más jóvenes (a mí me ocurrió), pero que más
dificultosamente resistirán el análisis de una persona más leída o reflexiva,
que sentirá en cada página que está leyendo a un Zaratustra ñoño y
descafeinado.
Supongo que todo tiene su edad en el mundo de los libros. Y la de Gibran, a mí, desde luego, se me ha pasado.
1 comentario:
A mí me ha pasado exactamente lo mismo, Rubén.
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