Cierro el
libro Moderato cantabile, de
Marguerite Duras, que me traduce Paula Brines, y sé que estoy procediendo a una
despedida. He intentado tres veces sumergirme en las novelas de la escritora
francesa y me declaro vencido: no he logrado que me guste. Me ocurrió también
con Faulkner, Kundera o Mishima. No es grave, no es preocupante, no significa
nada. Tan sólo que son autores con los que no consigo conectar, que no me
comunican o me conmueven. Ni la culpa es suya ni mía. Así lo entiendo yo.
Habla
Duras en estas páginas de una mujer llamada Anne Desbaresdes, que lleva a su
hijo a clases de piano con madame Giraud. El chico, torpe o indolente, se
limita a repetir una y otra vez la sonatina de Diabelli, sin demostrar
entusiasmo o aprendizaje. Y un día se produce cerca de allí un acontecimiento
brutal: una mujer es asesinada por un hombre en un café.
A partir
de entonces, la aburrida Anne volverá día tras día al café, donde toma vino con
un hombre llamado Chauvin, al que interroga por lo que ha pasado. Parece que
está muy interesada en el destino de la mujer fallecida; o planea un final
parecido al suyo (la asesinada pidió a su amante que la matara de un tiro en el
corazón); o quién sabe qué. Chauvin y ella beben y se comunican con frases
breves, elusivas, orientales, en las que no consigo penetrar para hacerme una
idea de lo que está ocurriendo. Tampoco he logrado comprender bien la
finalización del relato.
Insisto:
puede que yo sea demasiado obtuso para entender la escritura lírica o neblinosa
de Marguerite Duras (nacida con el nombre de Marguerite Germaine Marie Donnadieu, cerca de Saigón). No lo
descarto. Pero, sea como fuere, lo que me parece normal es que no siga
insistiendo con ella.
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