Me gusta leer libros de poesía sin pensar qué voy a
escribir después sobre ellos. Atender a la voz y al corazón desmigajado del
poeta y dejar que me inunde con su alegría o su desgarro. Lo contrario se me
antoja una pose o un artificio que, disculpable, elude lo principal de la
comunicación lírica: sentir que me han dicho algo y no cuestionarme cómo
expandir ese algo a los demás lectores. Que se las apañen solos. Que se
sumerjan en el oleaje de palabras y que buceen, naden o se ahoguen en él como
he hecho yo. Que aprendan su salinidad, que observen sus medusas, que noten
roces en sus pies y no sepan si son escualos o peces payaso, que perciban el
frío de la congelación o el ardor de la corriente cálida.
Y todo esto me gusta que suceda así porque odio
“resumir” o “comentar” los libros de versos. Con las novelas, relatos o piezas
teatrales es distinto. Ahí sí que resulta admisible un cierto grado de
“información argumental” para que los lectores se sitúen. Pero en los versos
no. Aquí te condenas o te salvas en medio de un naufragio inefable. O así
tendría que ser, en mi opinión.
Juan de Dios García es, sustancialmente, poeta. Y,
accidentalmente, amigo. Así que he abierto y paladeado todas las páginas de su
última producción, Un fotógrafo ciego,
publicada por la editorial Balduque con una hermosa alusión sisífica en la
cubierta (Sísifo es uno de los protagonistas espirituales de este tomo). Y he
dejado que me inunden sus endecasílabos (“¿Qué importa ser diamante o ser
carroña?”), que me golpeen sus estrofas de acero y niebla (“La lluvia me moja y
soy la lluvia, / dolor en blanco y negro, / libros y carretera / invocando
fantasmas. / Se me hace necesario el arte del insomnio, / un fotógrafo ciego me
dispara. / Vivo en una península, / guardo una ciudad entera en mi cabeza / y
siempre tengo sed”), que me invada la empatía emocional que sugiere en algunos
tramos (“Algo sé del dolor, amor y alrededores. / Poco, si comparamos. Y sin
embargo, no / nos conviene olvidarlo. El dolor, digo”), que me sorprendan sus
preguntas retóricas (Tarde de domingo),
que me haga partícipe de su feliz ingenuidad amorosa (Kiss me, Kiss me, Kiss me) o que se me empape la boca de acíbar
cuando leo el poema final del volumen (Victoria).
Sé que este libro es terrible, y fértil, y
profundo, porque tu corazón no sale del mismo palpitando igual que cuando
entró.
Ya está. Se trata de eso. Conviene decirlo con esas
palabras desnudas, porque todo lo demás son vocablos sobrantes. Se quejaba
Ramón Gómez de la Serna
de una persona porque (decía) a todo le colocaba un forro de palabras.
Dicho queda.
Muy grande.
2 comentarios:
No lo he leído, pero como todo en esta vida, todo llega.
Un abrazo.
Con lecturas así, con esa inteligencia lectora tan creativa, la satisfacción de un poeta solamente hace ensancharse.
Gracias, Rubén.
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