Hay existencias que se ven profundamente alteradas
o destruidas por la muerte de los padres, que desmorona el mundo emocional o
doméstico de sus hijos. Es lo que ocurre con la adolescente Grete Minde, que
vive en Tangermünde y que se queda primero sin su madre (una española de
religión católica) y después sin su padre. Al principio, la relación con su
madrastra Trud es seca, aunque soportable; pero el paso de los meses la va
enrareciendo de forma paulatina. Y el nacimiento de su hermanastro no ayuda,
desde luego, a mejorarla, hasta el punto de que cuando su progenitor fallece la
muchacha suspira: “Ahora sí que estoy sola” (p.76). Por fortuna, dispone de un
apoyo moral y sentimental en el dulce joven Valtin, que la ama y reconforta con
su comprensión y que, tras saber cómo Grete ha sido humillada y abofeteada por
Trud, se anima a huir con la chica.
Durante tres años viven lejos de sus familias,
habitando en la humilde zona de su amor y teniendo incluso un bebé; pero una
terrible enfermedad se lleva el alma de Valtin y Grete se ve obligada a volver
a casa. ¿Cómo será recibida allí? ¿La acogerán con tolerancia y arrepentimiento
o, por el contrario, perfeccionarán contra ella su desdén?
El germano Theodor Fontane nos presenta aquí una
narración bucólica, basada en hechos reales del siglo XVII y que en algunos
tramos resulta excesivamente ingenua. Su lectura resulta inusitadamente fluida.
La pena es que el traductor (Manuel Alpuente) o la defectuosa corrección
estilística de la editorial (Siete Noches) nos agreda los ojos con brutales
errores en los posesivos, demasiado frecuentes como para admitir la disculpa
del desliz (“delante suyo”, 64, 102; “encima suyo”, 116, 192, 197; “encima
nuestro”, 146; “detrás suyo”, 197) y con la anonadante creación de una figura
laboral nueva, al definir a la vieja Regina como “haya de Grete” (39, 46, 52).
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