El argumento
de esta pieza teatral de Ángel María Pérez de Saavedra
Ramírez y Remírez de Baquedano, más conocido por su título nobiliario de Duque
de Rivas, es tan sobradamente popular que apenas bastarán unas líneas para
recordarlo: los amores imposibles de don Álvaro (un misterioso indiano cuyos
orígenes nadie parece conocer) y doña Leonor, estorbados por el padre de la
muchacha, quien recela del enigmático galán. Muerto el padre por un disparo fortuito provocado por don Álvaro, y fugitivos por caminos divergentes los dos protagonistas, los hermanos
de la chica deciden buscar a don Álvaro para lavar la ofensa de su honor y la
sangre de su padre. Pero la fortuna se aliará con el protagonista, que matará
primero a uno y después al otro, sin poder evitar que el segundo mate antes a
doña Leonor, para limpiar su apellido. Consciente de la maldición que acarrean
sus actos, don Álvaro se terminará precipitando por un monte, después de pedir
al demonio que lo acoja en su seno.
Efectista, con un ritmo irregular y con una
versificación no siempre admirable (frente a secuencias deliciosas y de
magnético ritmo hay otras en las que se pierde buena parte de la fluidez y
parece que la garganta se atorase cuando intenta seguir la ondulación del verso),
la obra conserva parte del aroma que la hizo famosa en su tiempo.
Vista la
pieza con los ojos del siglo XXI resulta chocantísimo que los hermanos de doña
Leonor provoquen y ofendan a don Álvaro de mil maneras distintas para que
acepte batirse con ellos y que él sea capaz de mantener la frialdad y la
templanza. Pero cuando don Alfonso insinúa
que el galán podría tener una parte de sangre mulata, éste se pone hecho una
furia y toma con frenesí la espada, dispuesto a gozar del privilegio “de beber
tu inicua sangre”. O tempora o mores.
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