Se engañará
quien comience la lectura de esta obra de George Bernard Shaw pensando que va a
encontrarse con un texto sencillo, ingenioso y de fácil digestión. El fino
humor británico del autor dublinés, desde luego, produce en ocasiones esa
sensación. Y más cuando, como ocurre en Matrimonio
desigual, parece que nos enfrentemos simplemente a un juego escénico entre
una familia noble y una familia plebeya pero rica que quizá se unan a través
del matrimonio de sus hijos.
En un lado
del ring tenemos a Lord Summerhays, acompañado por su débil, maleducado y
caprichoso hijo Bentley; en el otro, al empresario Tarleton y su rebelde,
moderna y feminista hija Hypatia. Pero resulta que cuando Bentley e Hypatia se
encuentran en el centro del cuadrilátero no surge la chispa del amor, ni
tampoco del deseo, ni siquiera de la conveniencia. Hay frialdad, ironía y aun
desdén (sobre todo por parte de la muchacha).
La situación
adquiere nuevas dimensiones cuando se produce un asombroso accidente aéreo en
la propiedad del viejo Tarleton y del aeroplano salen el atractivo Percival
(amigo de Bentley) y la joven polaca Lina. Ambos removerán las aguas suscitando
deseos amorosos en diferentes miembros de las familias. Comienzan entonces a
aparecer antiguas historias, antiguas infidelidades, antiguas relaciones, que
irán destapando el verdadero rostro de todos los protagonistas.
Una profunda
reflexión sobre la hipocresía social, sobre los convencionalismos de los roles
masculino y femenino, sobre el matrimonio… y hasta sobre la cultura. Como
muestra de esto último anotaré un simple detalle. En un cierto instante de la
obra Johnny Tarleton manifiesta su
desdén por los escritores que, cómodamente instalados en su autoproclamado
Olimpo espiritual, tildan de materialistas a quienes, como ellos, han
construido el tejido industrial y comercial del país, que permite comer a
todos. Y pronuncia esta frase para su padre: “Me gusta un libro con argumento. A ti, te gusta uno
que sólo contenga una idea que obsesiona sin cesar a su autor, como a un gato que
persigue a su propia cola. Yo puedo soportar un poco eso, así como puedo
soportar el espectáculo de ese gato durante dos minutos, digamos, cuando no
tengo nada que hacer. Pero un hombre se harta pronto de esas cosas. El caso es
que, para ti, el escritor es una especie de dios. Yo lo considero un hombre a
quien pago por hacer algo para mí. Le pago para que me divierta y me aleje de
mí mismo y me haga olvidar”. No serían pocas las personas que hoy en día
firmaran esa misma declaración.
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