jueves, 28 de abril de 2016

Matrimonio desigual



Se engañará quien comience la lectura de esta obra de George Bernard Shaw pensando que va a encontrarse con un texto sencillo, ingenioso y de fácil digestión. El fino humor británico del autor dublinés, desde luego, produce en ocasiones esa sensación. Y más cuando, como ocurre en Matrimonio desigual, parece que nos enfrentemos simplemente a un juego escénico entre una familia noble y una familia plebeya pero rica que quizá se unan a través del matrimonio de sus hijos.
En un lado del ring tenemos a Lord Summerhays, acompañado por su débil, maleducado y caprichoso hijo Bentley; en el otro, al empresario Tarleton y su rebelde, moderna y feminista hija Hypatia. Pero resulta que cuando Bentley e Hypatia se encuentran en el centro del cuadrilátero no surge la chispa del amor, ni tampoco del deseo, ni siquiera de la conveniencia. Hay frialdad, ironía y aun desdén (sobre todo por parte de la muchacha).
La situación adquiere nuevas dimensiones cuando se produce un asombroso accidente aéreo en la propiedad del viejo Tarleton y del aeroplano salen el atractivo Percival (amigo de Bentley) y la joven polaca Lina. Ambos removerán las aguas suscitando deseos amorosos en diferentes miembros de las familias. Comienzan entonces a aparecer antiguas historias, antiguas infidelidades, antiguas relaciones, que irán destapando el verdadero rostro de todos los protagonistas.

Una profunda reflexión sobre la hipocresía social, sobre los convencionalismos de los roles masculino y femenino, sobre el matrimonio… y hasta sobre la cultura. Como muestra de esto último anotaré un simple detalle. En un cierto instante de la obra Johnny Tarleton manifiesta su desdén por los escritores que, cómodamente instalados en su autoproclamado Olimpo espiritual, tildan de materialistas a quienes, como ellos, han construido el tejido industrial y comercial del país, que permite comer a todos. Y pronuncia esta frase para su padre: Me gusta un libro con argumento. A ti, te gusta uno que sólo contenga una idea que obsesiona sin cesar a su autor, como a un gato que persigue a su propia cola. Yo puedo soportar un poco eso, así como puedo soportar el espectáculo de ese gato durante dos minutos, digamos, cuando no tengo nada que hacer. Pero un hombre se harta pronto de esas cosas. El caso es que, para ti, el escritor es una especie de dios. Yo lo considero un hombre a quien pago por hacer algo para mí. Le pago para que me divierta y me aleje de mí mismo y me haga olvidar”. No serían pocas las personas que hoy en día firmaran esa misma declaración.

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