Hay autores
a quienes se puede leer con ciertas “distracciones ambientales” (música de
fondo, ruidos exteriores), pero en el caso de Henry James me parece que no es
así. Cualquier elemento que perturbe la concentración máxima da al traste con
la aprehensión pura del texto. Y no estoy hablando de una obra que sea en
extremo compleja desde el punto de vista estructural o impenetrable desde el
punto de vista estilístico. En modo alguno. Se trata más bien de una suerte
especial de música, que requiere silencio absoluto para que los ojos y el
cerebro estén ocupados únicamente en la historia que nos está contando, con sus
matices psicológicos y sus movimientos argumentales. Cada palabra, cada
cláusula, cada comparación parecen colocadas de un modo milimétrico para que no
pueda pasarse sobre ellas de forma distraída o bostezante.
En la novela
El Eco ocurre a mi entender de igual
modo. Henry James bucea de un modo tan sutil pero tan inquebrantable por las
almas de sus protagonistas que los lectores tenemos que realizar un importante
esfuerzo para no perdernos los matices de su análisis, los peldaños de su
indagación. El argumento es muy fácil seguirlo. Lo haría incluso un adolescente
que abriese las páginas de la obra. Pero empaparse de sus mil agudezas y
finuras ya es harina de otro costal. Ahí se debe comprometer toda la atención.
Lo que nos
cuenta es, en síntesis, sumamente sencillo: el duelo invisible que mantienen el
periodista Flack y el rico heredero Probert alrededor de la bella y dulce
Francina Dosson, quien se decide sin excesivo entusiasmo por el segundo gracias
a las presiones de su hermana, que lo ve como un partido más razonable. Esta
pugna entre los dos muchachos, invisible y aceitada por las convenciones
sociales y el fair play, se quiebra de modo escandaloso cuando George Flack
utiliza los comentarios íntimos que le ha suministrado Francina sobre algunos
miembros de la familia Probert y los publica inesperadamente en el periódico El
Eco, del que es corresponsal.
Una
novela sobre la etiqueta, la hipocresía y los usos sociales de la burguesía,
cuyo único fallo es, en mi opinión, que el final ha sido resuelto con
brusquedad y demasiada prisa. Todo el detallismo y la lentitud psicológica que
Henry James utiliza magistralmente durante la obra se precipitan hacia el
vértigo en el momento más inoportuno, introduciendo celeridad y hasta algunas
pinceladas de humor donde quizá otros matices hubieran sido más adecuados.
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