Si un grano de arena se introduce en una ostra,
puede que se termine convirtiendo en una hermosa perla; si el mismo grano
penetra en un ojo, lo más probable es que cause una irritación o una herida. El
grano de arena de esta espléndida historia que nos propone Belén Gopegui se
llama Carlos Javier, es ecuatoriano y ha perdido su empleo como repartidor
porque una clienta insatisfecha ha telefoneado al supermercado quejándose de su
evidente falta de profesionalidad. A partir de ese momento, el inmigrante se presenta
en la casa de Manuela y le hace ver que está en deuda con él, y que no la
dejará en paz hasta que le consiga un nuevo trabajo.
Este escenario de pesadilla (que se detalla en la
contraportada del tomo) no es, pese a las apariencias, la médula espinal de la
obra. Que nadie aborde la lectura de esta novela pensando en un argumento
kafkiano o psicótico. El hecho de que Carlos Javier se introduzca en el
confortable universo de Manuela, Enrique y sus hijos, y lo perturbe, no es más
que el inicio del auténtico nudo psicológico del volumen: la constatación de
que estamos sumergidos en unos modos de vida (no sólo burgueses, no reduzcamos
la lectura) que pueden quedar vulnerados con asombrosa facilidad. Julio
Cortázar, en su relato “El perseguidor”, explicaba por la boca de su
protagonista lo fácil que resulta hundir un dedo en la normalidad y comprobar
que tiene textura de gelatina. Manuela, profesora de instituto, tras vislumbrar
los mundos alternativos que se encuentran refugiados en los pliegues del mundo aparente,
revisará su vida y su sistema de pensamiento.
En este orden de cosas, Carlos Javier es
simplemente un ruido y una excusa. Un ruido, porque él no es el auténtico
problema, sino sólo su manifestación exterior; y una excusa porque, en el
fondo, no hablamos de un hecho puntual, aislado y aislable, sino de una
dirección errónea, que salpica de falsedades nuestro entorno y nos etiqueta
como culpables (o al menos como inconscientes).
“Esta historia no trata tanto de lo que no se ve
como de lo que, viéndose, no se mira”. Son palabras que leemos en la página55
de esta novela, donde se nos trasladan algunos de los más hondos, lúcidos,
reflexivos y espeluznantes análisis que se hayan hecho jamás de la burguesía
(el caravaqueño Miguel Espinosa habría disfrutado mucho con la lectura de esta
propuesta de Belén Gopegui). Y de eso, en fin, se trata: de darnos cuenta de
que una simple piedra nos puede romper el cristal tras el que tan
confortablemente estamos instalados, y por el que nos sentimos protegidos.
Cuando la primera grieta aparece en él, un escalofrío nos recorre la espalda y
comprendemos con desolación y horror que ha comenzado el fin del mundo.
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