Cuatro prodigiosas figuras centran
la columna vertebral de La gaviota,
de Antón Chéjov: la primera es Irina Arkádina, una actriz de 43 años y fama
pretérita, que actualmente vive más apartada del mundillo escénico, instalada
en el olimpo de las leyendas vivas; la segunda es su hijo, el temperamental
Konstantin Treplev, joven de 25 que se obstina en escribir unas obras de teatro
que no provocan sino la burla entre sus allegados, por lo innovador de su
textura; la tercera es Nina, una muchacha ingenua que terminará abandonando su
confortable vida para lanzarse a la aventura de convertirse en actriz, un
experimento que le deparará más amarguras que éxitos; la cuarta es Trigorin, un
dramaturgo que es respetado cada día más por los críticos y por los
espectadores…
Como se puede ver, el juego de las cuatro personalidades no puede
ser más explosivo: una actriz que se retira y una que empieza; un dramaturgo
que fracasa y otro que triunfa. Con esa ardua combinación de caracteres, Antón
Chéjov nos llevará de la mano hasta una zona de conflictos muy agria, en la que
chirrían entre sí los egos y brotan inquinas, envidias y malas vibraciones, que
consiguen despertar en ellos a las bestias que nos esforzamos siempre en
esconder en nuestro interior para que no salgan con demasiada virulencia a la
superficie. Sutil y profundo, como siempre, el dramaturgo de Taganrog nos
coloca ante una serie de movimientos escénicos en apariencia muy sencillos,
pero que revelan su carga emocional y simbólica en estratos más profundos, allí
donde el alma humana no dispone de disfraces con los que poderse camuflar. El
argentino Julio Cortázar lamentaba en uno de sus libros la ruina de toda
existencia con palabras que sin duda hubiera firmado el ruso: “Es la conclusión
inevitable, haber querido tanto de la vida, buscarle todo su sentido, y
descubrir que vamos derecho a un montón de fósforos quemados” (Libro de Manuel).
Los personajes de Antón Chéjov se aproximan a esa certidumbre desde las
laderas aparentemente enfrentadas (pero en el fondo complementarias) del
triunfo y del fracaso, porque ambos accidentes vitales se acaban resumiendo en
la nada triste del apagamiento.
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