Siempre he
sentido especial afecto por las obras de Carlos Arniches, al que me parece que
la historia de la literatura ha tratado con un cierto desdén displicente por el
“costumbrismo” de sus piezas y por su humorismo, que a veces incurre en lo
pedestre. Pero no creo que nadie que haya leído o visto representada su obra La señorita de Trevélez pueda juzgarlo
un autor menor o prescindible.
En febrero
de 1920 se estrenó en el Teatro de la Comedia de Madrid una obra de título inequívoco (Los caciques), cuyo argumento se puede
condensar en unas pocas líneas: dos personas que acuden al pequeño pueblo de
Villalgancio y son confundidas con los inspectores de cuentas que deben evaluar
la gestión del ayuntamiento. Don Acisclo, cacique y alcalde, opta por sobornar a
los presuntos inspectores para poder seguir haciendo y deshaciendo a sus anchas
en las arcas municipales. Ese marco teatral posibilita los golpes cómicos, que
se aplican a las más variadas situaciones. Por ejemplo, cuando el alcalde
manifiesta su voluntad dictatorial en materia política y espeta: “No hay más que dos partidos
políticos, ¡dos!..., porque no quiero confusiones; el miista, que es el mío, y
el otrista, que son toos los demás”. O cuando las fuerzas vivas del pueblo se
apiñan contra los inspectores que habrán de revisar las cuentas de sus libros
(“Unámonos y podremos hacer lo que nos dé la gana, que es para lo que se une
todo el mundo”). O, en fin, en situaciones cómicas per se sin más
intención que provocar la lisa carcajada en los oyentes, como cuando el
rimbombante Cazorla se acerca hasta el hotel donde se hospedan los dos
forasteros y le pregunta a uno de ellos: “¿Da usted su aquiescencia
penetrativa?”. Cachazudo, Pepe replica en el mismo tono, mientras le señala una
silla: “Obligérese
romboideamente en ese adminículo arrellanatorio”.
Pero por debajo de esas escenas de humor late una
situación terrible, la del más crudo
caciquismo, que controló y malbarató la vida española durante décadas. Carlos
Arniches no deja que la hilaridad emborrone su denuncia, que emerge a la
superficie en las palabras del médico del pueblo, otra víctima de don Acisclo y
sus adláteres: “Treinta y cinco años, señor, me he pasado de médico titular, de
médico rural, luchando siempre contra el
odioso caciquismo, contra un caciquismo bárbaro, agresivo, torturador; contra
un caciquismo que despoja, que aniquila, que envilece... y que vive agarrado
a estos pueblos como la hiedra a las ruinas... Yo he luchado heroicamente
contra él con mi rebeldía, con mis predicaciones; porque yo, que la conozco,
estoy seguro de que en esta iniquidad consentida a la política rural está el
origen de la ruina de España”. Y no permitirá que la obra termine sin colocarle
un broche de indignación y de acíbar que tuvo que congelar, seguro, las
sonrisas de los espectadores con su carga de dinamita: “Los españoles no podremos gritar con alegría
"¡Viva España!" hasta que hayamos matado para siempre a los caciques”.
Una pieza memorable, en muchos sentidos.
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