Pese a que
existe un número altísimo de escritores que durante siglos han redactado sus
obras para alcanzar la gloria, el éxito, el reconocimiento o la riqueza, puede
constatarse con superior pasmo que también los hay que, por razones variadas,
dejaron un día de escribir y se abandonaron a la oquedad del silencio. Enrique
Vila-Matas, en esta singular obra que resulta difícil catalogar y que se
desliza por los senderos de la novela y del ensayo, desmenuza los casos de
docenas de creadores que eligieron el camino del No.
Por ejemplo, Robert Walser, que desempeñó múltiples
oficios subalternos (incluso el de criado) y que escribía con desgana en horas
intempestivas. O el mexicano Juan Rulfo, que cuando le preguntaban por qué no
escribía más respondía que se le había muerto el tío Celerino, que era quien le
contaba las historias. O el catalán Felipe Alfau, que se escudaba en el hecho
de haber aprendido inglés tras su emigración a los Estados Unidos, y que eso le
había provocado un disloque emocional. O Rimbaud, que renuncia a los 19 años al
ejercicio de la escritura y se embarca en aventuras sin cuartel durante las dos
décadas siguientes, hasta su muerte. O Sócrates, un excéntrico (al que
Vila-Matas compara con Pere Gimferrer por su forma de vestir) que jamás escribió
palabra alguna. Es un conjunto de gente “paralizada ante las dimensiones absolutas que conlleva toda creación”, que se enclaustran
voluntariamente en su propio laberinto; o, como dice el mismo Vila-Matas, que
habitan en “una estética del desconcierto”. Escritores que quieren ser
olvidados y no resultar objetos de culto o adoración.
Más adelante se ocupa en el volumen de Pepín Bello, compañero
mudo de los impresionantes creadores de la generación del 27, que se le antoja
“el escritor del No por excelencia, el arquetipo genial del artista hispano sin
obras”. Y de Bobi Bazlen, “un judío de Trieste
que había leído todos los libros en
todas las lenguas” y que se limitaba a apuntar notas a pie de página para
textos inexistentes. Y de Pedro Garfias, que se pasaba largas temporadas sin
escribir porque andaba buscando un adjetivo y no daba con él. Y de Felisberto
Hernández, que es un bartleby especial, que siempre dejaba sus cuentos
inacabados. Y de Juan Ramón Jiménez, que no escribe una sola línea desde la
muerte de su esposa Zenobia, ocurrida en 1956.
El narrador de la obra es además tajante en algunos
juicios genéricos, que no todos compartirán: “He sido afortunado, no he tratado personalmente a casi ningún escritor. Sé que son vanidosos,
mezquinos, intrigantes, egocéntricos, intratables. Y si son españoles, encima
son envidiosos y miedosos.
Sólo me interesan los escritores que se
esconden, y así las posibilidades de
que les llegue a conocer aún son menores”.
Un libro para amantes de la literatura y de la
reflexión.
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