Ahora que estoy acercándome a la raya que marca mis
primeros 50 años (llegaré a esa meta parcial en marzo de 2016), considero que
ha llegado la época de ir dedicando tiempo a releer algunos de los libros que,
durante mi adolescencia y juventud, me convencieron y hechizaron. Entre ellos,
lógicamente, están los espléndidos cuentos de Edgar Allan Poe, que conocí en
ediciones infectas y que ahora revisito en la traducción de otro de mis dioses:
Julio Cortázar.
“El tenebroso príncipe”. Así llamaba Juan Perucho a
Poe en su edición de los Cuentos del
bostoniano, que Planeta lanzó en 1983. No es mala fórmula, desde luego. En
verdad son muchas las ocasiones en que Poe adereza o directamente construye sus
historias con elementos que provienen del mundo de la muerte y sus alrededores:
calaveras, tumbas, enterrados vivos, momias, cadáveres emparedados... Podríamos
multiplicar las referencias casi hasta el infinito. Dice la Wikipedia que nuestro
autor escribió sobre el terror y sobre la muerte “para satisfacer los gustos
del público de la época”. Creo que esta afirmación no es demasiado rigurosa.
Poe no escribía con ese objetivo. Sería reducirlo a un papel demasiado
mezquino. Lo que ocurría era que todo ese universo tétrico ejercía sobre él una
fascinación constante. A Poe lo perturbaban las imágenes de los cementerios, de
los seres enterrados prematuramente; quizá porque respondían a pulsiones
oscuras suyas (de niño lo castigaban haciendo que copiase epitafios de noche,
en un cementerio). Hay un soneto muy hermoso de Jorge Luis Borges donde lo
llama “constructor de pesadillas”, y donde retrata con singular acierto esa
parte del alma de Poe. No podría decirse mejor. Poe construyó un universo de
horrores para ver si así se liberaba de sus propios miedos, los expulsaba al exterior,
los objetivaba. Lo que ocurre es que lo hizo tan bien que se convirtió en el
inaugurador de un camino, y por ese camino luego circularon Lovecraft, Stephen
King y muchos otros.
En “La verdad sobre el caso del señor Valdemar” nos
acerca hasta el mundo de la hipnosis, contemplada desde el lado más
inquietante, igual que ocurre con “Revelación mesmérica”. En “La caída de la
casa de Usher” nos topamos de frente con el mundo de las personas enterradas
prematuramente (o con aquellos espíritus que revierten hacia nuestro mundo,
para ajustar cuentas pendientes con los vivos). “El corazón delator”, “El gato
negro”, “El pozo y el péndulo”, “El tonel de amontillado” o “Los crímenes de la
calle Morgue” son piezas fabulosas, que se pueden encontrar en cualquier antología
del autor, y que nos muestran al maestro de la inquietud, el espeluzno y las
atmósferas desasosegantes.
Pero cada lector que se adentra en sus relatos
completos descubre (a mí me pasó y me ha vuelto a pasar) que hay otras facetas
del bostoniano que no son tan célebres, pero que resultan igual de llamativas o
embriagadoras. Por ejemplo, la faceta humorística de Edgar. Julio Cortázar
afirma que es muy notable “la
imposibilidad de Poe para escribir nada humorístico”, pero en ese detalle
no me muestro conforme. Relatos como “La incomparable aventura de un tal Hans
Pfaall”, “Cuento de Jerusalén” y, sobre todo, “Los anteojos” desmienten con
gran vigor ese juicio global.
Uno de los creadores del género y uno de sus
mejores artífices. El cuento le debe tanto a Poe que resultaba impensable no
releerlo.
Monumental.
1 comentario:
El Gran Maestro, al que regresamos una y otra vez con jubilosa admiración.
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