Que un hombre de 60 años sienta atracción sexual
por una rozagante chica de 20 puede resultar, aunque desequilibrado, factible.
Es lo que le sucede desde que se sube a un tranvía urbano al protagonista de La historia del buen viejo y la bella
muchacha, de Italo Svevo, que Mercedes Corral traduce para el sello
Acantilado.
Estamos en 1917, en plena Primera Guerra Mundial, y
nuestro hombre es un comerciante que se ha hecho rico con la contienda. Huérfano
de relaciones eróticas con ninguna mujer, descubre que la persona que conduce
el tranvía es una hermosa chica que corre demasiado, tiene una conversación
amena y lo mira con simpatía. Tras sentir una punzada de deseo (que al
principio juzga incongruente o inmoral), la cita en su casa para ofrecerle una
colocación mucho más adecuada a sus condiciones. Siendo un hombre acaudalado y
de buena posición social, le será fácil encontrarle algo. En realidad, el
libidinoso viejo está acariciando la posibilidad de seducirla y tener un
encuentro sexual con ella; pero pronto se avergüenza de su comportamiento y toma
una rígida decisión: “Encauzaría a su jovencita hacia una honesta vida de
trabajo y para ella no sería nada más que un filántropo” (p.21). A partir de
entonces, la relación entre los dos se convertirá en un extraño vínculo donde
el sexo, el espíritu de Pigmalión y los rancios resortes de la moral se
cruzarán con diversos resultados. Los demás miembros de la narración (el médico
que atiende los achaques del protagonista, la mujer que actúa como ama de
llaves en su casa) se mantienen en un segundo plano muy desleído, sin
intervenciones notables.
La novela es breve y estática, en el sentido de que
casi todo lo importante sucede en la mente de su protagonista masculino, un
anciano que no sabe si seducir, educar, forzar, proteger o embaucar al
suculento fruto joven que ha caído ante sus ojos y que, al fin, opta por una
solución sorprendente: redactar un sesudo volumen sobre las relaciones de
atracción y repulsión entre viejos y jóvenes.
No es la novela del siglo, para qué nos vamos a
engañar, pero tiene su encanto.
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