domingo, 5 de abril de 2015

El poema de Gilgamesh



Más de cuatro mil años, que se dice pronto, tiene la historia del mítico rey Gilgamesh, que se fraguó en Uruk. Ha llegado hasta nosotros en apretadas y a veces deterioradas tablillas de arcilla que, escritas en lengua sumeria, acadia e hitita, siguen generando polémicas porque los distintos estudiosos (Bottéro, A. R. George, Tournay, Parpola) no terminan de ponerse de acuerdo en la forma en que han de ser interpretadas ciertas lagunas o leídos ciertos pasajes. Hace pocas semanas, para alegría de los lectores hispanos, el profesor Rafael Jiménez Zamudio nos ha dejado en el prestigioso sello Cátedra una nueva edición de este magno poema, donde trata de fijar en la medida de lo posible el texto, aludiendo a las diferentes versiones que circulan en el mundo académico sobre él y optando por la solución más luminosa o plausible.
La historia de este monarca legendario es bien conocida: Gilgamesh es un rey aguerrido y violento («búfalo que embiste», se le llama en la página 107), que goza de una execrable fama como desvirgador de doncellas («no deja libre a jovencita alguna a su novio», p.112) y como hombre soberbio y petulante («Yo soy el Rey», p.108), al que los dioses pretenden moderar creando a Enkidu, un singular hombre-bestia, asilvestrado y primitivo, con el que enfrentan al héroe. Lo que no podía prever la diosa Aruru (máxima responsable de la creación de Enkidu) es que ambos terminarían haciéndose amigos, inseparables amigos, y que acometerían juntos infinidad de proezas, como la exterminación del terrible monstruo Huwawa o del Toro Celeste. No obstante, esta anómala asociación no es bien vista por los dioses, que comienzan a recelar de su doble poder inmenso, así que decretan la muerte de Enkidu. El lamento funeral que Gilgamesh le dedica (tablilla VIII, versos 1-56) es quizá la parte más bella y conmovedora del poema, porque nos encontramos con un héroe humanizado, tembloroso, que llora por la condena de su amigo y que llega a temer por su propia muerte.
 Para los lectores vinculados al mundo de la religión es probable que la secuencia más impactante sea la de Utanapishti, un hombre que ha merecido el don de la inmortalidad por parte de los dioses. ¿El motivo de este regalo inusual? Pues que logró sobrevivir a un diluvio universal gracias a la elaboración de un arca, con la que se mantuvo a salvo de la crecida de las aguas. Una vez que cesó la iracunda tormenta, y con el fin de comprobar si el nivel de las aguas había menguado, utilizó aves y constató si volvían o si, por el contrario, habiendo encontrado un lugar en el que anidar, jamás regresaban. Los parecidos con la historia del bíblico Noé son tan aparatosos y detallados que no pueden sino producir asombro.

Nos encontramos, en suma, con la primera epopeya de la antigüedad, que el profesor Jiménez Zamudio vertebra, ordena, limpia y fija con escrupuloso cuidado, atendiendo a todas las versiones anteriores y procurando acercarse a las propuestas más verosímiles. Gracias a él, la historia del mestizo Gilgamesh («Dos tercios de él eran dios, su otro tercio era condición humana», p.109) avanza hasta la condición de relato cerrado. Sólo por ese logro (y no es el único del volumen) ya merecería un aplauso y un lugar en todas las bibliotecas.

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