Que el primer libro de poesía editado por un autor
sea bueno y contenga textos memorables supone una alegría. Que el segundo
ratifique y amplíe esa sensación es milagrosamente hermoso. Es lo que ocurre,
desde mi punto de vista, con el poeta Alberto Caride (Alcantarilla, 1982), de
quien leí con satisfacción su Narciso
despeinado (2012) y de quien ahora he devorado con asombro su volumen Ciudades Jirón (2014), editado por
Lastura con prólogo de Raquel Lanseros.
Ataviado con maduros ropajes de poeta, Alberto
Caride explica a quien le quiera leer y escuchar que la vida, toda vida, es una
búsqueda incesante y llena de zozobras, en la cual «solo queda ir tropezando
cada vez menos / en las mismas piedras / hasta tener el mapa del fracaso bien
aprendido», pero que en ocasiones el descubrimiento de ciertas luces basta para
redimirnos de ese légamo gris del que muchos no logran emerger («Has probado la
belleza. / No todo el mundo sabe de ella»). Al final, cuando nos encuentre la
muerte, cuando nos atrape con su red implacable y se cebe sobre nuestro
corazón, quedará al menos la certidumbre de habernos entregado a través de
nuestras palabras, que es lo que a la postre importa y queda («Un día ha de
morir el poeta, / y no podrá cantar ya la quimera / de los días, aunque
recuerde / los miles de versos que ha sido»). La visión final que queda de este
poemario está teñida por el dolor, la decepción y la amargura, pero esto
solamente indica, a mi entender, que Alberto Caride ha alcanzado ya un nivel de
madurez humana lo suficientemente alto como para darse cuenta de que, por
decirlo con el argentino Julio Cortázar, vamos derechos hacia un montón de
fósforos quemados. El poeta murciano lo dice con otras palabras, aunque el
espíritu sea el mismo: «La vida como una eme indefinida, / como un camino entre
dos verdades exactas / construido de engaños». O un poco más adelante: «Solo
soy tiempo que se gasta».
Pero quedan las ventanas, esas fuentes de oxígeno
con las que abrirse a otra dimensión, con las que descubrir grutas de seda en
las que refugiarse. Una de esas ventanas esperanzadoras es el amor, que resulta
consignado aquí en una multitud de imágenes distintas, como los besos («Solo un
beso, / y la vida fue eso en un instante, / y la vida es eso eternamente») o la
capacidad de irradiar emoción a otras personas («Dar calor / es una propiedad
de los cuerpos vivos y de la poesía»). Dentro de esos poemas dedicados al amor
hay dos que me han parecido especialmente hermosos: el titulado “Peep Show”
(donde aparecen Inma y la barra del café murciano Zalacaín) y el que cierre la
obra, con el rótulo de “Todas las mujeres de mi vida se mueren por ser tú en
este momento”, una bellísima declaración de amor, melancolía y tibia venganza
contra las torpes predecesoras de su actual amada.
Me dice Alfonso Martínez Martínez, mi librero, que
yo he sido la primera persona en adquirir esta obra en su local. No sé si será
cierto, pero me alegra que me lo diga. También fui una de las primeras personas
en comprar la anterior. Seguro que también haré lo mismo con la tercera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario