Que Azorín fue un lector voraz de todo tipo de
volúmenes era algo que sabíamos de sobra los aficionados a la literatura. Pero
el trabajo que ha abordado Francisco Fuster en la editorial Fórcola es,
simplemente, impagable: ha rastreado «en los cerca de cinco mil quinientos
artículos de prensa que publicó en distintos periódicos de España y Argentina
durante sus más de sesenta años de profesión» (p.18) aquellos que el escritor
de Monóvar dedicó al mundo de los libros, hasta conformar este volumen, que no
duda en definir como «autorretrato de un bibliófilo».
Azorín reivindica en estas páginas dispersas el
placer de la lectura («Por gusto han de ser leídas las obras literarias», p.28);
señala que el capricho de los eruditos de poner infinitas notas a pie de página
con miles de fruslerías filológicas se le antoja «deleznable, frívolo y
pedantesco» (p.30); opina sobre las peculiaridades de la cultura española, en
comparación con la del resto del continente europeo («Las naciones son grandes
—como los individuos— por el espíritu. Grecia, Francia, Italia, Alemania han
influido en el mundo por la inteligencia. Cuando toda Europa se renovaba, ¿qué
hacía España?», p.32); deplora la falta de instinto comercial y de sano afán
propagandístico de la mayor parte de los editores españoles de su tiempo,
reacios a las técnicas que permitan difundir y vender mejor los libros; opina
sobre la condición enriquecedora de las obras que leemos («Las lecturas que se
hacen para saber no son, en realidad, lecturas. Las buenas, las fecundas, las
placenteras son las que se hacen sin pensar que vamos a instruirnos», p.85); se
sumerge en largas consideraciones sobre la importancia que tienen las lecturas
durante la infancia y la adolescencia, indicando que jamás debe vedarse a los
niños ninguna obra, que los libros especialmente compuestos para ellos se le
antojan una tontería y que la principal virtud que han de atesorar esos
primeros volúmenes es abrir para los chavales la puerta de la fantasía («La
imaginación es la prenda más exquisita con que cuentan los humanos», p.214) ; y
hasta se permite la inclusión en estas páginas de algunas pinceladas teñidas
por la misantropía («Las visitas roen nuestro tiempo; por poco que se lleven,
siempre se llevan cuatro o seis páginas posibles», p.88).
La obra, como no podía ser de otro modo siendo
Azorín su autor, está compuesta en un estilo ágil, de frases cortas y directas,
donde el maestro de la generación del 98 no deja de enseñarnos palabras
olvidadas o marginales, que él refresca para nosotros. Por ejemplo, ¿han
pensado alguna vez cómo se llama esa telita que separa los granos en el
interior de una granada? ¿Y saben cuál es el nombre exacto de la telita que
separa el huevo de su cáscara (visible cuando el huevo está cocido y le
retiramos el envoltorio)? Pues ambos vocablos los tienen en la página 177, tan
sonoros como marginales.
Azorín puede encandilar o irritar (algunos críticos
opinan que es uno de los estilistas mayores de la prosa castellana del siglo
XX; y otros, como Paco Umbral, abominan de él), pero jamás deja indiferente.
Súmenle a esa condición única las magníficas fotografías en blanco y negro que
completan el volumen y convendrán conmigo en que el delicioso sello Fórcola nos
acaba de regalar una obra hermosa y admirable.
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