Una de las asociaciones verbales más dolorosas que
puedan existir es la que proviene de enlazar las palabras cáncer y mamá. Así que
sumergirse en un libro como La extraña,
de Elisabetta Rasy (traducido por Pepa Linares), supone una experiencia
durísima en la que lo literario, lo psicológico y lo personal se abrazan con
tanta energía que es imposible no conmoverse o sentirse golpeado. Y lo es desde
el principio, porque la frase con la que se abre el volumen es tan brutal como
clarificadora: “No es fácil relacionarse con una persona que se está muriendo,
ni para el que muere lo es relacionarse consigo mismo”. La historia que nos
cuenta la narradora es descarnada, sencilla, elemental, firme: su madre, de 81
años, ha comenzado a derrumbarse en su lucha contra la enfermedad. Ha perdido
el apetito. Ha dejado de cuidar su ropa o sus uñas. Acoge con muy mal humor la
presencia de cuidadoras en su hogar. Odia los espejos y se niega a contemplarse
en sus láminas delatoras. Se resiste a seguir los tratamientos que le prescriben.
Confía más en la sonrisa de los médicos que en su eficacia como
profesionales... En suma, se va aislando del mundo que la rodea para proceder a
su disolución. Por eso su hija se siente fuera, incapaz de ayudarla de un modo
satisfactorio (“Era una extracomunitaria sin permiso de residencia en el país
hostil de la enfermedad”, p.33). Y va viendo con amargura y con consternación
cómo la anciana se vuelve irritable, se siente defraudada, se hunde en el
légamo del abandono. Le resulta difícil reconocer “a ese mutante que ya no era
mi madre” (p.62), la cual se encuentra chapoteando “en el desolado territorio
que hay entre la vida y la muerte” (p.96).
Escrita con un lenguaje tan asequible como
seductor, esta novela de Elisabetta Rasy consigue instalar a los lectores en el
centro mismo del desasosiego y les hace sentirse narradores y protagonistas. El
único defecto (menor, quizá) que puede
señalarse a este libro son los laísmos que lo afean, los cuales chirrían en un
texto que recibió una beca en la
Casa del Traductor de Tarazona (“La sonreía siempre”, p.34;
“Yo la grité”, p.114). Por lo demás, memorable.
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