lunes, 7 de marzo de 2016

Los nietos de San Ignacio



Es evidente que los hijos de los hijos son los nietos, así que los alumnos que cursan estudios en las aulas del colegio de Santo Domingo, en Hortichuela, con los jesuitas… son los nietos de San Ignacio. Así lo entiende Joaquín Belda y así lo consigna en esta novela corta, donde fulgura un tibio espíritu anticlerical, que se observa en varias secuencias de la obra. Por ejemplo, cuando retrata a los padres y nos explica sus peculiaridades: el padre Pedrells “había in­gresado en la Compañía para comer caliente todos los días del año”, el padre Macario “tenía relaciones con la confitera” y el padre Gambola “gozaba con espasmos sádicos martiri­zando a los chicos más débiles y enfermizos, teniéndolos de pie días enteros, y viéndolos temblar de miedo por las noches en la soledad de un corredor”. Y se palpa también, a no dudarlo, en algunas frases zumbonas dejadas aquí y allá por Joaquín Belda: “Hay mujeres cuyo atractivo está en el conjunto: por ejemplo, la Venus de Milo y la superiora de las Oblatas del vecino pueblo da Vicálvaro”. Y, cómo no, en el venablo irónico que lanza contra la obra de San Ignacio, porque la “escribió en su cueva de Manresa, y que, en efecto, como escrita en una cueva, le resul­tó una caja de betún en el fondo de una mina de carbón”. Y otra perla, que merece ser recordada y que no me resisto a copiar: aludiendo a la celebración de unos tétricos ejercicios espirituales, donde se obliga a los muchachos a entonar unos cánticos fúnebres tremebundos, nos dice que “al lado de los citados ejercicios, el naufragio del Titanic y del Lusitania eran unos baños de asiento con ribetes volup­tuosos”.
El otro gran tema de la obra es la sexualidad reprimida de aquellos muchachos, que viven encorsetados en un mundo de falsa castidad impuesta, y que termina saliéndoseles por las rendijas. Por ejemplo, cuando Antonio Monteros sostiene el retrato de una muchacha (“Con la mano derecha sujetaba la efigie ante los ojos, llevándola a la boca, de cuando en cuando para estampar en ella un beso; la mano izquierda no estaba ociosa...”). Para aludir posteriormente a los explosivos resultados de esa manipulación digital, Joaquín Belda elige una fórmula elusiva, que en otros hubiera sido pacata pero que en su caso es inequívocamente zumbona (“Cuando tocaron para salir de las camarillas ya el árbol solitario, en medio de la llanura, había dado sus frutos”). Y es que los padres jesuitas tienen bien claro, y así se lo inculcan a los estudiantes, que “el pecado más grave que puede cometer un nieto de San Ignacio es el de acordarse de que en cierta encrucijada de su cuerpo ha puesto Natura un tubo lanzatorpedos”. ¿Humor? Claro que sí, pero no solamente relacionado con el sexo, sino con la religión (define el infierno como el “reino de la calefacción central exagerada”), con la gastronomía (nos dice que cuando los estudiantes del internado comen judías “el ambiente se poblaba de flatulencias traidoras, que resonaban como las estridencias de un combate naval”), etc.

Una obrita agradable, distraída y que se lee en una hora.

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