Es evidente
que los hijos de los hijos son los nietos, así que los alumnos que cursan
estudios en las aulas del colegio de Santo Domingo, en Hortichuela, con los
jesuitas… son los nietos de San Ignacio. Así lo entiende Joaquín Belda y así lo
consigna en esta novela corta, donde fulgura un tibio espíritu anticlerical,
que se observa en varias secuencias de la obra. Por ejemplo, cuando retrata a
los padres y nos explica sus peculiaridades: el padre Pedrells “había ingresado en la Compañía para comer caliente todos los días del
año”, el padre Macario “tenía relaciones con la confitera” y el padre Gambola “gozaba
con espasmos sádicos martirizando a los chicos más débiles y enfermizos,
teniéndolos de pie días enteros, y viéndolos temblar de miedo por las noches en
la soledad de un corredor”. Y se palpa también, a no dudarlo, en algunas frases
zumbonas dejadas aquí y allá por Joaquín Belda: “Hay mujeres cuyo atractivo está en el conjunto: por ejemplo, la Venus de Milo y la superiora de las Oblatas del vecino
pueblo da Vicálvaro”. Y, cómo no, en
el venablo irónico que lanza contra la obra de San Ignacio, porque la “escribió en su cueva de Manresa, y que, en efecto, como escrita en una
cueva, le resultó una caja de betún
en el fondo de una mina de carbón”. Y otra perla, que merece ser recordada y
que no me resisto a copiar: aludiendo a la celebración de unos tétricos
ejercicios espirituales, donde se obliga a los muchachos a entonar unos
cánticos fúnebres tremebundos, nos dice que “al lado de los citados ejercicios,
el naufragio del Titanic y del Lusitania
eran unos baños de asiento con ribetes voluptuosos”.
El
otro gran tema de la obra es la sexualidad reprimida de aquellos muchachos, que
viven encorsetados en un mundo de falsa castidad impuesta, y que termina saliéndoseles
por las rendijas. Por ejemplo, cuando Antonio Monteros sostiene el retrato de
una muchacha (“Con la mano derecha sujetaba la efigie ante los ojos, llevándola
a la boca, de cuando en cuando para estampar en ella un beso; la mano izquierda
no estaba ociosa...”). Para aludir posteriormente a los explosivos resultados
de esa manipulación digital, Joaquín Belda elige una fórmula elusiva, que en
otros hubiera sido pacata pero que en su caso es inequívocamente zumbona (“Cuando
tocaron para salir de las camarillas ya el árbol solitario, en medio de la
llanura, había dado sus frutos”). Y es que los padres jesuitas tienen bien
claro, y así se lo inculcan a los estudiantes, que “el pecado más grave que
puede cometer un nieto de San Ignacio es el de acordarse de que en cierta encrucijada
de su cuerpo ha puesto Natura un tubo lanzatorpedos”. ¿Humor? Claro que sí,
pero no solamente relacionado con el sexo, sino con la religión (define el
infierno como el “reino de la calefacción central exagerada”), con la gastronomía
(nos dice que cuando los estudiantes del internado comen judías “el ambiente se poblaba de flatulencias traidoras, que resonaban como las
estridencias de un combate naval”),
etc.
Una obrita agradable, distraída y que se lee en una
hora.
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