Reconozco
que el ánimo que me impulsa a leer cartas y diarios de escritores famosos no
pertenece a la familia del cotilleo, ni mucho menos del morbo. Antes bien,
persigo el objetivo de conocer más en profundidad los pliegues anímicos de
personas que dejaron sus composiciones literarias y que, en mayor o menor
medida, han influido en el desarrollo de la cultura universal. Esa voluntad de
conocimiento me llevó a coger, abrir y leer este Diario secreto (1836-1837) de Alexander Pushkin.
Desde el
principio, el autor ruso nos explica que está anotando ideas y sentimientos que
serán ignorados por la personas de su entorno, y que lega directamente a las
gentes del porvenir (“Mis contemporáneos no deben saber tanto de mí como les
estoy permitiendo a las generaciones futuras”). Pero pronto, ay, nos quedamos
levemente decepcionados al descubrir que el motivo de esta cautela no es otro
que el contenido sexual explícito que el escritor moscovita inyecta en todas y
cada una de sus páginas, lo que empequeñece el interés de sus palabras, al
menos para mí. Para ciertos lectores, descubrir que Pushkin consideraba a su
suegra “una verdadera prostituta” o que le gustaba masturbarse empleando ambas
manos puede constituir una ocupación lectora placentera. Pero a mí tales
confesiones adolescentes, genitales o procaces no me parece que sobrepasen el
nivel de lo puramente anecdótico o trivial.
Resulta
lícito que nos cuente que participó en orgías en las que hasta cinco hombres
penetraban a una marquesa casquivana; o que frecuentaba con asiduidad burdeles
de baja ralea; o que dejó embarazada a una sirvienta llamada Polinka (que murió
cuando intentaba abortar); o que convirtió en amantes suyas a sus dos cuñadas
(con el conocimiento de su esposa Nataly); o que un día penetró a la nodriza de
sus hijos mientras ella, a cuatro patas, amamantaba a las dos criaturas,
tumbadas en el suelo… Pero tales revelaciones, reconozcámoslo, no aportan nada
a la importancia literaria de Pushkin, con lo cual me dejan frío.
Desde el
punto de vista psicoanalítico resulta más interesante, sin duda, la forma en
que quiso convertir a su mujer en “una verdadera artista de la perversión”,
tratando de moldearla para que fuera una máquina sexual a su servicio. Y cómo
él, al mes de estar casado, ya frecuentaba a multitud de amantes. Eso sí,
alzando siempre bien alto una bandera: “Utilizo a las mujeres ajenas en la
sociedad, pero no quiero que hagan lo mismo con mi esposa”.
E igual de
interesantes son sus declaraciones acerca de sus hijos (“Nunca tengo tiempo para
mis hijos. Entre la poesía y las mujeres apenas me queda un rato para jugar con
ellos […]. La responsabilidad hacia los hijos es una jaula eterna e inevitable,
de la cual nunca podré escapar”), de la muerte (“Miro mi mano que escribe estas
líneas y trato de imaginarla muerta, como parte de mi esqueleto, enterrado bajo
tierra. Y aunque sé que mi destino es inexorable, me falta capacidad para
imaginarlo. La certeza de la muerte es la única verdad inapelable y, pese a
ello, lo más difícil de aprehender intelectualmente”)… y de la autodestrucción.
En este
último apartado sí que conviene que nos detengamos, porque el asunto tiene un
especial interés. Pushkin escribió estas páginas mientras se encontraba
pendiente de celebrar un duelo con Dantés, un oficial guapo y de refinada
educación que había cortejado a su esposa Nataly. Incapaz de tolerar una ofensa
mucho menor que la que él infligía a otos muchos maridos, Pushkin lo retó a
dispararse en campo abierto. El resultado no nos lo aclara este diario, sino la
historia: el escritor cayó fulminado por una bala de su oponente y entregó el
alma. Una de las últimas frases del libro puede servirnos como motivo de
reflexión: nos dice que para suicidarse “se necesita valentía y un carácter
fuerte del que yo carezco. Prefiero obligar a que Dantés haga ese trabajo
sucio”. A fe que lo hizo.
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