Ernesto vive
en la Argentina
del futuro, un país que ha llegado a un extraño nivel de deshumanización en el
que proliferan las bandas armadas por las calles y en el que el Estado asume
unas competencias que antes pertenecían al ámbito privado, como la decisión de
internar obligatoriamente a los ancianos en unos centros llamados “Casas de
Recuperación”.
Su profesión
es la de maquillador, lo que no le impide aceptar ocasionalmente un peregrino
trabajo como guionista cinematográfico que le propone el excéntrico y
acaudalado Goransky.
Las personas
que constituyen su núcleo familiar y emocional son tan variadas como
conflictivas: un padre con el que mantiene relaciones tensas y por el que
alimenta un odio que hasta el final de la novela no alcanzamos a entender en su
integridad; una madre que está perdiendo el uso de la razón, y que apenas logra
reconocer a sus seres queridos; una mujer llamada Margot, con la que mantiene
una relación no demasiado fogosa, pero que se termina de oxidar cuando ella le
es infiel delante de sus narices; una hermana llamada Cora con la que tampoco
termina de llevarse bien… Y, sobre todo, una mujer anónima y casada que fue su
amante y a la que dirige este discurso narrativo una vez que ya no se
encuentran juntos. Ernesto la sigue amando, pero algo los separó de forma
insuperable y él no ha conseguido superar el trauma.
Con estos
mimbres, Ana María Shua nos entrega una novela que produce desasosiego, en la
que nos encontramos con un transexual llamado Sandy Bell, un colectivo de
ancianos que han decidido vivir en libertad al margen del Sistema (y que se
aprovisionan de armas para mantener su reducto inviolado), enfermeras que no
dudan en matar cuando lo creen necesario y un Estado tan represivo como
inquietante. Al final, como en un juego de prestidigitación, será Ernesto quien
nos haga entender por qué está escribiendo estas páginas y qué pretende con
ellas.
Fascinante.
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