De Borges
espero en las relecturas lo mismo que descubrí con asombro infinito en mi
primera aproximación a sus páginas, allá por mis veinte años: la perfección
inmaculada de su prosa, los verbos brillantes y exactos, los sustantivos que
nadie salvo los genios colocan perfectamente. Propondré un único ejemplo, entre
mil posibles. Cuando el argentino nos explica que la poesía gauchesca no puede
ser explicada tan sólo por la dedicación ganadera de sus convecinos anota: “La vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de
América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero esos territorios, hasta
ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro”. Es difícil decirlo con una fórmula que
resulte más nítida y a la vez más vistosa. Se han abstenido enérgicamente.
Paladeemos esos cuatro vocablos. Se han abstenido enérgicamente. Con
ese verbo y ese adverbio, tan inesperados como irónicos, Jorge Luis Borges nos
traslada un sintagma que, pudiendo estar bien escrito, o incluso muy bien
escrito, ingresa con decisión en el terreno de la maravilla, pues dota a sus
líneas de algo que podríamos llamar (y perdón por el palabro)
“inesperabilidad”. Igual ocurre cuando, para disertar sobre el estado de una
obra literaria tras la muerte de su autor, vuelve a elegir sustantivos y verbos
que no sean los previsibles (“No hay muerte de escritor sin el inmediato
planteo de un problema ficticio, que reside en indagar —o profetizar— qué
parte quedará de su obra. Ese problema es generoso, ya que postula la existencia
posible de hechos intelectuales eternos, fuera de la persona o circunstancias
que los produjeron; pero también es ruin, porque parece husmear corrupciones”. La cursiva es mía).
Las reflexiones que el escritor argentino nos
ofrece aquí sobre la Cábala ,
la Trinidad ,
sobre aquellos “hombres desesperados y admirables” que
fueron los gnósticos, sobre la teología de Basílides, sobre la poesía de
Whitman o la prosa de Poe, sobre las traducciones de los textos homéricos o sobre
el cine de Chaplin convierten el volumen en una obra no sólo agradable desde el
punto de vista estético sino también trabajosa desde el punto de vista
conceptual. Borges nos exige pensamiento, reflexión y lentitud, para irnos
empapando con sus ideas.
Pero
yo quiero detenerme sobre todo en la faceta literaria del volumen, porque en Borges se está siempre
asistiendo al fluir de un discurso que no quisiéramos ver terminarse. Nos
anonada con su pulcritud hermosa y, sabiéndolo lento en su gestación,
incurrimos en la paradoja de soñar con su infinitud. Hablando de Paul Groussac
nos dice que “todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una
sensible porción de la molestia con que fue trabajado”. Quizá sea cierto; pero
yo, antes que perder el tiempo con los millones de páginas que han perpetrado
tantos genios de pacotilla, prefiero sentir “molestias” con Borges hasta el día
en que me muera. Lo que en el joven
lector Rubén Castillo de 1986 fue pasmo extasiado y admiración imitativa hoy se
convierte en pleitesía consciente e irrevocable.
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