domingo, 27 de marzo de 2016

Discusión



De Borges espero en las relecturas lo mismo que descubrí con asombro infinito en mi primera aproximación a sus páginas, allá por mis veinte años: la perfección inmaculada de su prosa, los verbos brillantes y exactos, los sustantivos que nadie salvo los genios colocan perfectamente. Propondré un único ejemplo, entre mil posibles. Cuando el argentino nos explica que la poesía gauchesca no puede ser explicada tan sólo por la dedicación ganadera de sus convecinos anota: “La vida pastoril ha sido típica de muchas regiones de América, desde Montana y Oregón hasta Chile, pero esos territo­rios, hasta ahora, se han abstenido enérgicamente de redactar El gaucho Martín Fierro”. Es difícil decirlo con una fórmula que resulte más nítida y a la vez más vistosa. Se han abstenido enérgicamente. Paladeemos esos cuatro vocablos. Se han abstenido enérgicamente. Con ese verbo y ese adverbio, tan inesperados como irónicos, Jorge Luis Borges nos traslada un sintagma que, pudiendo estar bien escrito, o incluso muy bien escrito, ingresa con decisión en el terreno de la maravilla, pues dota a sus líneas de algo que podríamos llamar (y perdón por el palabro) “inesperabilidad”. Igual ocurre cuando, para disertar sobre el estado de una obra literaria tras la muerte de su autor, vuelve a elegir sustantivos y verbos que no sean los previsibles (“No hay muerte de escritor sin el inmediato planteo de un proble­ma ficticio, que reside en indagar —o profetizar— qué parte quedará de su obra. Ese problema es generoso, ya que postula la existencia po­sible de hechos intelectuales eternos, fuera de la persona o circunstan­cias que los produjeron; pero también es ruin, porque parece husmear corrupciones”. La cursiva es mía).
Las reflexiones que el escritor argentino nos ofrece aquí sobre la Cábala, la Trinidad, sobre aquellos “hombres desesperados y admira­bles” que fueron los gnósticos, sobre la teología de Basílides, sobre la poesía de Whitman o la prosa de Poe, sobre las traducciones de los textos homéricos o sobre el cine de Chaplin convierten el volumen en una obra no sólo agradable desde el punto de vista estético sino también trabajosa desde el punto de vista conceptual. Borges nos exige pensamiento, reflexión y lentitud, para irnos empapando con sus ideas.

Pero yo quiero detenerme sobre todo en la faceta literaria del volumen, porque en Borges se está siempre asistiendo al fluir de un discurso que no quisiéramos ver terminarse. Nos anonada con su pulcritud hermosa y, sabiéndolo lento en su gestación, incurrimos en la paradoja de soñar con su infinitud. Hablando de Paul Groussac nos dice que “todo escrupuloso estilo contagia a los lectores una sensible por­ción de la molestia con que fue trabajado”. Quizá sea cierto; pero yo, antes que perder el tiempo con los millones de páginas que han perpetrado tantos genios de pacotilla, prefiero sentir “molestias” con Borges hasta el día en que me muera. Lo que en el joven lector Rubén Castillo de 1986 fue pasmo extasiado y admiración imitativa hoy se convierte en pleitesía consciente e irrevocable.

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