Vuelvo
a mi época de lector universitario, cuando leí por primera vez la obra A
puerta cerrada, de Jean-Paul Sartre, traducida por Aurora Bernárdez
(Losada, 1974). Creo que entonces ni siquiera sabía que se trataba de la mujer
que había compartido unos años de su vida con Julio Cortázar… Sus tres
protagonistas son Garcin, Inés y Estelle, quienes han sido recluidos en una
habitación del infierno; y ellos solos se dedican a hacerse daño entre sí. El
filósofo francés apuesta por una misantropía radical, llevada a sus últimas
consecuencias: los demás son nuestros verdugos, nos acechan, están ahí, nos
torturan implacablemente, se burlan de nuestros fracasos. Son el más feroz de
los inquisidores. Nuestro triste infierno, por tanto, consiste en soportarlos;
y ellos deben hacer lo mismo con respecto a nosotros. O, para decirlo con una
fórmula abrumadora que el pensador existencialista introduce en la obra: “No
hay necesidad de parrillas: el infierno son los demás”.
Me
parece muy reveladora la frase en la que Sartre dice que “los verdugos tienen
cara de miedo”; y me parece muy lírica (y terrible) esa afirmación donde
estipula que está muy vacío “un espejo donde no estoy”; y, sobre todo, me ha
producido una elevada impresión la frase con la que cierro mi comentario: “Se
muere siempre demasiado pronto (o demasiado tarde). Y, sin embargo, la vida
está ahí, terminada; trazada la línea, hay que hacer la suma. No eres nada más
que tu vida”.
La obra me impresionó más en mi juventud que ahora, pero sigue conservando (me parece) un buen aroma terrible, que me ha gustado recuperar.
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