A
Camilo José Cela se le pueden discutir (yo le he discutido) muchas cosas: su
soberbia, su carácter vengativo, su desdén chulesco hacia otros autores, los
libros mierderos que publicó (que no fueron pocos), la repetición infinita de
fórmulas narrativas más que cansinas (sobre todo en sus últimos años)… Pero
resulta más bien insensato discutirle libros como La familia de Pascual
Duarte, San Camilo 1936 o La colmena. Esas obras constituyen
puntales egregios de la novelística española del siglo XX.
Aprovechando
tres mañanas de verano he releído la última (La colmena) y me he sentido
profundamente dichoso de haber tomado esa decisión. Magnífica la idea de
presentar la realidad madrileña a través de diapositivas aisladas (aunque los
nexos entre muchas de ellas se vayan revelando conforme lees). Magnífico el
modo en que, con tres o cuatro pinceladas, te deja retratados a don Ibrahim de
Ostolaza, a don Leonardo, al gitanillo, a Segundo Segura, a la Filo, a doña
Rosa, a la señorita Elvira y a todos los demás integrantes de la locura urbana,
siempre cercados por la pobreza, por la censura, por las maledicencias, por el
estraperlo, por la mezquindad, por el sexo furtivo y culpabilizado. Magnífico
el despliegue de registros idiomáticos (coloquial, literario, lírico, brusco)
que Cela utiliza en las diferentes secuencias o en la boca de diferentes
personajes (la risible pedantería de don Ibrahim es hilarante). Magnífico el
personaje de Martín Marco, resumen de tantos intelectuales de la época,
acogotados, errabundos, hambrientos, ilusos, quizá huérfanos de talento.
Magnífica la construcción temporal de la obra, que se desarrolla en no muchas
horas, pero en infinitos planos simultáneos.
Sé que si dentro de diez años vuelvo a leer la obra disfrutaré de ella como el primer día: es la señal de que nos encontramos ante un clásico del siglo XX. Jamás le negaré esa etiqueta a esta obra.
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