sábado, 16 de julio de 2022

Jerusalén

 


Nunca podemos estar seguros de cómo vamos a reaccionar cuando nos golpee un dolor insoportable. Quizá nos hundamos, quizá explotemos, quizá remontemos el vuelo. Si la normalidad ya es muchas veces un enigma, con más frecuencia lo es la región pantanosa del trauma. Pero la respuesta que da Mateus Ventura a su desgarradora desdicha (la muerte de su esposa Dordalma) es tan dramática como radical: huir del mundo y construir, en una región apartada de la civilización, su propia burbuja de aislamiento. Allí, adoptará un nuevo nombre (Silvestre Vitalício) y creará “el último país y se llamará Jerusalén” (p.32). Lo acompañan en esta loca empresa edénica o infernal su cuñado (Aproximado), un militar (Zacaria Kalash), la burra Jezibela y sus dos hijos: a uno de ellos le adjudicará el correspondiente desbautismo (Ntunzi) y el otro conservará su nombre original (Mwanito). En ese Nuevo Mundo hay normas inquebrantables, que todos deben respetar: no se canta, no se reza, no se recuerda el pasado, se acepta que el resto del mundo ya no existe. Un gran crucifijo colocada en la entrada servirá de señal para guiar a Dios, cuando se digne acercarse al campamento para pedirle perdón a Silvestre Vitalício por el daño que le ha causado.

Ese orbe demencial, acechado por serpientes y leones, pero sorprendentemente intacto de todo ataque, se mantiene en equilibrio gracias a que Aproximado trae comida cada cierto tiempo de la “civilización” (aunque el patriarca Silvestre se niegue a admitir su existencia); pero sufrirá un duro revés cuando llegue hasta allí una mujer portuguesa, Marta, que ha acudido al continente africano en busca de su marido, que la abandonó para irse con una aborigen. Ntunzi y Mwanito, al crecer, comenzarán también a preguntarse cada vez con más intensidad qué extraño desvarío guía a su progenitor y, sobre todo, qué ocurrió realmente con su madre. En los capítulos finales, como no podía ser de otro modo, locura y sensatez terminarán por enfrentarme de manera abrupta, haciendo que todos expongan sus culpas, sus mentiras, sus remordimientos, sus amargores.

Anoto algunas de las frases que, por docenas, he subrayado en el libro: “La vejez no es una edad: es cansancio. Cuando nos hacemos viejos, todas las personas nos parecen iguales” (18). “Viudo no es más que otro nombre que se da a un muerto” (61). “El mundo es más inhabitable cuanto más poblado está” (77). “Las mujeres son como las guerras: convierten a los hombres en animales” (128). “Los vivos no son simples enterradores de huesos: más bien son pastores de difuntos” (178). “De niños no nos despedimos de los sitios. Siempre creemos que volveremos. Nunca creemos que será la última vez” (181). “Si debemos vivir en la mentira, que sea en nuestra propia mentira” (202). “Nunca hagas nada para siempre. Excepto amar” (203).

No había tenido hasta el día de hoy entre mis manos ninguna novela de Mia Couto (de hecho, su existencia misma me resultaba desconocida). Por fortuna, mi amiga Teresa González tuvo la generosa idea de regalarme esta obra, que me parece increíblemente hermosa, llena de símbolos de un lirismo trágico y perturbador. Gracias a ella he descubierto una nueva maravilla en el mundo de los libros.

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