Nunca
podemos estar seguros de cómo vamos a reaccionar cuando nos golpee un dolor
insoportable. Quizá nos hundamos, quizá explotemos, quizá remontemos el vuelo.
Si la normalidad ya es muchas veces un enigma, con más frecuencia lo es la
región pantanosa del trauma. Pero la respuesta que da Mateus Ventura a su
desgarradora desdicha (la muerte de su esposa Dordalma) es tan dramática como
radical: huir del mundo y construir, en una región apartada de la civilización,
su propia burbuja de aislamiento. Allí, adoptará un nuevo nombre (Silvestre
Vitalício) y creará “el último país y se llamará Jerusalén” (p.32). Lo
acompañan en esta loca empresa edénica o infernal su cuñado (Aproximado), un
militar (Zacaria Kalash), la burra Jezibela y sus dos hijos: a uno de ellos le
adjudicará el correspondiente desbautismo (Ntunzi) y el otro conservará su
nombre original (Mwanito). En ese Nuevo Mundo hay normas inquebrantables, que
todos deben respetar: no se canta, no se reza, no se recuerda el pasado, se
acepta que el resto del mundo ya no existe. Un gran crucifijo colocada en la
entrada servirá de señal para guiar a Dios, cuando se digne acercarse al
campamento para pedirle perdón a Silvestre Vitalício por el daño que le ha
causado.
Ese
orbe demencial, acechado por serpientes y leones, pero sorprendentemente
intacto de todo ataque, se mantiene en equilibrio gracias a que Aproximado trae
comida cada cierto tiempo de la “civilización” (aunque el patriarca Silvestre
se niegue a admitir su existencia); pero sufrirá un duro revés cuando llegue
hasta allí una mujer portuguesa, Marta, que ha acudido al continente africano
en busca de su marido, que la abandonó para irse con una aborigen. Ntunzi y
Mwanito, al crecer, comenzarán también a preguntarse cada vez con más
intensidad qué extraño desvarío guía a su progenitor y, sobre todo, qué ocurrió
realmente con su madre. En los capítulos finales, como no podía ser de otro
modo, locura y sensatez terminarán por enfrentarme de manera abrupta, haciendo
que todos expongan sus culpas, sus mentiras, sus remordimientos, sus amargores.
Anoto
algunas de las frases que, por docenas, he subrayado en el libro: “La vejez no
es una edad: es cansancio. Cuando nos hacemos viejos, todas las personas nos
parecen iguales” (18). “Viudo no es más que otro nombre que se da a un
muerto” (61). “El mundo es más inhabitable cuanto más poblado está” (77). “Las
mujeres son como las guerras: convierten a los hombres en animales” (128). “Los
vivos no son simples enterradores de huesos: más bien son pastores de difuntos”
(178). “De niños no nos despedimos de los sitios. Siempre creemos que
volveremos. Nunca creemos que será la última vez” (181). “Si debemos vivir en
la mentira, que sea en nuestra propia mentira” (202). “Nunca hagas nada para
siempre. Excepto amar” (203).
No había tenido hasta el día de hoy entre mis manos ninguna novela de Mia Couto (de hecho, su existencia misma me resultaba desconocida). Por fortuna, mi amiga Teresa González tuvo la generosa idea de regalarme esta obra, que me parece increíblemente hermosa, llena de símbolos de un lirismo trágico y perturbador. Gracias a ella he descubierto una nueva maravilla en el mundo de los libros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario