Decía
Almudena Grandes, en uno de sus libros, que el tiempo no sabe avanzar en línea
recta. Decía Antonio Gala, en otro de sus libros, que escribir es pasarse los
folios por el corazón y que luego quede en ellos impresa una huella de nuestra
alma, como pasa con el paño de la Verónica. Esas dos citas me vinieron a la
memoria mientras me encontraba leyendo La radiante edad, de Antonio Báez
Rodríguez (Antequera, 1964), que ha publicado el sello Talentura, porque ambas
ideas se conjugan y se dan la mano en sus páginas.
Viajando
hacia atrás con la memoria, el narrador nos cuenta su infancia pobre, con
varios parientes (incluido su padre) que emigraron a Suiza para mejorar su
situación económica, un abuelo que estuvo en la División Azul y que terminó de
portero en una finca urbana, una maestra que tenía un hermano discapacitado, un
autobús rojo que estuvo a punto de atropellarlo cuando era niño, una madre que
cubría la ventana con una manta a la hora de dormir, una pistola de chispazos,
la estilográfica que su abuelo le regaló en el lecho de muerte o las
vicisitudes de su iniciación erótica, llena de muchachas espiadas y de azares
sentimentales. Todo ese universo “estaba allí hace cincuenta años y allí se
quedó, en un allí que está dentro de mi cabeza” (nos dice en la página 30),
pero el esfuerzo que Antonio Báez realiza ahora (esfuerzo melancólico, esfuerzo
triste y gozoso, esfuerzo irónico también) tiene como misión la de poner algún
tipo de orden en los cristales de aquel caleidoscopio.
Nos
habla el autor, demediada la obra, de un flexo encendido; y de él mismo
escribiendo, sentado a la mesa de espaldas mientras sus hijos ven el televisor:
esa es la postura con la que se consigue la concentración, el aislamiento que
requiere el novelista para cumplir su chequeo emocional, su arqueo minucioso del
ayer. Y en esa zona narrativa necesariamente localizamos episodios que aparecen
más de una vez (“Mi memoria es endeble y la construyo por medio de las
repeticiones”, página 91), y también episodios enigmáticos para cuya traducción
rigurosa sería necesario conocer en persona al autor.
Aquel
mundo de petancas, viejas fotografías, motos Bultaco y desayunos con achicoria se
perdió, como todo se pierde; y la voracidad del tiempo engulló con rigurosa
eficacia a muchos de sus protagonistas. Pero mediante un ejercicio enérgico y descarnado
de la memoria es posible rescatar anécdotas, pequeños secretos, mezquindades,
errores, dichas y apodos, que nos ofrezcan un dibujo (no perfilado, pero sí
acuarelístico) de aquellos tiempos.
El valeroso artista que aborda esta tarea se llama Antonio Báez Rodríguez. No olviden ustedes su nombre.
1 comentario:
Cuando mi abuelo vino a mi casa por primera vez cuando me casé (también por primera vez 🙄😏) le dije que el suelo era radiante y me contestó: Anda, un suelo feliz, mira tú qué bien...desde entonces la palabra radiante me hace reír 😂 Y dicha la tontería del día, gracias por compartir joyitas.
Besos.
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