Los
cuatro personajes (tres hombres y una mujer) que entran en un pequeño piso de
alquiler en Madrid se las prometen muy felices. Acaban de cometer un gran robo
en una joyería de Burgos y se han hecho con un botín muy notable, que ahora
conviene esconder mientras planean el siguiente y último atraco, que tendrá
lugar unos días después en la calle Ferraz. Lo primero que hacen es esconder
las joyas en una maceta vieja; luego ocultan en un sillón la pistola que han
utilizado; y por fin se disponen a descansar unas horas. Pero los problemas
comenzarán pronto: el mayor de ellos ha contraído una pulmonía durante el viaje
y, ahora, requiere la presencia de un médico, quien decide enviar a una sinuosa
monja para que cuide al enfermo. Será ella, precisamente, la que hará
tambalearse la calma de los atracadores, con sus preguntas, sus insinuaciones,
sus extrañas miradas, sus frases de doble sentido. ¿Acaso sabe lo que han
hecho? ¿Y qué pretende con este cerco nervioso al que los somete?
Habilidoso
y socarrón, el dramaturgo madrileño nos conduce a través de la obra de la forma
más ingeniosa y difícil: haciendo que compartamos la inquietud y la zozobra de
los desvalijadores y sin saber si sor María es tonta y parlanchina o, por el
contrario, artera y sutil. Solamente en el tramo final alcanzaremos la respuesta.
Miguel
Mihura es Miguel Mihura. Su teatro es chispeante, surrealista e incluso tiene
apuntes genialoides (en esta obra quizá menos que en otras suyas), pero es
verdad que sus propuestas argumentales pueden resultar tan satisfactorias como
irritantes, dependiendo del día en que te sumerjas en ellas. Es lo que hay. O
lo tomas o lo dejas. Yo, casi siempre, lo tomo.
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