lunes, 1 de abril de 2019

El tejado de vidrio




Con esta tercera entrega de su “novela en marcha”, el leonés Andrés Trapiello continúa registrando minuciosamente los pormenores de su vivir y de su pensar, en ámbitos tan distintos como la literatura, el humor, la pintura, la política o la gastronomía, que conforman a la postre un dibujo lleno de densidad y de lecturas sobre el hombre que lo redacta.
Encontramos, por ejemplo, elogios notables a la figura humana y artística de Ramón Gaya, de quien se afirma que “no es sólo un pintor extraordinario, muy, muy valioso, sino que su pintura es ese raro, precioso y frágil eslabón con toda la pintura anterior, antes de que sobreviniera el desastre de los años diez y veinte”); o reitera su admiración por Fernando Pessoa o Cesare Pavese, a los que muchas veces ha dedicado páginas esplendorosas… Y si fijamos los ojos en la parte más jocosa del volumen registraremos líneas de humor consagradas al erotismo (“La vida más triste es la de aquellos que hacen el amor con los calcetines puestos”), a la gastronomía (“Es imposible comer mariscos sin resultar un troglodita”) o a la monarquía (“El listón que se pone a los reyes y en general a los gobernantes, en cuanto a salero, suele estar a la misma altura que el que se les pone a los retrasados. Cualquier alarde que se salga un poquito de lo normal es recibido con alborozo, como si hubieran hecho grandes progresos hacia las luces de la inteligencia”).
Como es natural, el bloque más amplio de páginas y de reflexiones se centra en el mundo de las letras, en el que Trapiello desarrolla su actividad (como escritor, editor, conferenciante, antólogo o articulista). En ese terreno, subraya la importancia de no defraudar a las primeras personas que se acercaron a su obra con respeto (“Las carreras son largas y lo normal, supongo, si se aspira a ello, es llegar a tener cien mil lectores, pero lo difícil es siempre conservar los cien primeros, los que en verdad cuentan”); se formula preguntas sobre la relación entre “innovación” y “eternidad”, tan graves como cristalinas (“¿Por qué razón será que en literatura y en arte las mejores obras parecen siempre dichas y hechas de la misma manera, en tanto que las tonterías resultan siempre novedosas?”); opina sobre la relación más aconsejable entre el Estado y el mundo de las letras (“Un país hospitalario y perfecto sería aquel en el que el Estado sintiese indiferencia por los escritores, y los escritores indiferencia por el Estado. De esa manera el Estado seguramente haría más y mejores carreteras, y los escritores escribirían más y mejores libros”); o, en fin, redacta párrafos incendiarios sobre la actitud que desarrollan los escritores de más éxito en relación con las ferias del libro y su trato con los lectores (“Es indecente escuchar cómo algunos escritores justifican el hecho de ponerse detrás de un mostrador en las ferias de libros y en los grandes almacenes para firmar ejemplares de sus obras. Todo para no admitir su vanidad. […] Hablan de lo importante que es el contacto con el público (un minuto por cabeza, no más), del estímulo que ello supone en sus vidas (no volverán a verlos), de la sagacidad de sus juicios (en general no son muy diferentes de los que han leído a los críticos en los periódicos), pero si esos pobres lectores conociesen el desdén y el hastío con el que a menudo su ídolo habla de ellos cuando se junta con sus colegas los escritores para celebrar los éxitos de todos ellos, si pudieran fisgar por un agujerito esa escena frecuente, se amotinarían y colgarían a muchas de estas eminencias por los calcaños”).
Un libro, como siempre, entretenido, sincero, inteligente y provocador.

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