Con esta
tercera entrega de su “novela en marcha”, el leonés Andrés Trapiello continúa
registrando minuciosamente los pormenores de su vivir y de su pensar, en
ámbitos tan distintos como la literatura, el humor, la pintura, la política o
la gastronomía, que conforman a la postre un dibujo lleno de densidad y de
lecturas sobre el hombre que lo redacta.
Encontramos, por ejemplo, elogios
notables a la figura humana y artística de Ramón Gaya, de quien se afirma que
“no es sólo un pintor extraordinario, muy, muy valioso, sino que su pintura es
ese raro, precioso y frágil eslabón con toda la pintura anterior, antes de que
sobreviniera el desastre de los años diez y veinte”); o reitera su admiración
por Fernando Pessoa o Cesare Pavese, a los que muchas veces ha dedicado páginas
esplendorosas… Y si fijamos los ojos en la parte más jocosa del volumen
registraremos líneas de humor consagradas al erotismo (“La vida más triste es
la de aquellos que hacen el amor con los calcetines puestos”), a la gastronomía
(“Es imposible comer mariscos sin resultar un troglodita”) o a la monarquía
(“El listón que se pone a los reyes y en general a los gobernantes, en cuanto a
salero, suele estar a la misma altura que el que se les pone a los retrasados.
Cualquier alarde que se salga un poquito de lo normal es recibido con alborozo,
como si hubieran hecho grandes progresos hacia las luces de la inteligencia”).
Como
es natural, el bloque más amplio de páginas y de reflexiones se centra en el
mundo de las letras, en el que Trapiello desarrolla su actividad (como
escritor, editor, conferenciante, antólogo o articulista). En ese terreno,
subraya la importancia de no defraudar a las primeras personas que se acercaron
a su obra con respeto (“Las carreras son largas y lo normal, supongo, si se
aspira a ello, es llegar a tener cien mil lectores, pero lo difícil es siempre conservar
los cien primeros, los que en verdad cuentan”); se formula preguntas sobre la
relación entre “innovación” y “eternidad”, tan graves como cristalinas (“¿Por
qué razón será que en literatura y en arte las mejores obras parecen siempre
dichas y hechas de la misma manera, en tanto que las tonterías resultan siempre
novedosas?”); opina sobre la relación más aconsejable entre el Estado y el
mundo de las letras (“Un país hospitalario y perfecto sería aquel en el que el
Estado sintiese indiferencia por los escritores, y los escritores indiferencia
por el Estado. De esa manera el Estado seguramente haría más y mejores
carreteras, y los escritores escribirían más y mejores libros”); o, en fin,
redacta párrafos incendiarios sobre la actitud que desarrollan los escritores
de más éxito en relación con las ferias del libro y su trato con los lectores
(“Es indecente escuchar cómo algunos escritores justifican el hecho de ponerse
detrás de un mostrador en las ferias de libros y en los grandes almacenes para
firmar ejemplares de sus obras. Todo para no admitir su vanidad. […] Hablan de
lo importante que es el contacto con el público (un minuto por cabeza, no más),
del estímulo que ello supone en sus vidas (no volverán a verlos), de la
sagacidad de sus juicios (en general no son muy diferentes de los que han leído
a los críticos en los periódicos), pero si esos pobres lectores conociesen el
desdén y el hastío con el que a menudo su ídolo habla de ellos cuando se junta
con sus colegas los escritores para celebrar los éxitos de todos ellos, si
pudieran fisgar por un agujerito esa escena frecuente, se amotinarían y
colgarían a muchas de estas eminencias por los calcaños”).
Un libro, como
siempre, entretenido, sincero, inteligente y provocador.
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