Pietro y
Giuliana, tras coincidir más bien borrachos en una fiesta, se han casado de una
forma absurda y precipitada. Ni se conocían antes, ni se conocen tampoco ahora.
Simplemente, charlaron unas horas y, por sorpresa, tomaron la decisión de
contraer matrimonio. Ahora, la convivencia entre ellos es más bien singular,
con un elemento que los une como bisagra (la sirvienta Vittoria) y con otro
elemento que actúa como crítica negativa de la relación (la madre de Pietro). Poco
se puede advertir que los cónyuges tengan en común: él trabaja como abogado y
pertenece a una buena familia; ella, tras sobrevivir como buenamente ha podido
a la pobreza, ha trabajado en un comercio, del que fue despedida. ¿Qué les ha
impulsado, entonces, a vincularse mediante matrimonio? Pietro sostiene que lo
ha hecho por lástima; Giuliana no tiene problemas en reconocer que el dinero ha
sido una de las razones fundamentales. En esta situación, ¿cuál es el futuro
que les espera?
Con ese
nudo argumental, Natalia Ginzburg (traducida por Andrés Barba para el sello
Acantilado) desarrolla ante nuestros ojos una historia con puntos de humor, de
crítica social y familiar y, sobre todo, con numerosas secuencias en las que
los diálogos se vuelven zigzagueantes y casi “codorniceros” (por la revista que
fundó y dirigió Miguel Mihura).
¿Puede
ser considerada una pieza clave dentro de la producción de la escritora
italiana o de la historia del teatro? De ninguna forma. Mentiríamos si
tratáramos de sostener tal afirmación. Me
casé por alegría es un simple divertimento. Pero dentro de su condición
discreta, es una obra que se lee con algunas sonrisas, lo que no resulta
desdeñable.
1 comentario:
A veces un simple divertimento es lo único que buscamos y necesitamos, no lo veo mal.
Besitos 💋💋💋
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