miércoles, 25 de julio de 2018

Pulvum eris...




Esta novela corta fue galardonada con el premio «Saavedra Fajardo» en el año 1981 y estaba concebida como un homenaje fervoroso a don Juan Manuel (el autor lo declara expresamente al final del libro). Nos sitúa ante un relato de viajes, ambición, ingenuidad y conocimiento, donde no se concede respiro a los lectores, pues desde la primera de sus páginas se los sumerge en una aventura intrigante, seductora, llena de encanto y misterio.
Encontramos en su inicio a un anciano abad que espera al joven monje galo de la orden de Cluny que le está recitando la hagiografía de Casiano para que él la anote. Poco después, llega al convento un artzai vasco, el deán de Santiago. Viene en busca del viejo abad porque deduce que éste, siendo “libro viviente y ciego, bibliotecario loco del viejo Ripoll” (p.17), podrá ayudarlo en un ambicioso proyecto que acaricia en secreto desde hace años, y al que no piensa renunciar en modo alguno: llegar a ser papa. Este deán le pidió, años atrás, que hiciese un esfuerzo de memoria y que recordase si había tenido oportunidad de trabajar sobre algún pergamino, quizá escrito en griego, que tras ser robado en la lejana Alejandría, hubiera recalado en Ripoll. Si ese pergamino (que contiene las instrucciones necesarias para llegar al papado) obrara en su poder, el deán se compromete a utilizarlo para reconducir los caminos de la Iglesia; y lo nombraría a él arzobispo o abad de Ripoll.
A partir de ese momento, se inicia un viaje repleto de aventuras, peligros y sorpresas, que tiene como objetivo localizar el sepulcro de Moisés y que dejaré que los lectores descubran por sí mismos, porque supondría un auténtico crimen destripárselo.
La gran pregunta que puede formularse al final es la siguiente: ¿estamos, realmente, ante una novela histórica? Tras un serio análisis de los elementos que conforman el tomo, yo creo que habría que contestar de forma negativa. Pulvum eris… es un libro ambientado, eso resulta indiscutible, en un período histórico (el siglo XI), que es descrito con encomiable rigor; pero no se plantea como prioridad la narración de aquel mundo, sino de unos personajes y caracteres que se revisten de nítido valor metafórico. Santiago Delgado ambienta históricamente estas páginas, pero no se detiene ahí. No se estipula como meta la de “novelar” una porción del siglo XI, ni juega tampoco al pastiche por el puro placer de exhibir sus conocimientos, lecturas y sabidurías. Su proyecto es más ambicioso, y por eso supera el umbral de la novela histórica; que es, en sí, un sub-género tan limitado  y tan discutible —no nos engañemos— como la novela negra o la novela rosa, aunque los nombres de Walter Scott, Marguerite Yourcenar, Gore Vidal o el excelso Robert Graves hayan contribuido a dotar a la primera de una aureola más bien engañosa de excelsitud (y digo “engañosa” porque nos dejamos distraer en sus obras de la principal evidencia: que no son simplemente unos grandes escritores históricos, sino unos grandes escritores). Santiago sitúa a sus personajes en el siglo XI y luego nos habla de la eternidad, de lo humano, de lo imperecedero. Todos los protagonistas nacen, ambicionan, traicionan y mueren como lo harían un goliardo, un mujik, un sacerdote inca o un escriba sumerio. Lo inmortal humano se refleja a la perfección en las peripecias impetuosas, lascivas, simoníacas, traicioneras y finalmente fracasadas de todos los personajillos que emprenden la búsqueda del sepulcro de Moisés. Y daría igual que, en lugar de cristianos medievales, fueran marineros griegos que desean encontrar el Vellocino de Oro, y que tienen los ojos erosionados por la monotonía de las aguas; o conquistadores españoles buscando la tierra de Eldorado, crucificados por las saetas envenenadas de los indígenas; o viajeros que fatigan los caminos de Asia junto a Marco Polo, mientras sueñan con la ruta de la seda; o nazis que se han fijado como objetivo la localización del Arca de la Alianza, que les dará poder sobrenatural; o montañeros que persiguen al yeti por las cumbres del Himalaya, ajenos a la ceguera de la nieve. El viaje de búsqueda carece de filiaciones históricas, porque es eterno. Todas las expediciones son una sola expedición. Y Santiago Delgado, que es novelista inteligente, lo sabe. Elige un período temporal y se ciñe a él con escrúpulo de erudito, pero jamás pierde de vista que está relatando hechos universales y que, por tanto, escribe en verdad fuera del tiempo. A una novela no conviene ponerle más adjetivo que la palabra “buena” o “mala”. El resto son trampantojos.

1 comentario:

La Pelipequirroja del Gato Trotero dijo...

Iba leyendo y no podía dejar de imaginar cosas y de darle vueltas a la cabeza poniendo imágenes a las palabras... me ha picado la curiosidad y voy a tener que leerlo 🙂

Besitos 💋💋💋