domingo, 15 de marzo de 2015

¡Oh, esto parece el paraíso!



Su nombre (John Cheever) me había asaltado no pocas veces en revistas literarias, pero jamás había tenido la curiosidad de acercarme a uno de sus libros. Y he aquí que hace una semana apareció uno de ellos ante mis ojos: ¡Oh, esto parece el paraíso! La traducción corría a cargo de Maribel de Juan, siendo Alfaguara la responsable de la edición. De tal modo que lo cogí y, en un par de días, lo terminé. Francamente, es un volumen que no me ha dicho nada. No es que Cheever me parezca un mal escritor (no me parece que un libro sea material bastante para etiquetar a nadie, ni en el sentido positivo ni en el negativo), pero no se ha producido el deslumbramiento que sí que he experimentado con otros autores (Borges, Neruda, Cortázar, Muñoz Molina) desde las primeras páginas. No he terminado de empaparme con sus personajes, ni tampoco con las acciones que narra: un importante hombre de negocios que, después de dos divorcios y numerosos encuentros altamente fogosos con mujeres, acaba en los brazos de un ascensorista y se pregunta, estupefacto, si es que será homosexual; una agente inmobiliaria que, en los ratos libres que le dejan sus reuniones de corte terapéutico (para dejar de beber, de fumar y de comer tanto), enciende a Lemuel Sears para luego dejarlo abandonado como un trapo; un experto en cuestiones medioambientales que encuentra un bebé en el arcén de la autopista y termina siendo atropellado por unos mafiosos que quieren vengarse por su actitud ante sus lucrativos vertidos tóxicos en un lago; un ama de casa que se dedica a colocar tarros de salsa envenenada en un supermercado para presionar a las autoridades con su chantaje... Este tipo de novelas, donde ni me creo a los personajes ni termino de engancharme a la historia, me dejan bastante frío. De ahí que dude sobre la posibilidad de que vuelva a embarcarme en otra lectura de John Cheever. Con la edad, he aceptado sin problemas que soy impermeable a las excelencias literarias de ciertas culturas y autores que los demás, sin duda de un modo legítimo, alaban con estrépito: no disfruto con Yasunari Kawabata, ni con Yukio Mishima, ni con Hemingway, ni con James Joyce (por poner cuatro ejemplos conocidos). Todo parece indicar que John Cheever va a incorporarse a esa lista negra de desafecciones.

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