martes, 31 de marzo de 2015

Los ojos azules pelo negro



Recuerdo que, cuando leí El amante, de Marguerite Duras, me vino a la cabeza un pensamiento que ahora en buena medida corroboro al terminar esta otra novela suya. Se trata de Los ojos azules pelo negro y la traduce Clara Janés para Tusquets. Nos desarrolla en poco más de cien páginas la historia de un hombre atribulado (“Él llora. No tiene fin. Eso es exactamente llorar”, p.15) que, azotado por una tristeza lacerante que proviene de su homosexualidad, contrata a una mujer para que duerma a su lado durante una serie de días. No habrá sexo entre ellos. No habrá compromisos sentimentales. Sólo un contrato anómalo que los vinculará en una relación pecuniaria. El hombre necesita tener un cuerpo al lado, inundado por la luz cruda y amarilla de su habitación, pero reconoce de un modo abierto que “nunca ha sentido deseo por una mujer” (p.28). Ella, que es profesora interina de ciencias y que se somete a esa singular sevicia, llega a decir “que un día hará un libro sobre la habitación” (p.37).
Esa es la columna vertebral de la novela: un extraño “contrato de las noches blancas” (p.74) en el que ambos llorarán, sufrirán y abrirán sus corazones, para mostrar heridas, anhelos, zonas oscuras.
¿Y al final? Al final, en mi opinión, nada. Una pura esgrima de frases líricas, oscuras y enigmáticas (profundas o vacías, según el temperamento de quien las lea), con la que Marguerite Duras apenas consigue mantener en pie la narración desde el punto de vista novelístico. Quizá sea un instrumento impagable para los psiquiatras, no estoy en condiciones de discutirlo, pero lo que es para el resto de público... Yo he sentido, páginas tras página, que paseaba por un poema de inequívoca respiración dramática, más que por una fabulación en prosa; y, en ese sentido, el balance es decepcionante. El hombre y la mujer que actúan como ejes vertebradores de la historia parecen dos monjes budistas, que expelen sentencias de niebla para las que hay que buscar una explicación poética o freudiana, y que te dejan (a mí me han dejado) más decepcionado que feliz, más bostezante que satisfecho. Y si le añadimos que la traductora del volumen nos habla, con notoria equivocación preposicional, de un hombre que “se sienta en una mesa” (p.13); o que nos presenta casi al final a una mujer que afirma que su amante “a veces la pega” (p.116), pues ya para qué te cuento.

Lo intuí con El amante y, como digo, lo corroboro ahora: la dicción logarítmica de Marguerite Duras no me embriaga, no consigue seducirme. Qué le vamos a hacer. Por supuesto, no se trata de menosprecio literario sino de la plasmación de un gusto personal que, seguramente, no me animará a abrir otro libro suyo.

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