Recuerdo que, cuando leí El amante, de Marguerite Duras, me vino a la cabeza un pensamiento
que ahora en buena medida corroboro al terminar esta otra novela suya. Se trata
de Los ojos azules pelo negro y la
traduce Clara Janés para Tusquets. Nos desarrolla en poco más de cien páginas
la historia de un hombre atribulado (“Él llora. No tiene fin. Eso es
exactamente llorar”, p.15) que, azotado por una tristeza lacerante que proviene
de su homosexualidad, contrata a una mujer para que duerma a su lado durante una
serie de días. No habrá sexo entre ellos. No habrá compromisos sentimentales.
Sólo un contrato anómalo que los vinculará en una relación pecuniaria. El
hombre necesita tener un cuerpo al lado, inundado por la luz cruda y amarilla
de su habitación, pero reconoce de un modo abierto que “nunca ha sentido deseo
por una mujer” (p.28). Ella, que es profesora interina de ciencias y que se
somete a esa singular sevicia, llega a decir “que un día hará un libro sobre la
habitación” (p.37).
Esa es la columna vertebral de la novela: un
extraño “contrato de las noches blancas” (p.74) en el que ambos llorarán,
sufrirán y abrirán sus corazones, para mostrar heridas, anhelos, zonas oscuras.
¿Y al final? Al final, en mi opinión, nada. Una
pura esgrima de frases líricas, oscuras y enigmáticas (profundas o vacías,
según el temperamento de quien las lea), con la que Marguerite Duras apenas
consigue mantener en pie la narración desde el punto de vista novelístico. Quizá
sea un instrumento impagable para los psiquiatras, no estoy en condiciones de
discutirlo, pero lo que es para el resto de público... Yo he sentido, páginas
tras página, que paseaba por un poema de inequívoca respiración dramática, más
que por una fabulación en prosa; y, en ese sentido, el balance es decepcionante.
El hombre y la mujer que actúan como ejes vertebradores de la historia parecen
dos monjes budistas, que expelen sentencias de niebla para las que hay que
buscar una explicación poética o freudiana, y que te dejan (a mí me han dejado)
más decepcionado que feliz, más bostezante que satisfecho. Y si le añadimos que
la traductora del volumen nos habla, con notoria equivocación preposicional, de
un hombre que “se sienta en una mesa” (p.13); o que nos presenta casi al final a
una mujer que afirma que su amante “a veces la pega” (p.116), pues ya para qué
te cuento.
Lo intuí con El
amante y, como digo, lo corroboro ahora: la dicción logarítmica de
Marguerite Duras no me embriaga, no consigue seducirme. Qué le vamos a hacer. Por
supuesto, no se trata de menosprecio literario sino de la plasmación de un
gusto personal que, seguramente, no me animará a abrir otro libro suyo.
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