jueves, 5 de marzo de 2015

La máscara robada



Admirar profundamente, admirar con fervor, admirar sin límites, es siempre un ejercicio arriesgado, porque supone entregar nuestro espíritu a una idolatría que puede a la larga resultarnos perniciosa. Es lo que descubrirá el anciano Reuben Wray, viejo actor fracasado que sobrevive dando clases de oratoria y de dicción a las personas que quieran invertir unos chelines en la mejora de su habla. Las dos únicas posesiones que en su vejez menesterosa lo hacen feliz son su nieta Annie y una pobre máscara con el rostro de Shakespeare, que él mismo obtuvo sobre la efigie del genial dramaturgo que encontró en la iglesia de Stratford-upon-Avon. Desde entonces, la conserva con unción religiosa en una caja bajo llave. Ahora, cuando el anciano y su nieta, junto al fiel ayudante Martin Blunt, se han instalado en Tidbury, sus vidas se verán complicadas por la codicia ajena: unos malhechores (el tabernero Benjamin Grimes y el rufián Chummy Dick) intentarán apoderarse de esa caja, creyendo que contiene una importante cantidad de dinero o joyas. La noche en que por fin se animan a entrar en la casa y perpetrar su robo tendrá lugar una espantosa desgracia que salpicará a todos los protagonistas... Esta deliciosa propuesta de Wilkie Collins, que publica el sello Funambulista en la traducción de Ruth María Rodríguez López y Gian Luca Luisi, se construye con una intencionada vocación oral por parte del narrador inglés, quien afirma en la Introducción que se dispone a narrar esta historia “como si estuviera contándosela a unos amigos ante la chimenea de mi casa” (p.10). Esa voluntad se salpimenta con constantes marcas invocativas a los lectores, al estilo juglaresco (“véanlo”, “adviertan”, etc). Y permiten al vigoroso narrador londinense construir secuencias en las que creemos estar junto a él, asistiendo a pocos metros de las acciones. Júzguese con este espléndido ejemplo del capítulo III: “¡Escuchen! Se oye el crujido de unas botas. Al principio es un ruido muy lejano, que desciende, al parecer, desde algún altillo de la parte alta de la casa. El sonido, que pesadamente se aproxima cada vez más, solo se para ante la puerta del salón y anuncia la entrada de... ¿Way, por supuesto? ¡No! No tenemos tanta suerte. Creo que no lograremos recibirlo en persona. El individuo en cuestión no tiene parentesco con él, aunque se le considera un miembro de la familia, y, como es el primero en bajar las escaleras, sin duda se merece la recompensa de que hable de él” (pp.39-40). Pero es que el juego, tan cómplice y tan socarrón, continúa en otros lugares de la novela: “Sospecho firmemente que están realmente ansiosos de tener un pequeño estimulante literario proporcionado por la figura de un villano. Probarán este estímulo por una doble vía ya que tengo dos maleantes completamente preparados para ustedes en este capítulo” (p.77)... Además de estas argucias narrativas, que siempre se reciben con simpatía porque aceptamos desde el principio el juego seductor de Wilkie Collins, la novela nos pone ante los ojos unos personajes bien dibujados, unos diálogos concebidos con elegancia y un cierre que, sin renunciar al happy end pero esquivando la ñoñería, nos deja con una sonrisa instalado en el rostro. Que la editorial Funambulista la haya recuperado para los lectores españoles es todo un acierto, no cabe duda.

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