Hace ya muchos años (casi dieciocho) que el
argentino Carlos Vitale (Buenos Aires, 1953) obtuvo con Descortesía del suicida el premio de narrativa breve Villa de
Chiva; y la obra se publicó en una tirada reducida, que pasó más bien
inadvertida para la gran masa de lectores. Pero en 2008, con un breve pero
inteligente prólogo de José María Merino, la editorial Candaya decidió enmendar
esa injusticia y volver a sacar a la luz pública esta obra, que presenta
veinticuatro textos más que la edición príncipe. Y fue, sin duda, una feliz
noticia. No andamos tan sobrados de libros inteligentes, bien escritos y
rebosantes de ironía en el mundo de las letras hispanas como para permitirnos
la estupidez de ignorancia la excelencia de este volumen, auténtico cofre del tesoro
para los paladares más variados.
Consciente de que su vida (y en el fondo la de
cualquiera de nosotros) es un simple borrador, Vitale constata con socarronería
la posibilidad de transgredir esa amargura (“Debería pasarme a limpio”, p.19);
establece una reflexión sobre los límites del pesimismo, que puede llegar a ser
paródico si lo analizamos con la suficiente perspectiva (“¿Cómo es posible que
todos los años hayan sido el peor año de mi vida?”, p.31); acaricia la
consolación que nos puede llegar mediante el lenitivo edulcorado del humor
(“Quien paga manda: Mi peluquero insiste en que no me estoy quedando calvo”, p.40);
nos alerta sobre la repulsiva condición de algunos de nuestros semejantes
(“Estoy harto de los antipáticos que se hacen pasar por tímidos”, p.52); resume
su vida en cuatro pinceladas magistrales, que bien podrían servir como retrato
de millones de personas (“A los once años comprendí que nunca sería un gran
pintor. A los catorce, que nunca sería un gran futbolista. A partir de entonces
he estado abierto a toda clase de decepciones”, p.59); medita sobre la belleza
guadiánica de las féminas, en un aforismo que hubiera hecho las delicias de
Francisco Umbral (“¿Dónde se ocultan en invierno las mujeres de la primavera?”,
p.75); esmalta contundentes máximas políticas, recubiertas con el barniz amable
de la ironía (“La sonrisa de Drácula: El candidato sonríe a los desmemoriados”,
p.95); o trata de convencernos de la necesidad de mantener en todo momento
nuestras ideas y nuestras opiniones por encima de las adherencias externas
(“Déjate guiar. A donde quieras ir”, p.107).
Ni un simple resquicio de nuestra vida o de nuestra
muerte queda sin analizar en este libro iconoclasta, valeroso, aguerrido e
insultantemente bien hecho, que parece haber sido redactado por destilación.
Decía Baltasar Gracián que más obran quintaesencias que fárragos. Y ese
dictamen podría servir como marbete para esta obra de Carlos Vitale. Quien abra
estas páginas editadas por Candaya elegirá la vía de la inteligencia y de la reflexión.
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