Si cualquier persona se formulara preguntas del
estilo de “¿Cuál era el postre favorito de mi madre cuando era niña? ¿Cómo se
llamaba su mejor amiga de entonces? o ¿Cuál fue el regalo de Reyes que más
ilusión le hizo de toda su infancia?”, descubriría que ignora muchos detalles
—muchísimos— de la persona que le dio el ser. Georges Simenon llegó a la misma
certeza cuando, hacia los setenta años, asistió durante una semana a la lenta
agonía de su madre nonagenaria. Y en aquellos días fue componiendo este texto
en modo alguno amnésico o edulcorado (“Mientras viviste nunca nos quisimos,
bien lo sabes. Los dos fingimos”), en el que trata de entender las
peculiaridades de aquella persona orgullosa, hermética, desconfiada y bajita,
cuando quizá ya era tarde para lograr su propósito (“Solamente se conoce de
verdad a alguien si se ha conocido su infancia”)
Georges Simenon recuerda con amargura algunas
anécdotas: por ejemplo, cuando su hermano pequeño Christian lloraba y ella,
entonces, le espetaba a Georges: “¿Qué le has hecho otra vez?”. Simenon,
triste, anota: “Me pregunto si no sería necesario que hubiese un villano en la
familia y que ese villano fuese yo”. O por ejemplo cuando una tarde, en un
arrebato de furia, ella lo tiró al suelo y comenzó a darle patadas. Alejado de
toda certidumbre, y deseando conocerla con más profundidad (“Hay todo un
fragmento de tu pasado que no ha dejado huellas y precisamente es ése el que me
apasiona”), Georges Simenon va dejando por escrito sus recuerdos, sus
hipótesis, sus deducciones... Considera que para ella debió de ser muy difícil
encajar en la familia de su novio (“Los Simenon formaban un clan tan cerrado
que debías sentirte tan lejos allí como en tierra extranjera”), que no fue
feliz en su segundo matrimonio (acabaron comunicándose mediante notitas) y que
tal vez toda su tensión vital procedía de un deseo atávico de asegurarse la
vejez con una pensión digna. Pero, eso sí, que estuviera lograda por sus
propios medios: aunque su hijo Georges Simenon era famoso y rico, y le pasaba dinero
todos los meses, ella se las apañó para dejar ese dinero intacto y
devolvérselo, íntegro, en su ancianidad. Fue un gesto que “por un lado, me
hirió mucho, pero, por otro, me obligó a admirarte”.
La muerte como punto de partida para reconstruir
una vida, parece ser el leitmotiv de Georges Simenon. Más vale tarde que nunca.
O eso dicen.
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