Pocas veces —mea culpa— traigo a esta página obras
de teatro. Y no es, naturalmente, porque desdeñe el género, sino más bien
porque la densidad visual que imponen
en las mesas de novedades otros géneros (novela, cuento, ensayo) es tan
abrumadora que casi siempre obtura la existencia comercial del arte de Talía. Pero he aquí que Ernesto Caballero
(Madrid, 1957) acaba de ser publicado por Cátedra en un volumen primoroso que,
en edición de Fernando Doménech Rico, contiene tres obras: Auto, Sentido del deber y Naces
consumes mueres. Y esta ocasión me sirve para romper una dinámica que ni me
satisface ni es justa: la de preterir las buenas voces dramáticas que hay en
España.
Auto nos sitúa en una enigmática, silenciosa y desnuda
sala de espera, en la que cuatro personajes (un matrimonio, la cuñada y una
autoestopista) aguardan nerviosos una comparecencia o un llamamiento. Han
tenido un aparatoso accidente de coche (un camión les ha embestido por detrás)
y, suponen, están pendientes de declarar en el juicio. En esta atmósfera densa
y opresiva, que resulta imposible no relacionar con la pieza A puerta cerrada, de Jean-Paul Sartre,
todos irán vaciando sus almas de miserias y descubriendo infidelidades,
venganzas, rencores y vómitos encharcados en el estómago a causa de la
decepción o la rutina. Sentido del deber
transcurre «en una casa-cuartel de la Benemérita , aquí y ahora: en la nueva España de
todos los tiempos» (p.192) y nos habla de amores interrumpidos pero nunca
olvidados, del aburrimiento, de la claustrofobia y de ciertos impulsos barrocos
acerca del honor que nunca han llegado a desaparecer del todo del alma hispana.
Honra, sospecha, asesinato y suicidio se dan la mano en un texto de título
doblemente simbólico.
Y Naces
consumes mueres, la obra con la que se cierre este espléndido volumen, nos
coloca en escena a cuatro actrices que han sido contratadas para representar
una obra de teatro que sirva de apertura para un congreso sobre Economía y
Espiritualidad. El texto escogido para tan asombrosa ocasión es un auto
sacramental de Calderón de la
Barca (El gran mercado
del mundo), que les da pie para reflexionar crítica y agudamente sobre la
situación del mundo que nos rodea, con sus activos tóxicos, sus índices
bursátiles, su estafa inmobiliaria, sus manipulaciones ideológicas, su compleja
red de mentiras interesadas y fraudes de todo tipo y su Gran Hipocresía, donde
todos se lavan las manos cuando llega la hora de rendir cuentas... Es un texto
inteligente y cirujano, donde se investiga en las entrañas de la actualidad,
pero quizá falle en su fluidez escénica: en ningún momento he llegado a
sentirla como propuesta teatral, sino
más bien como un discurso de gran hondura sobre nuestra sociedad. Paula, una de
las actrices, se referirá así a la generación de los derrochadores: «Se han
comportado como el heredero decadente que dilapida la fortuna de sus
progenitores, y ahora nos exigen lo imposible, que hagamos lo que ellos nunca
han hecho, que nos comportemos como nunca hemos visto comportarse a nadie»
(p.262).
Son tres propuestas de enorme interés de quien no
sólo es un autor de sólida trayectoria, sino uno de los hombres de teatro más
reconocidos de España (en octubre de 2011 fue nombrado director del Centro
Dramático Nacional). Un volumen para leer y conservar con agrado.
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