miércoles, 20 de febrero de 2013

Nunca olvidaré tu nombre




Abraham, por mandato inflexible de Yahvé, colocó a su hijo Isaac sobre el altar de los sacrificios, dispuesto a la consumación del horror, con un cuchillo en la mano y toda la certidumbre de la fe en su espíritu. Pero cuando la sentencia fue posteriormente revocada no nos dice la Biblia (y es significativa esa laguna) de qué modo se miraron a partir de entonces padre e hijo, qué tinieblas velaron sus pupilas, qué decepcionada pátina cubrió ya para siempre sus ojos.
Aníbal Salinas, viejo excombatiente de la guerra civil española, también parece haber escuchado en su interior una voz (igual de imparable e igual de firme) que lo impulsa hacia el ayer; y emprende el camino de vuelta a Los Olmos. Sabe que “un hombre pertenece a un solo territorio y a una sola mujer. Si los pierde, lo pierde todo” (p.37), y retorna por ello al pueblo de su juventud, donde dejó hibernado un amor y diferida una muerte. Ambas pulsiones, con violencia de huracán, escindirán su vejez y teñirán de acíbar sus horas de regreso. El amor (Elvira) no será al fin menos melancólico que la venganza (don Fidel), porque el tiempo es una cascada de dolor cayendo infinitamente, pero Aníbal sabía o intuía desde el principio que de ese modo funcionan las cosas, y que los cálices se apuran, y que el rictus ha de permanecer impasible. No le asusta (no le puede asustar) ese descubrimiento. Él sabe que se tiene una patria; y que se tiene un destino; y que ambos son ineludibles (“Había regresado a Los Olmos para ejecutar una venganza y dar término a una antigua y dolorosa historia de amor. Era demasiado viejo para ambas cosas y no le era posible zafarse del dolor ni de la idea concreta de la muerte. En realidad, las dos cosas eran la misma, puesto que una le llevaba inexorablemente a la otra”, p.19).
Pascual García nos demuestra en Nunca olvidaré tu nombre que no sólo es un poeta excepcional y un primoroso autor de relatos breves, sino que sus artes se extienden también al complejo mundo de la novela, que en sus manos adquiere espesor geológico. Una escritura en la que cada vocablo esconde una verdad de múltiples matices que dibujan sobre la página su música de desgarro y de reencuentro.

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