martes, 24 de enero de 2012

Wen fu




Es un hecho poco discutible que el pensamiento y la cultura de China y de Japón ejercen sobre gran número de personas occidentales una atracción peculiarísima, en ámbitos tan variados como la televisión (las series Kung-Fu o La frontera azul), el cine (Naruse, Kurosawa), la música (Kitaro, Sakamoto), la religión (budismo, taoísmo) o la literatura (Murakami, los haikus). Descontada la porción de esnobismo que pudiera cobijarse a veces en esa actitud admirativa (no siempre escasa), lo cierto es que tal apertura ha enriquecido nuestra visión del mundo.
Para seguir saciando esa curiosidad, Pilar González España traduce en el sello Cátedra el intenso volumen Wen Fu, del chino Lu Ji, donde este militar y escritor del siglo III analiza los pasos, condiciones, ingredientes y estadios del universo de la escritura con una sutileza y una profundidad que no banalmente (ni siquiera tópicamente) cabría tildar de orientales.
Comienza el pensador trasladándonos la ilusión que en ocasiones brota en su alma cuando se pasea por los grandes libros («Cuando leo las obras maestras de los grandes escritores, tengo la secreta esperanza de poder captar su verdadero espíritu»), de ahí que el primer paso sea siempre la observación de lo memorable ajeno, con la humildad de quien se extasía para aprender («Piérdete en la literatura, en su bosque y su tesoro. Admira las frases más bellas y su engranaje perfecto»). Tras ese proceso de reverencia, acumulación y gozo, vendrá el instante de querer decir algo, de expresar por escrito nuestros propios sentimientos, dolores o anhelos. En ese punto deberemos estar muy alertas: ni resulta aconsejable seguir en todo a los antiguos, por el riesgo de hastío que comporta geminar fórmulas caducas u oxidadas («Haz acopio de palabras y de frases no usadas por más de cien generaciones»); ni tampoco aventurarse en un proyecto demasiado iconoclasta, que desdeñe los primores aquilatados por la tradición («Escoger rimas perdidas y olvidadas desde hace miles de años»). Nos pide Lu Ji que, llegados ante la página en blanco, no actuemos de forma atolondrada o celérica. Nada se gana con la prisa o la improvisación. Por el contrario, el único camino aconsejable es la pausa reflexiva, que nos permitirá obtener los mejores resultados («Vacía tu mente por completo y concentra el pensamiento. Unifica esa multitud de cosas que te advienen, antes de convertirlas en palabras»). Y, ante todo, se nos pide que evaluemos cuál es nuestro propósito a la hora de escribir. ¿A quién nos dirigimos? ¿Con qué intención lo hacemos? Dependiendo de las respuestas, nuestra tarea literaria habrá de adaptarse a moldes distintos («Para halagar los ojos, se encumbra lo exuberante. Pero para satisfacer al espíritu, se valora la precisión»).
El camino, desde luego, es complicado. Y no está hecho para cualquier temperamento. Lu Ji nos lo deja honestamente claro. Pero también nos anima e impulsa con una luminosa consideración: por grandes que sean las dificultades, por descomunales que nos puedan parecer los escollos, el ser humano es capaz de sobreponerse y reaccionar Un escritor no debe ser alguien débil o de voluntad flaca, sino un domeñador de problemas. Entre otras cosas, porque cualquier asunto es susceptible de ser abordado literariamente («Ningún sendero es tan lejano como para no ser emprendido, ninguna Razón es tan sutil que no pueda ser entretejida»). Esa capacidad para afrontar la escritura, para sobrevivir a los días difíciles (en los que nada sale, o sale a trompicones), no ha, en todo caso, de envanecernos. Escribir no es una garantía de gloria o de inmortalidad: la inmensa mayoría de quienes lo hacen —Borges lo avisó— serán engullidos por el olvido. De ahí que la sentencia de Lu Ji (p.173) sea tan terminante como exacta: «En este mundo parecen proliferar las obras consideradas maestras, pero yo, sin embargo, puedo contarlas con los dedos de una mano». Un escritor auténtico mira más hacia adentro y hacia atrás que hacia fuera y hacia el futuro. Lean esta obra todas aquellas personas que, interesadas en el arte de la escritura, gocen de la lentitud, la pausa, la sabiduría y el bien hacer en el mundo de las letras. Los demás, que sonrían con jactancia hormonal (y caduca) y continúen asaltando gasolineras con pistolas y matando dinosaurios con tirachinas.

sábado, 21 de enero de 2012

Cosmópolis




Muchos escritores se han sentido, a lo largo de la Historia, embriagados por el vértigo o la tentación del viaje; otros, menos líricos o aventureros, se vieron obligados por las circunstancias a desplazarse de su lugar habitual de residencia y conocer mundos nuevos, idiomas nuevos, nuevas costumbres. El tomo que lleva por título Cosmópolis (Del flâneur al globe-trotter), editado por Eterna Cadencia, nos ofrece una interesante selección de impresiones de viajes elaboradas por autores hispanoamericanos desde el siglo XVIII hasta la actualidad. La responsable de esta antología, la profesora Beatriz Colombi, es también la autora del prólogo.
En este vademécum encontramos pinturas espaciales y temporales, retratos agudos que ahondan en la idiosincrasia de múltiples pueblos y hasta descripciones pintorescas, extasiadas o malévolas, de monumentos, tipos humanos o ciudades europeas, americanas y asiáticas. Así, el mexicano fray Servando Teresa de Mier, en sus Memorias (1876), dibuja con desdén a los habitantes de la capital de España, atribuyéndoles una etiqueta harto vejatoria («Son cabezones, chiquititos, farfullones, culoncitos, fundadores de rosarios y herederos de presidios», p.37), costumbres de discutible gusto («Insultan a la gente decente», p.38) y valor de sinécdoque o resumen («Gente sin educación, insolente, jaquetona y, en una palabra, españoles al natural, que con su navaja o con piedras despachan a uno, si es menester, después de mil desvergüenzas», p.39). No más galana ni más complaciente es la visión que el argentino Domingo Faustino Sarmiento elabora sobre el monasterio de El Escorial, en el que advierte «un alma oprimida, helada, torva» (p.50), muy característica de este «extraño y espantable edificio» (ibíd.) que no le evoca al autor otras palabras que cadáver, pólipo o sepulcro. Ricardo Palma, mucho menos extremoso, nos da un paseo por la andaluza ciudad de Córdoba («donde César pasó a cuchillo a veinte mil partidarios de Pompeyo», p.141) y nos cuenta con enorme gracia una curiosa excomunión de golondrinas y los avatares de una escultura de mármol labrada por un morisco... con la uña.
Mudándonos a otros países veremos que la escritora Eduarda Mansilla, después de observar y analizar el papel de las mujeres en Estados Unidos, llegó a la conclusión de que el máximo objetivo femenino no debería ser la emancipación política, sino el influjo en la cosa pública por la vía psicológica o indirecta («¿Qué ganarían las americanas con emanciparse? Más bien perderían y bien lo saben», p.84). La peruana Clotilde Matto de Turner, por su parte, nos da una deliciosa estampa de Venecia, de cuando la ciudad flotante cobijaba a ciento cincuenta mil personas, allá por los comienzos del siglo XX. El guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (cuyos auténticos apellidos, Gómez Tible, se cambió prudentemente para evitar las burlas y los chistes de sus contemporáneos) nos ofrece sus crónicas sobre París, Grecia o Japón, siempre llenas de detalles pintorescos y de observaciones notables. César Vallejo, por su parte, nos instala en un tren que cubre el recorrido entre Varsovia y Moscú, para mostrarnos a los dos ocupantes que encuentra en uno de sus vagones: una mujer de salud delicada y un médico que vigila su tos y su bienestar. Ella tiene una mirada azul, habla un francés defectuoso y demuestra tener ideas bolcheviques, mientras que el doctor que la atiende (bien vestido y de modales más que correctos) es burgués. Son, nos dice el poeta, «dos personajes que encarnan los dos frentes históricos de la revolución rusa» (p.245). Pablo Neruda, mucho más esplendoroso en sus adjetivaciones e imágenes líricas, nos mostrará algunos aspectos de Ceilán. Y el cubano Guillermo Cabrera Infante pondrá ante nuestros ojos el puente de Londres, cuyo deterioro se hizo evidente tras un estudio elaborado en 1970. «¿Qué hacer?» —se pregunta entonces el cronista, con su habitual sentido del humor—. «¿Dejar que el puente se cayera como auguraba desde hace siglos la canción de cuna? ¿Reparar lo irreparable? ¿Erigir un nuevo puente de Londres con nuevas piedras? ¿Fotografiar los japoneses el puente que cae?» (p.285). Si le añaden a estos fragmentos que he seleccionado las visiones de Rubén Darío sobre los falsificadores de arte, de Paul Groussac sobre Chicago o de José Martí sobre Nueva York comprenderán que este libro puede deparar deliciosos ratos de lectura a quienes se adentren en él.

jueves, 19 de enero de 2012

Música para ascensores



Pocas veces un libro de poemas habrá sido, tanto como éste, una Poética. Es decir, un calidoscopio y una radiografía, una escritura notarial y una vivisección. Música para ascensores, de José Daniel Espejo (XXI Premio internacional de poesía Antonio Oliver Belmás) es una apasionante excursión íntima en la que el autor, situado "en el centro de la taiga" (p.11), nos deja constancia de un viaje alucinado.
En ese viaje encontraremos autobuses, botellas de Passport, árboles, fotografías, teléfonos y libros; pero, sobre todo, descubriremos territorios y símbolos de agua, en los que "el poeta Espejo, el eterno aspirante" (p.10) se zambullirá para entregarnos sus metáforas amnióticas: nos dirá que se siente "rodeado de océanos de tiempo, los mares de la noche" (p.11); que es un buceador que, enfundado en neopreno, deambula por la profundidad de las aguas, entre medusas y restos de naufragios (p.16); que se pone a la tarea de escribir porque desea "entrar en el Poema, como en la última lancha de salvamento" (p.37) o "como en una caverna submarina" (p.38); y que, al final, ha descubierto que surca la existencia rodeado de tiburones (p.64).
Advirtamos que esa voluntad de inmersión es un retorno a los orígenes, al silencio esencial, al núcleo del que brotamos y desde el que nos expandimos. Por tanto, se nos propone un viaje hacia atrás y también hacia adentro (cuya más exacta formulación podría hallarse en los versos que cierran el volumen: "Poética del tubo", p.65), donde abundan los arañazos, las perplejidades y los azares. El poeta no es el ser que redacta un texto "y ya ha cumplido por hoy" (p.35), sino un profesional de la auto-minería, un zapador adiestrado que se deja las uñas escarbando para encontrarse. Y en esa búsqueda José Daniel Espejo extraerá unas piezas tan memorables como el poema 33, donde otorga voz a los discrepantes, que osan enfrentarse contra la maquinaria del Sistema; o como "Miguelito Battles The Pink Robots", una eléctrica sacudida emocional donde nos habla de su hijo y sus problemas prenatales (tal vez la más hermosa oración laica que he leído nunca).
Hay una frase que aparece en la correspondencia de Gustave Flaubert: "Viajo por mi interior como por un país desconocido". Me da la impresión de que José Daniel Espejo y esta Música para ascensores se deslizan por túneles idénticos; túneles que recorren el corazón, la mente y el pasado y que entregan, a veces, una pepita de oro a la que conviene el nombre de poema. Los hay bellísimos en este volumen, créanme.

domingo, 15 de enero de 2012

Tinta




Hace algunos años el músico Stevie Wonder lanzó al mercado discográfico una canción titulada Skeletons, y para su mejor difusión llevaba aparejado un vídeo donde descubríamos que todos los personajes que en él aparecían camuflaban en el interior de sus casas un “otro yo”, alguien radicalmente distinto al que mostraban en público. De ahí que el ama de casa sonriente y dulce empinase la botella cuando nadie la observaba; que el sonriente profesor se pintara las uñas femeninamente en el momento de cerrar la puerta a sus espaldas; o que un padre mirase y tocase a su hijastra con más deseo del conveniente.
Los personajes de Tinta, la última novela del economista catalán Fernando Trías de Bes (1967), también esconden en sus almas y en sus biografías una serie de dolores, desgarros o traumas que condicionan sus vidas: Alice Thiel se ve impulsada al adulterio en virtud de una fuerza magnética o demoníaca que no es capaz de frenar ni de explicarse; su marido, el librero Johann Walbach, se debate entre la angustia y la venganza cuando conoce este hecho, y se obliga a buscar una solución razonable; Sebastian von der Becke, catedrático de cálculo infinitesimal, arrastra el tormento interior de haber visto cómo su hijo pequeño Hugo se ahogaba en el mar, sin haber podido auxiliarlo; el impresor Patrik Gensfleisch aún tiene fresca en el recuerdo la humillación pública que sufrió su hermano Ludwig cuando se atrevió a defender en un congreso científico que la vida humana procedía evolutivamente de la lluvia; el corrector Guido Bressler vio cómo su amada, intrépida piloto de una aeronave experimental, se adentraba en una nube para cubrir el trayecto Berlín-Leipzig y se perdía para siempre en su interior; el editor Eusebius Hofman, hijo de una lectora fanática e integrista de la Biblia, no consigue olvidarse de una extraña ceremonia diaria a la que ella lo sometía: la de lavar su cuerpo con hielo... Todos ellos (y algunos más) se verán inmersos en una historia que tiene como hilván y protagonista un libro. Un libro distinto, único, liberador, mágico y terrible. Un libro cuya forma y cuyo contenido atesoran el poder de cambiar radicalmente la existencia y el modo de pensar de las personas que con él se topan.
No incurriré, como es lógico, en la torpeza de desvelar en qué consiste el secreto de tan sugerente volumen, pero sí diré que será raro el lector que no quede embriagado y seducido por la anonadante propuesta de Trías de Bes, la cual entronca de forma directa con algunas ideas barajadas en su día por el argentino Jorge Luis Borges.
Se ha dicho de esta obra, con entusiasmo y justicia, que es un bello homenaje al mundo de la letra impresa, en estos tiempos en que al universo de Gutenberg se lo está queriendo enterrar con sospechosa inquina; y no andaría descaminado quien vislumbrase en Tinta una metáfora tan evidente como profunda sobre el poder de los libros. Pero yo iría un poco más lejos: yo creo que esta narración requiere (y me auxilio con terminología unamuniana) un lector ovíparo; es decir, una persona que lea esta obra, se deje empapar por sus emanaciones filosóficas y psicológicas y luego llegue a la almendra central de su significado a base de pausa, meditación y tiempo. Olvide la prisa quien desee comprender de verdad esta obra. Deténgase. Piense con calma. Sumérjase en las frases de Sebastian von der Becke. Calibre la desazón íntima del escritor arrepentido Guido Bressler. Viaje por los laberintos cerebrales de Eusebius Hofman. No juzgue (pues se equivocaría) que en esta novela hay flecos ociosos o párrafos de relleno. Tinta no es una propuesta banal o azarosa, sino una urdimbre ideológica de no pocos quilates, que crece con cada minuto de reflexión que se le dedica. Y luego, claro está, la imaginación, la fantasía, el trazado de unos carriles por los que deberemos transitar despojados de prejuicios, el diseño de una novela que se cierra sobre sí misma como un caracol o un cubo de Rubik. Fernando Trías de Bes y la editorial Seix Barral acaban de entregarnos un calidoscopio de gran hermosura y una alegoría de fulgurante brillantez. Para leer en silencio.

martes, 10 de enero de 2012

La isla de las voces




Es muy conocida aquella autodefinición de Jorge Luis Borges en la que decía, con fervor y arrobo, que le gustaban el sabor del café y la prosa de Stevenson. Y no se trataba, en modo alguno, de una fórmula ociosa, ni de una admiración rutinaria: el ritmo que Robert Louis Stevenson imprimió a sus producciones novelísticas, la fluidez admirable de su discurso, el tono excelente de sus diálogos y la gracia y la profundidad de su observación humana, convertían cada una de sus páginas en una escultura griega. Monumentos como La isla del tesoro (donde se daba forma literaria a un arcano del subconsciente colectivo) o aquella pieza donde dio vida a la parte más oscura del ser humano (el célebre Mr. Hyde, que afloraba desde las catacumbas anímicas del doctor Jeckyll) fueron cimentando una gloria extraordinaria que ya no le ha abandonado y que, presumiblemente, tampoco lo hará en el futuro.
La editorial Libros del Zorro Rojo se suma a este homenaje de la mejor manera: poniendo sus libros en manos de los lectores, con una tipografía hermosa, con una encuadernación exquisita y con unas ilustraciones de gran belleza. Hablo del poco divulgado texto La isla de las voces, que Robert Louis Stevenson escribió en los últimos años de su vida, y que ahora, en la traducción de Marcial Souto y con inquietantes dibujos de Alfredo Benavídez Bedoya (que recuerda a veces los pirograbados del inolvidable José María Párraga), podemos gozar los lectores españoles.
La obra (llena de simbolismos para los adultos y de mágicas aventuras para los adolescentes) nos habla de un personaje llamado Keola, que se deja ganar por la pereza y por la ambición, incurriendo en el desatino de desafiar el poder de su suegro, el sabio Kalamake de Molokai, tan iracundo como rencoroso. En esta obra tendremos ocasión de asistir a viajes prodigiosos, mutaciones en el tamaño y el carácter de las personas, amenazas caníbales, venganzas implacables y otra porción de ingredientes que harán las delicias de los amigos de las aventuras y del universo exótico de los mares del sur. Y es que Robert Louis Stevenson, como es bien sabido, decidió trasladarse con su familia, cuando ya era famoso en todo el mundo, a la Polinesia, donde emprendió una nueva vida, no muy dilatada en el tiempo pero sí muy rica en sensaciones. El ambiente de ritos, leyendas y tradiciones mágicas que conoció allí nutre con eficacia sus narraciones últimas, redactadas mientras crecía entre los indígenas su renombre como "Tusitala" (narrador de historias).
Hay quien cambia de entorno para encontrarse a sí mismo, y eso fue lo que quizá pretendió Robert Louis Stevenson, hijo de un farero: buscar una nueva luz bajo la que reconocerse, en compañía de los suyos. Relatos como éste nos dan la medida de su alma.

viernes, 6 de enero de 2012

La cinta de Moebius




Hace ya algún tiempo, la editorial Alcalá, de Jaén, recibió por correo electrónico desde el cielo un archivo en Word que cobijaba la minuciosa biografía del arcángel Gabriel; y, como no podía ser menos, dada la importancia documental de dichas líneas, las ha publicado en su colección Libros Gran Reserva, con el número 6. Valga esta broma (inspirada en la pág. 121 del tomo) para abrir el comentario de La cinta de Moebius, novela del granadino Manuel Talens, que plantea un argumento tan irónico como iconoclasta, y tan risible como profundo: en 1990, Dios le encarga a Gabriel (que, después de intervenir en la Anunciación, lleva siglos amodorrado en la “miseria del desempleo”, pág. 20) que informatice todos los archivos celestiales. Y lo hará con la ayuda de un antiguo hacker, que diseña la poderosa URL www.yosoyelquesoy.com.
La situación en el Más Allá es sorprendente. No sólo porque cuenten con un canal de televisión (TVC1), donde Julio Cortázar realiza entrevistas, sino porque están divididos en dos bloques irreconciliables: de un lado están los ángeles y arcángeles, admiradores de Lucero, Giordano Bruno y Karl Marx; del otro, las almas cenagosas de todos los papas fallecidos, que intentan mantener a ultranza sus privilegios, controlar la política celestial y cerrar la puerta de la salvación a las almas que lleguen “sin papeles” (pág. 157). Pero es que sobre la superficie de la Tierra las cosas no parecen ir mucho mejor: injusticias sociales, conflictos ideológicos que desembocan en crímenes atroces, lucha frenética por el control del petróleo, corrupción flagrante de la Iglesia Católica…
Para colmo de males, unos análisis clínicos efectuados a Dios en un laboratorio de la Tierra por la doctora Veronika Isenring (y en los que interviene de forma decisiva el poeta Ernesto Cardenal, suspendido a divinis por su ideología revolucionaria) son tajantes: el Sumo Hacedor tiene alzheimer. Poco después, la enfermedad se manifestará en el arcángel Gabriel y en otras figuras celestiales.
En medio de este marasmo, sólo parece quedar una solución lógica: que el sitio web www.yosoyelquesoy.com tome el control de los acontecimientos. Lo malo es que Lucifer, consciente de su ventaja en esta situación, comienza a introducir virus cada vez más sofisticados en el programa, con la voluntad de torpedearlo.
Manuel Talens, con grandes dosis de humor y con un buen caudal de datos aterradores sobre el mundo que nos rodea, nos entrega un libro lúcido y lúdico, que debería agitar más de una conciencia y hacer que todos reflexionásemos sobre las contradicciones monstruosas que nosotros mismos hemos generado, y que llevan camino de destrozarnos como especie.

martes, 3 de enero de 2012

Breve historia de las Cruzadas



Resulta beneficioso que, de vez en cuando, acudamos a libros donde se nos trata de explicar el pasado, como forma de entender mejor el presente y calibrar el futuro. Es lo que ocurre con esta Breve historia de las Cruzadas que ha escrito el periodista Juan Ignacio Cuesta y que, con un lenguaje claro, una documentación exquisita y una selección de episodios francamente notable, consigue sintetizar lo que fueron las ocho expediciones que, durante la Edad Media, se organizaron con el fin de rescatar los Santos Lugares de un dominio que no era cristiano y que se consideraba ignominioso.
Todo el volumen está redactado con eficacia, y se vertebra en tres bloques de nítida configuración: en primer lugar, se efectúa un análisis pormenorizado de los antecedentes históricos e ideológicos que llevaron a ejecutar estas incursiones bélicas (donde el interés político se superponía a cualquier otro factor, como explica Juan Ignacio Cuesta en sus líneas); después, se procede a un análisis escrupuloso, ordenado y elegantemente breve de las órdenes militares que se involucraron en el proyecto (con especial atención a los Templarios, su simbología y sus seculares misterios, aún no aclarados del todo); y, por fin, se aborda un resumen de las ocho expediciones.
De este último apartado yo recomiendo especialmente los análisis que realiza el autor acerca de las figuras de Leonor de Aquitania ("Madre de la cultura europea", la llama en la página 114), del Viejo de la Montaña (al que etiqueta como precursor de los actuales terroristas suicidas) y del conocido Ricardo Corázón de León (del que señala con risible ironía desmitificadora que "no era muy amigo de gobernar y sí de ciertos placeres prohibidos", p.135). También resulta muy ilustrativa la forma en que explica el exterminio inmisericorde de los cátaros y el afianzamiento del misterio del santo Grial (en la cuarta cruzada).
Una serie de mapas y planos que aparecen al final del tomo como anexos completan esta propuesta interesantísima, que nos permitirá conocer mucho mejor los entresijos de la Edad Media, que queda expuesta con meridiana diafanidad. El único inconveniente que presente el volumen son algunos errores más bien aparatosos en el terreno ortográfico; por ejemplo, cuando se nos habla de las "afrentas infringidas", en lugar del correcto "infligidas" (p.17), de un san Bartolomé al que quitándole la piel lo dejan "deshoyado" (p.70) o del filósofo Raimundo Lulio, al que se identifica como "mayorquín" (p.182). Lo demás, absolutamente recomendable.