Es un hecho poco discutible que el pensamiento y la cultura de China y de Japón ejercen sobre gran número de personas occidentales una atracción peculiarísima, en ámbitos tan variados como la televisión (las series Kung-Fu o La frontera azul), el cine (Naruse, Kurosawa), la música (Kitaro, Sakamoto), la religión (budismo, taoísmo) o la literatura (Murakami, los haikus). Descontada la porción de esnobismo que pudiera cobijarse a veces en esa actitud admirativa (no siempre escasa), lo cierto es que tal apertura ha enriquecido nuestra visión del mundo.
Para seguir saciando esa curiosidad, Pilar González España traduce en el sello Cátedra el intenso volumen Wen Fu, del chino Lu Ji, donde este militar y escritor del siglo III analiza los pasos, condiciones, ingredientes y estadios del universo de la escritura con una sutileza y una profundidad que no banalmente (ni siquiera tópicamente) cabría tildar de orientales.
Comienza el pensador trasladándonos la ilusión que en ocasiones brota en su alma cuando se pasea por los grandes libros («Cuando leo las obras maestras de los grandes escritores, tengo la secreta esperanza de poder captar su verdadero espíritu»), de ahí que el primer paso sea siempre la observación de lo memorable ajeno, con la humildad de quien se extasía para aprender («Piérdete en la literatura, en su bosque y su tesoro. Admira las frases más bellas y su engranaje perfecto»). Tras ese proceso de reverencia, acumulación y gozo, vendrá el instante de querer decir algo, de expresar por escrito nuestros propios sentimientos, dolores o anhelos. En ese punto deberemos estar muy alertas: ni resulta aconsejable seguir en todo a los antiguos, por el riesgo de hastío que comporta geminar fórmulas caducas u oxidadas («Haz acopio de palabras y de frases no usadas por más de cien generaciones»); ni tampoco aventurarse en un proyecto demasiado iconoclasta, que desdeñe los primores aquilatados por la tradición («Escoger rimas perdidas y olvidadas desde hace miles de años»). Nos pide Lu Ji que, llegados ante la página en blanco, no actuemos de forma atolondrada o celérica. Nada se gana con la prisa o la improvisación. Por el contrario, el único camino aconsejable es la pausa reflexiva, que nos permitirá obtener los mejores resultados («Vacía tu mente por completo y concentra el pensamiento. Unifica esa multitud de cosas que te advienen, antes de convertirlas en palabras»). Y, ante todo, se nos pide que evaluemos cuál es nuestro propósito a la hora de escribir. ¿A quién nos dirigimos? ¿Con qué intención lo hacemos? Dependiendo de las respuestas, nuestra tarea literaria habrá de adaptarse a moldes distintos («Para halagar los ojos, se encumbra lo exuberante. Pero para satisfacer al espíritu, se valora la precisión»).
El camino, desde luego, es complicado. Y no está hecho para cualquier temperamento. Lu Ji nos lo deja honestamente claro. Pero también nos anima e impulsa con una luminosa consideración: por grandes que sean las dificultades, por descomunales que nos puedan parecer los escollos, el ser humano es capaz de sobreponerse y reaccionar Un escritor no debe ser alguien débil o de voluntad flaca, sino un domeñador de problemas. Entre otras cosas, porque cualquier asunto es susceptible de ser abordado literariamente («Ningún sendero es tan lejano como para no ser emprendido, ninguna Razón es tan sutil que no pueda ser entretejida»). Esa capacidad para afrontar la escritura, para sobrevivir a los días difíciles (en los que nada sale, o sale a trompicones), no ha, en todo caso, de envanecernos. Escribir no es una garantía de gloria o de inmortalidad: la inmensa mayoría de quienes lo hacen —Borges lo avisó— serán engullidos por el olvido. De ahí que la sentencia de Lu Ji (p.173) sea tan terminante como exacta: «En este mundo parecen proliferar las obras consideradas maestras, pero yo, sin embargo, puedo contarlas con los dedos de una mano». Un escritor auténtico mira más hacia adentro y hacia atrás que hacia fuera y hacia el futuro. Lean esta obra todas aquellas personas que, interesadas en el arte de la escritura, gocen de la lentitud, la pausa, la sabiduría y el bien hacer en el mundo de las letras. Los demás, que sonrían con jactancia hormonal (y caduca) y continúen asaltando gasolineras con pistolas y matando dinosaurios con tirachinas.
Para seguir saciando esa curiosidad, Pilar González España traduce en el sello Cátedra el intenso volumen Wen Fu, del chino Lu Ji, donde este militar y escritor del siglo III analiza los pasos, condiciones, ingredientes y estadios del universo de la escritura con una sutileza y una profundidad que no banalmente (ni siquiera tópicamente) cabría tildar de orientales.
Comienza el pensador trasladándonos la ilusión que en ocasiones brota en su alma cuando se pasea por los grandes libros («Cuando leo las obras maestras de los grandes escritores, tengo la secreta esperanza de poder captar su verdadero espíritu»), de ahí que el primer paso sea siempre la observación de lo memorable ajeno, con la humildad de quien se extasía para aprender («Piérdete en la literatura, en su bosque y su tesoro. Admira las frases más bellas y su engranaje perfecto»). Tras ese proceso de reverencia, acumulación y gozo, vendrá el instante de querer decir algo, de expresar por escrito nuestros propios sentimientos, dolores o anhelos. En ese punto deberemos estar muy alertas: ni resulta aconsejable seguir en todo a los antiguos, por el riesgo de hastío que comporta geminar fórmulas caducas u oxidadas («Haz acopio de palabras y de frases no usadas por más de cien generaciones»); ni tampoco aventurarse en un proyecto demasiado iconoclasta, que desdeñe los primores aquilatados por la tradición («Escoger rimas perdidas y olvidadas desde hace miles de años»). Nos pide Lu Ji que, llegados ante la página en blanco, no actuemos de forma atolondrada o celérica. Nada se gana con la prisa o la improvisación. Por el contrario, el único camino aconsejable es la pausa reflexiva, que nos permitirá obtener los mejores resultados («Vacía tu mente por completo y concentra el pensamiento. Unifica esa multitud de cosas que te advienen, antes de convertirlas en palabras»). Y, ante todo, se nos pide que evaluemos cuál es nuestro propósito a la hora de escribir. ¿A quién nos dirigimos? ¿Con qué intención lo hacemos? Dependiendo de las respuestas, nuestra tarea literaria habrá de adaptarse a moldes distintos («Para halagar los ojos, se encumbra lo exuberante. Pero para satisfacer al espíritu, se valora la precisión»).
El camino, desde luego, es complicado. Y no está hecho para cualquier temperamento. Lu Ji nos lo deja honestamente claro. Pero también nos anima e impulsa con una luminosa consideración: por grandes que sean las dificultades, por descomunales que nos puedan parecer los escollos, el ser humano es capaz de sobreponerse y reaccionar Un escritor no debe ser alguien débil o de voluntad flaca, sino un domeñador de problemas. Entre otras cosas, porque cualquier asunto es susceptible de ser abordado literariamente («Ningún sendero es tan lejano como para no ser emprendido, ninguna Razón es tan sutil que no pueda ser entretejida»). Esa capacidad para afrontar la escritura, para sobrevivir a los días difíciles (en los que nada sale, o sale a trompicones), no ha, en todo caso, de envanecernos. Escribir no es una garantía de gloria o de inmortalidad: la inmensa mayoría de quienes lo hacen —Borges lo avisó— serán engullidos por el olvido. De ahí que la sentencia de Lu Ji (p.173) sea tan terminante como exacta: «En este mundo parecen proliferar las obras consideradas maestras, pero yo, sin embargo, puedo contarlas con los dedos de una mano». Un escritor auténtico mira más hacia adentro y hacia atrás que hacia fuera y hacia el futuro. Lean esta obra todas aquellas personas que, interesadas en el arte de la escritura, gocen de la lentitud, la pausa, la sabiduría y el bien hacer en el mundo de las letras. Los demás, que sonrían con jactancia hormonal (y caduca) y continúen asaltando gasolineras con pistolas y matando dinosaurios con tirachinas.
1 comentario:
Bastante tengo con la cultura de mis chinos en clase.
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