lunes, 20 de mayo de 2024

El hombre que paseaba con libros

 


Existen (perdóneseme la perogrullada) muchos tipos de lectores: el compulsivo, el reflexivo, el irregular, el amnésico, el intermitente, el que se concentra en un género, el que… Y es posible que todas las personas que puedan estar leyendo esta reseña conozcan a algún candidato cercano para cada una de dichas variantes. Es más difícil encontrarse con un lector monje: es decir, un solitario que se dedica a leer con voracidad, entregándose al mundo de los libros en cuerpo y alma. En la novela El hombre que paseaba con libros, de Carsten Henn (que leo en el sello Maeva, traducida por Elena Abós Álvarez-Buiza), se nos facilita la historia de uno de ellos: el anciano Carl Kollhoff, que distribuye a pie, artesanal y amorosamente, los libros que encargan los clientes de la librería A las puertas. Durante años, ha desarrollado esta labor bajo las órdenes de su amigo Gustav, pero desde su triste fallecimiento ha tomado el control del local su hija Sabine Gruber, que pretende dotarlo de un aire más moderno, más funcional. Y su primera medida no puede resultar más hiriente: desea despedir a Carl. Entretanto, el fervoroso proselitista (que no solamente entrega los libros, sino que bautiza con nombres literarios a los clientes y conversa con ellos, recomendándoles obras que puedan hacerlos más felices) se sorprende cuando una niña de nueve años, Shasha, se empeña en acompañarlo en su recorrido. Los vínculos que se establecen entre el viejo lector, la pizpireta Shasha y los principales clientes de la librería (un señor chapado a la antigua, un tímido analfabeto, una maestra retirada, una mujer golpeada por su marido) nos llevan de la mano por una narración dulce, entrañable y de imposible abandono.

Si un libro puede resultar inolvidable por una sola palabra (yo jamás olvidaré el adjetivo “cremoso”, que el narrador de Los misterios de Madrid aplicó a un ruidoso salivazo), El hombre que paseaba con libros también puede serlo por una escena: la que tiene lugar entre las páginas 98 y 100 cuando Sabine impide a Carl que acuda al hospital a visitar a su padre, y el viejo Kollhoff se dedica a leer en voz alta y firme, desde el otro lado de la puerta, hasta que se apaga la respiración de su entrañable amigo.

Un libro hermoso y muy emotivo, que encantará a todas las personas que amen la literatura.

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