En estos tiempos en los que, sobre todo, conocemos
perfectamente a quienes no son procesados, resulta curioso leer esta novelita
de Joaquín Belda, publicada en 1924 por los Sucesores de Rivadeneyra con
ilustraciones de Garrido, que nos cuenta el juicio contra un hombre a quien se
acusa de haber matado a su antigua esposa, Bárbara, y las dos hijas habidas en
el matrimonio, Luz y Consuelo. La aparente gracia simbólica de los nombres se
diluye de inmediato cuando se nos indica que todas han sido víctimas de la
misma atrocidad: les han cortado la cabeza. No hay la más mínima pista, no hay
móvil aparente, no hay sospechosos firmes.
Este arranque, digno de Edgar Allan Poe, nos
conduce hasta un proceso judicial, en el que se producen interrogatorios
confusos, casi delirantes (un abogado, por ejemplo, insiste en que si el
acusado tomó, antes del crimen, un café solo en lugar de uno con leche, es más
probable que estuviese el doble de alterado), que se resuelven de un modo científico
(“No hay en el mundo más que la ciencia”, nos dice el narrador en la página 48):
las pruebas demuestran que las tres mujeres utilizaron demasiada cantidad de un
depilatorio fortísimo que, con su efecto corrosivo, quemó sus cuellos y separó
las cabezas de los troncos.
En ese ámbito narrativo, Joaquín Belda aprovecha
para deslizarnos sus ideas sobre la sociedad (“ese conjunto de hipocresías tan
bien organizadas”) o sobre el viejo tópico de que el culpable siempre vuelve al
lugar del crimen (“donde únicamente se torna es a las casas de préstamos por
una ley fatal que parece presidir la vida del que una vez ha entrado en ellas”).
Una novelita ligera, coyuntural, con algunos rasgos
de humor destinados a un público no demasiado exigente, y que se lee con
extrema facilidad.
1 comentario:
Pues no se diga más, habrá que leerlo.
Un beso
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